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DE LA COMUNA A LA PARCELA.
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10.14718/CulturaLatinoam.2023.38.2.1
Mateo Romo
Universidad Nacional de Colombia
0000-0002-2914-8602
rromo@unal.edu.co
Fecha de recepción: 1 de septiembre de 2023;
Fecha de aceptación: 30 de diciembre de 2023.
Referencia: Romo, M. (2023). De la comuna a la parcela. Crítica de la película Los reyes del mundo. Cultura Latinoamericana, 38(2), 22-60. DOI: http://dx.doi.org/10.14718/CulturaLatinoam.2023.38.2.1
El presente artículo es resultado de un proceso de investigación desarrollado en la Universidad Nacional de Colombia.
Resumen
El arte, entre sus muchas virtudes, tiene las de fungir como denunciante, catalizador del dolor y de las desgracias, báculo de sueños diurnos, escriba de la historia a contrapelo, vigía de las promesas aplazadas, autor y partícipe de la fundación de períodos, así como dador de sentido a la vida personal y colectiva. La película Los reyes del mundo, de la directora colombiana Laura Mora, tiene mucho de esto y más. La historia se ambienta en un momento de coyuntura: la fase de posconflicto y los desafíos de la restitución de tierras, en el marco de la Ley 1448 de 2011. Este artículo ensayístico se propone dar cuenta de algunas de las ideas motrices de la película, basado en la premisa de que, en cuanto filme que presenta una genuina lectura sobre la violencia y propicia un viaje a las profundidades de los que sufren, es una experiencia de concientización colectiva que ojalá anime el afloramiento de emociones políticas como la empatía. ¡Basta ya!
Palabras clave: Desplazamiento forzado; Ley 1448 de 2011; restitución de tierras, cine social; Laura Mora.
Abstract
Art, among its many virtues, has that of serving as a denouncer, a catalyst for pain and misfortune, a supporter of daytime dreams, a scribe of history against the grain, a watchman for deferred promises, an author and participant in the foundation of periods, as well as a giver of meaning to personal and collective life. The film The Kings of the World, by Colombian director Laura Mora, does much of this and more. The story is set at the Colombian post-conflict phase and the challenges of land restitution, within the framework of Law 1448 of 2011. This essay article intends to give an account of some of the driving ideas of the film, under the premise that, as a film that presents a genuine reading on violence and promotes a journey to the depths of those who suffer it, it is also an experience of collective awareness that could, hopefully, encourage the outpouring of political emotions such as empathy. Enough already!
Keywords: Forced displacement; Law 1448 of 2011; land restitution; social cinema; Laura Mora.
Introducción
La expresión "libro de arena" alude al texto mágico, inaprensible y escurridizo, en el sentido de que quien intenta asir su contenido se topa con la infinitud que, ni corta ni perezosa, se le escapa como arena entre los dedos. Es, pues, inabarcable. Por más que "encoquemos" las manos, como para formar una vasija, solo podemos recoger una nimiedad de la duna. Esto se debe a la proliferación de interpretaciones que detona zambullirse en el universo simbólico recreado por un clásico. En estos casos, el hermeneuta se deleita en grado sumo, pues, en el esfuerzo de comprender, atraviesa fronteras y fronteras, cual trotamundos del sentido.
Todo puede ser leído y, en efecto, gozar de la contextura espiritual de texto, por lo que, así como es dable hablar de libros de arena, también podemos hablar de películas de arena. Una de ellas se titula Los reyes del mundo (2022), de la directora colombiana Laura Mora, inscrita en el género de película de carretera y, más ampliamente, en la tradición del cine social.
Contar historias: ese es el poder de artes como el cine. Cuando se cuentan historias, muchos se congregan en torno al narrador, que emula al fuego, cuyo verdadero atributo es el de unir espíritus alrededor de él. Ese ya es un problema práctico para el que quiere monopolizar la voz con el propósito de atomizar la tribu. Pero hay otro, de orden teórico, que además subyace al asunto práctico y que gravita sobre una pregunta: ¿cuáles historias son las que se cuentan? Pues las historias transmiten ideas y las ideas afectan la manera en la que actuamos, en particular, las formas de socialización, de construcción de la personalidad y del quehacer colectivo1.
Resulta que muchas películas, en las primeras décadas del siglo XX, comenzaron a dar protagonismo a contenidos críticos del sistema de valores, de la religión, la sexualidad, las instituciones dominantes o las relaciones sociales, por lo que la cámara se convirtió en una observadora aguda, entrometida, que, poco a poco, penetró los espacios íntimo, público y político, para llevar a experiencia audiovisual el tabú y el secreto, la murmuración y el miedo, el deseo y la opresión. La gente empobrecida, mancillada, acorralada y silenciada se sintió atraída por estas otras historias, que hacían del cine una experiencia que trascendía su empresa inicial: entretener2.
Aunque no se puede generalizar. El fascismo, de hecho, dependió de rituales colectivos como títulos, uniformes, manifestaciones, marchas, mítines y, en especial, de medios masivos como la radio y las películas. En efecto, para los marxistas, mientras en Rusia, Francia y Gran Bretaña las películas rusas3 y los documentales realistas resultaban críticos, los intelectuales alemanes veían con preocupación que los medios masivos -sobre todo el cine- reforzaban el cultivo de la semilla del odio y del dominio total. En esta línea, el escritor, periodista y teórico del cine alemán Siegfried Kracauer señaló que el fascismo incipiente (leyendas arias y fantasías sobre diferentes aspectos sexuales, figuras autoritarias, fatalismo...) saturó muchas películas alemanas desde 1919 y reafirmó la idea de que el fascismo era mucho más que un sistema político: era también una especie de mito y de simbolismo ideal que inoculaba un concepto de la vida y una noción de personalidad. Tales aspectos no fueron ajenos al cine, ventana a la psicología colectiva.
Pues bien, frente al cine de impronta crítica y emancipadora fue que se prendieron las alarmas de los círculos oficiales de información: "Peligro, peligro", afirmaban, dado que una nueva voz estaba confrontando o relativizando lo dicho por los lugares de enunciación tradicionales de normalización, estandarización y control social. El cine -este cine- fue puesto entre ojos, así como alguna vez les ocurrió a los cafés, a los bistrós, a las tabernas, a la literatura, al teatro, al vodevil.
El cine social se convertía en pasatiempo de muchos y, puesto que el ocio anima la entrega creativa, la vida contemplativa, la reflexión, la sospecha y el humor, los imaginarios y los hábitos amenazaban con subvertirse poéticamente, por lo que la cámara pasó a encarnar una presencia no grata para los acaparadores de la historia única, que veían cómo el problema teórico-práctico tomaba cuerpo en una cuestión de refundación de los modos de pensar e interactuar. La cámara les había robado el fuego, como Prometeo al poderoso Zeus. Pero, además, ese fuego parecía tener una usanza no deseada: orientar, clarificar y enardecer los ánimos. Fue allí cuando el cine mostró su plasticidad para encarnar una fuerza fílmica que, en acto o potencia, empuja a la sociedad a la acción.
¿Qué decimos, pues, con la expresión "cine social"? El arte audiovisual prometeico, que quema sin hacer daño, que es metáfora del devenir, de la contradicción, que propicia una subversión que resplandece y abriga, que une y vigoriza. La antorcha metamorfoseada en pantalla luminosa: eso decimos cuando decimos "cine social". ¿Cuál será el apagafuegos del enemigo de la pluralidad de historias? ¡La censura!
Aunque Los reyes del mundo es un filme reciente, ya se puede avizorar que será un clásico, una película de culto entre los amantes del cine memoria, del cine revolucionario independiente, del cine cicatriz y catarsis, del cine social.
Se trata de una experiencia estética que nos adentra en un viaje onírico, surreal, que entremezcla pureza y barbarie, esperanza y desgarro. La presencia de actores naturales y la perspectiva de género le dan aún más verosimilitud y hondura. Es, entrañablemente, una poética del desamparo, cuyo torrente simbólico dispara senda constelación de lecturas sobre la amistad, la intemperie, la violencia, el posconflicto, las asimetrías de la vida urbana y rural, las ambiciones del capital y la lujuria extractivista, las drogas, la traición, la esperanza, la desventura, la causa palestina, ¡la resistencia!.
Este artículo tiene como propósito ahondar en algunas de ellas, con la convicción de que la película, en sí misma, plantea una genuina interpretación sobre el drama acaecido por el acaparamiento y la usurpación de la tierra, nuez del conflicto armado colombiano, e involucra la fuerza de lo onírico -que no desdibuja, sino que ensancha y da profundidad al registro realista- junto con el principio esperanza que anida en la puesta surrealista, más concretamente, romántico-revolucionaria.
"Incomodarnos", sentirnos interpelados, tomar conciencia colectiva. son experiencias constitutivas del despliegue de emociones políticas actuantes. He ahí el valor del cine social. En particular, la película se ambienta en un momento de coyuntura: las secuelas de la violencia, las grietas del posconflicto y los desafíos de la restitución de tierras, en el marco de la Ley 1448 de 2011, a propósito de la tensión entre validez y facticidad, texto y contexto, escritorios y territorios, entre la promesa jurídica de poder retornar a casa y el ultimátum de la violencia paraestatal supérstite, que mata, viola, tortura, desaparece, amenaza o aterra al que lo intenta.
Estamos, pues, ante una película-denuncia, al tiempo que un filme de formación sentimental, forjamiento de criterio transicional y madurez del juicio que, desde los ojos de las víctimas, en especial de una de desplazamiento forzado, nos revela el tormento de ser un rey sin reino, un ciudadano sin derechos, una persona despojada de dignidad que, pese a todo, se asume como litigante obsesivo, animado por el consuelo de haber dado sentido a la vida por medio de la amistad, cordón umbilical con un imperio invisible: la utopía posible.
Intemperie
Sin una casa que habitar, no hay morada íntima en la que guarecerse. El despojado de casa está, a la vez, doblemente destejado: llueve sobre él y dentro de él, en la medida que tiene la condición de paria y autoexiliado. Si es un extranjero para sí mismo es porque, sin la experiencia de aprender a habitar la casa, como enseñó Gastón Bachelard (1975/1957), no es dable aprender a habitar el mundo interno; no en vano los espacios de la casa están en nosotros como nosotros en cada uno de ellos. Poco tiene esto que ver con la arquitectura o la geometría; más allá de las estructuras, la casa evoca el vientre materno, nido entrañable. En este orden de ideas, la experiencia del náufrago no es del todo disímil a la del huérfano.
La casa es el lugar-no lugar, el espacio que murmura los tiempos vividos y el tiempo que nos reconcilia con la memoria afectiva, y nos da sensación de raíz. No hay, pues, mayor desamparo que el saberse desprovisto de techo y, si esto es así, no hay injusticia peor en el mundo que la que padece el pueblo palestino: los eternos despojados de casa común.
Los derechos son campos de lucha. Palestina ha resistido y reivindica la dignidad, por medio del derecho natural a la rebeldía, pero la alianza imperialista está empeñada en perpetuar uno de los mayores vejámenes de la historia, con el pretexto de que Israel es el heredero de la tierra prometida. No obstante, la metáfora dista de la realidad: la imagen de la tierra de leche y miel es eclipsada por la crónica de la tierra robada, la tierra despojada, los hijos sin madre, los palestinos sin casa.
Muchos viven, a su manera, el drama palestino, que encarna, ante todo, el desprendimiento vital, la escisión entre pies y tierra. Sin suelo que pisar, el desenlace es igual al de la flor arrancada... El territorio de Cisjordania, junto con la Franja de Gaza: eso reclama el pueblo palestino. Una parcela en una zona rural inhóspita, heredada por su abuela: eso reclama Rá, el protagonista de la película Los reyes del mundo.
Rá, cuando piensa en tierra piensa en casa común. Añora un regazo para él y para los suyos, sin los cuales no concibe la vida. Tener un techo distinto al de sus amigos es, a su juicio, otra forma de vivir al descampado, con lo que reivindica la idea de que el esplendor del yo no es posible sino en comunidad.
Su "drama palestino" tiene singularidades entrañables. Para empezar, Rá es hijo de la intemperie. Nació en las calles, por lo que la experiencia de ciudad es semejante a la de cárcel: preso del hambre, de la precariedad, de las enfermedades e inclemencias del clima, de la desolación. La ciudad se metamorfosea en prisión al aire libre. La libertad de movimiento es un mero espejismo. El hijo de la penuria constituye otra metáfora del encadenado.
La calle puede llegar a ser voraz en grado sumo, al engullir la bondad y dejar el alma raquítica; por eso, la apetencia afectiva deriva muchas veces en violencia, mecanismo de defensa y supervivencia ante un mundo despojado de beldad y justicia, en el que prevalece la idea decimonónica de relacionar propiedad con ciudadanía, de manera que la ausencia de capacidad adquisitiva de dominio se traduce en desmedro de la dignidad. La ciudad, así pues, se bifurca en formal e informal. En la primera hay derechos; en la segunda, desprecio y carencia. Pasada la frontera invisible viven Rá y otros cientos de miles como él, donde el consumo de drogas o el aprender a usar con audacia armas de toda índole forman parte del trivium y quadrivium del pensum de los menesterosos.
Comunidad
En medio del pantano de asfalto germinan lirios y astromelias que conforman un jardín de amistad civil y, más aún, hermandades no sanguíneas, familias escogidas, árboles genealógicos sin tronco común. La amistad, encumbrada desde Sócrates hasta Nietzsche, es un genuino modo de experimentar el amor y la libertad. En ella, el vínculo no es como el de los hermanos, dado por naturaleza y amparado por la ley, y aun así perder a un amigo supone un dolor tan hondo como el de Antígona al ver el cadáver insepulto de Polinices (llamativa contradicción).
La amistad, a diferencia del amor erótico, en línea con Montaigne (1912/2003), aunque también aviva el fuego, implica un enardecimiento diferente: si en el primero es intenso, incluso violento o temerario, en el segundo es moderado, armónico, calmo; si en aquel el zenit del fuego es focalizado, en este se expande democráticamente. Y más allá, si en aquel, de tanto que irradia puede quemar, en la amistad, pese a que la llama no sea altiva o fulgurante, guía y, sobre todo, abriga, tanto que podemos "meter las manos al fuego" por nuestro amigo y salir indemnes. He ahí otra contradicción.
¿Qué decir de la durabilidad de la llama? Si entre amantes, dado el culto a los cuerpos, con el clímax fenece o se apacigua, en la amistad, el goce del otro nunca atempera ni deviene en bruma. Es un deseo sin eros, pero hay encuentro de almas; no obstante, a diferencia de aquel, que es fugaz y se marchita, el deleite amistoso no se extingue ni se apaga.
De la amistad es propio desear el bien del otro, sentir sus victorias como de uno mismo, condolerse ante su cruz; reconocerse en él, por ser prolongación de mi existencia en la misma medida que yo soy recipiente de su alma, de modo que, si mientras caminamos proyectamos dos sombras, más allá de esa apariencia somos unidad esencial. Y aunque entre él y yo nos completamos, no se anulan las singularidades. No obstante, pese a que uno sea lirio y el otro, astromelia, conformamos un jardín de amistad civil. Una contradicción más que representa una simbiosis de dos almas.
La amistad es una catedral laica en la que se pregona un único sacramento, un credo, una fe: la lealtad. Por su parte, no hay mayor sacrilegio que la traición, cuyo destino poético es bien conocido: el noveno círculo del infierno dantesco. Las contradicciones no cesan: la amistad es constante, aunque intermitente, pues pese a ser incondicional, no necesita frecuencia, palabras de Borges. Sin encuentros más o menos periódicos, el eros se agota y da paso a la ansiedad y a otros tantos demonios internos. En la amistad, el silencio no es incómodo: es otra forma de hablar, de decírselo todo. Como en la música, los silencios forman parte de la composición, del adagio.
La amistad es, en este orden de ideas, una casa de contradicciones entrañables, síntesis de paradojas que conforman una lógica sui géneris en la que, independiente del contenido de las premisas, la conclusión siempre será la misma: "Entonces, así no tengamos corona, juntos conformamos el más bello y poderoso reino".
Incluido Rá eran cinco reyes, entre los que no faltaría el sucesor de Claudio: la ambición será su perdición y desenlace.
Odisea
Una mañana cualquiera, Rá, Nano, Sere y Winny llegan a una pensión que les es familiar. La encargada le entrega a Rá una carta que lee en voz alta:
El Juzgado 12 Civil del Circuito, mediante providencia 252, accedió al derecho de restitución de tierra de la víctima de desplazamiento forzado Gilma Ledesma. Por medio de la presente, le informamos al señor Brayan Andrés Villegas Ledesma, como representante de la demandante, acercarse a la Oficina de Restitución de Tierras, seccional Bajo Cauca, con los documentos para dar inicio a la entrega del lote radicado bajo el numeral 351, ubicado en Nechí, cumpliendo con la Ley 1448, de Víctimas y Restitución de Tierras, tras los acuerdos de paz.
El llamado a la aventura ha sido escuchado. Rá irá en busca de la tierra prometida, en compañía de sus amigos. Cuenta con las viejas escrituras y una foto de la casita de la que su abuela fue desplazada. En la noche, justo antes de iniciar la travesía, se topan con Culebro, el quinto rey.
Comienza el viaje de carretera por el Bajo Cauca antioqueño. Dos de ellos, montados en bicicletas rústicas, amarran un par de sogas al remolque de una tractomula que les da un aventón a lo largo de varios kilómetros. Los otros tres reyes, entretanto, bailan alborozados en el remolque, mientras blanden sus machetes, en una suerte de danza frenética del acero.
De repente, los que van en bicicleta descienden a toda velocidad por la carretera. El humo de los cigarrillos de marihuana los eleva, en tanto la adrenalina de la pendiente que recorren en caída libre les recuerda que son hijos de la tierra, aunque hayan sido expulsados del mundo. La gravedad es más que un fenómeno natural, en este caso: es una experiencia fenomenológica que les restituye su humanidad extraviada. Desde niños debieron ser adultos. Buscar recuperar la alegría perdida al sucumbir ante la diversión extrema es un ajuste de cuentas con la vida, aunque, irónicamente, sea también un cortejo a la muerte.
En otras ocasiones, los cinco reyes caminan y se adentran en la maraña de la selva, mientras descubren las leyes de la naturaleza, que contrastan con las del asfalto. El caótico ruido urbano al que están acostumbrados le da paso a la voz circunspecta de la ruralidad, al tiempo que el cemento gris de Medellín es relevado por el verde de monumentales cordilleras. La naturaleza es una maestra singular: nos enseña sobre nosotros mismos desde el entorno. Las fotografías del afuera, que tomamos al abrir y cerrar los párpados, capturan nuestros adentros, con lo que lo divino se trenza con lo humano, mientras todos nuestros sentidos, desde el olfato hasta el tacto, se zambullen dentro de una espesura mágica que nos permite atisbar meditaciones profundas, de modo que el viaje por carretera es, ante todo, un viaje sentipensante a bordo de nosotros mismos, en el que coinciden lo orgánico, lo físico y lo metafísico; la naturaleza, los miedos y la búsqueda de una raíz espiritual.
Hacen una primera parada en busca de galguearías y gaseosa, pero el tendero no determina a Rá. Quizá, de tan ignorado que ha sido en las calles, terminó siendo invisible para algunas personas. No dirigirle la palabra a alguien es negarle cualquier asomo de humanidad. Cae la lluvia y la noche. Mientras caminan rompen las farolas de los postes. La vía queda oscura, como sus pensamientos.
En la expedición hacia la tierra prometida, se topan con otros desterrados del mundo que, al reconocerlos como oriundos de su ethos de la bruma, les brindan ayuda y un trato amable. Esto ocurre cuando cae la segunda noche y buscan cobijo, tras haber caminado mucho, inhalado pegante y aguantado hambre.
Ven una casa a lo lejos, que resulta ser un burdel. Al ingresar encuentran un hombre al piano, que interpreta tétricas notas. Las prostitutas, todas, son mujeres de avanzada edad. El ambiente encarna una psicodelia mohína, que entremezcla vicios, nostalgia, vacío. En una escena que parece heredera de la estética lyncheana, por la maestría con la que se distorsiona lo cotidiano, las prostitutas y el burdel se transfiguran. Tratan a los muchachos como los hijos que quizá perdieron o se marcharon y ellos a ellas, como las madres que nunca tuvieron. Al compás del desafinado piano, se abrazan y bailan en pareja, en una suerte de vals de la penuria. El burdel ha mutado en orfanato. Lo que ellos buscan desesperadamente les es dado, provisionalmente: un techo, una casa.
A la mañana siguiente, se bañan y divierten en la alberca, mientras las anfitrionas de la noche les preparan un desayuno caliente. Un cliente que tiene la fama de problemático clava su mirada de lince en Nano, para trabar contacto. Apenas esto ocurre, le pregunta: "¿Qué te pasa, negro hijueputa?". El resto respalda a su amigo, que permanece tranquilo y en silencio.
Entrada la tarde hacen un alto en la carretera, cubierta de neblina. Sentados en el guardarraíl consumen Rohypnol. Rá, en flujo de conciencia, piensa: "En el mundo perfecto mío, el que no quiera, no existe". Poco después caminan por la carretera desolada. Rá, en su alucinación-ensoñación libertaria, ve un caballo blanco, que evoca fantásticos elementos extraños, como los conejos del famoso cuento "Carta a una señorita en París", de Cortázar (2008), los cuales provocan una proliferación de interpretaciones.
Sentados ahora al borde de la carretera, que despunta el precipicio, son sorprendidos por unos hombres de sombrero, con la misma estampa del cliente problemático (ruana, sombrero y botas), quienes, tras arrojar sus bicicletas al abismo, a punta de empellones y forcejeos, los introducen en un camión. La cámara no les enfoca los rostros. Encarna el temor generalizado de las víctimas de no ver a los ojos al agresor, con lo que, metaficcionalmente, teme ser apagada; si ella deja de ver, nos quedamos sin el ojo de la rendija. Que no llevaran capuchas dice mucho. Les da igual si los rehenes los reconocen. Sus rostros, creen ellos, son los últimos que verán.
Los insultos no faltan. Luego de varias horas de viaje, mientras van por una calzada sin pavimentar, los captores se cruzan con un sacerdote, al que saludan. "Buenas noches, don Santiago", dice el padre antes de darles la bendición. Los muchachos permanecen inmóviles. Las pastillas los han aletargado y el terror ha sellado sus bocas. Apenas se miran.
Los confinan en un cuartucho. Se oyen voces por radio. Uno de los captores afirma que tienen a cinco. Abren las puertas y les aseguran que los va a "pelar" de uno en uno. Se llevan a Nano. Los otros cuatro reyes logran escapar al bosque. Culebro culpa a Rá de lo sucedido y le dice que estaban mejor en la ciudad.
La custodia de los papeles fue confiada a Winny, el menor del grupo. Aunque niño aún, ha cultivado carácter y templanza, y la calle, que es una maestra drástica, le ha enseñado una regla de oro: "Obra de tal modo que tú y tus amigos conformen un reino invaluable". Winny le confiesa a Rá que, en el barullo, se le cayeron los papeles. Rá se regresa y, como si la naturaleza estuviera de su lado, encuentra las escrituras y la foto por corazonada. Los perros de caza ladran y siguen sus huellas. Exhaustos, intentan conciliar el sueño al descampado, en una cuna empedrada, en la que Rá llora en silencio viendo la foto de la casita de su abuela.
Cuando los demás duermen, Culebro esculca las pertenencias de Winny, roba la comida y emprende camino. Horas más tarde, de nuevo en la carretera, Rá, Sere y Winny siguen a un anciano que va acompañado de una noble jauría. Llegan al frente de su casa, rodeada por un inmenso lodazal.
Profecía
El viejo entra y, segundos más tarde, los invita a seguir. Una bebida caliente no estaría mal. Los gestos lo dicen todo. Sin pronunciar palabra, él les brinda una. La casa tiene goteras por doquier. Cuando llueve cae más agua adentro que afuera. En todo caso, otra vez, un desterrado acoge a los reyes y les ofrece su techo para que pasen la noche. Los marginados del mundo, los ninguneados, los sin nada ofrecen todo y, hastiados del desprecio, obsequian lo que no han recibido: palabra y tejado.
¿El viejo vive en precarias condiciones o con lo necesario y, cual hijo de otra época, hizo de la autosuficiencia la máxima del buen vivir? Los espejismos de la ciudad nos descrestan. Entretanto, nos privamos de las normas de la naturaleza universal, el único gobierno justo. El ermitaño, en compenetración con la naturaleza, halla el camino de la iluminación, de la sabiduría telúrica. Dedicado a la vida contemplativa y no a las entelequias de la vida productiva descubre nuevas maneras de habitar el mundo, dialogar consigo mismo y hallar presencias en las ausencias que, en medio de los silencios, dicen mucho y enseñan el doble. El viejo, como eremita que es, se encuentra en hibernación permanente, sin contacto con el invierno de las soledades urbanas.
Y atención, que vemos la fachada de la casa, pero no su arquitectura invisible. El césped que se mueve da cuenta de la brisa. La casa, en pie, revela una fuerza raizal. Es más, si una tormenta huracanada arremetiera contra ella, esta se aferraría a la tierra como el nido a la rama. El viento soplaría muy fuerte y amenazaría con deslomarla, pero seguiría en pie. ¿Por qué? Porque los echados a su suerte tienen una muy particular manera de relacionarse con la poética de los espacios. En vez de construir para luego habitar, como ocurre ordinariamente en las ciudades, primero habitan la intemperie y luego construyen su morada. En ellos coincide el ingenio del diseñador y la templanza del que solo tiene su fuerza de trabajo: son arquitectos y obreros de su nido, como el pájaro hacedor, por lo que el tejado, las paredes y el suelo son prolongación de su alma, como el nido lo es de la rama y la rama, del árbol. Una fuerza extraordinaria siempre ampara el vínculo entre el creador y lo creado. Para que caiga el nido debe ser derrumbado el árbol.
La relación entre las palabras y las cosas es convencional, a diferencia de lo que sostuvo Crátilo. Es, incluso, arbitraria. El discurso es un campo de lucha y quienes se han hecho con el poder para definir, etiquetar, enunciar han marcado el destino de pueblos y culturas. El que nombra domina: "Lo nuestro es religión, lo de ustedes, santería; lo nuestro es filosofía, lo de ustedes, superstición; lo de nosotros es civilización, lo de ustedes, barbarie". Cuánta injusticia esconden las palabras. La monopolización del discurso alimentó un imaginario oficial delirante que, al tomar cuerpo, derivó en el mayor genocidio de la historia.
Con la palabra "loco", en otras escalas, ha ocurrido lo mismo. Su contenido se ha llenado con la idea de que el loco padece ora una enfermedad del alma, ora una enfermedad mental. La locura es lo opuesto de la cordura y, en efecto, los que carecen de "luces" han de estar internados en asilos; los cuerdos, en cambio, son los llamados a recorrer las calles con libertad.
El rótulo de "loco" se entrelaza con otras simbologías, como las maneras de vivir. Quien se sale del molde y rehúsa los códigos de vestimenta autorizados culturalmente es culpable de algo... ¿De qué? Quizá de locura. "He ahí un loco", dicen muchos con dedo inquisidor, para señalar a quien no cuenta con más pertenencias que un manto, un zurrón, un báculo y un cuenco. Así vestía, sin embargo, Diógenes de Sinope, una de las mentes más lúcidas de la humanidad. Y harapiento también anda el viejo que habla con Rá, que hemos de llamar Diógenes Montuno. Cuando Rá, a la mañana siguiente, a las afueras de la casa, le pregunta por qué a él no le joden la vida, su interlocutor contesta: "Porque creen que estoy loco". Curiosa manera de referirse a un portador de sabiduría.
El sol luce majestuoso. Así debió mostrársele a Ícaro, que fue seducido por el astro rey. La vista es imponente, gracias a una cordillera que, de paso, atestigua una charla que por un momento pone patas arriba la paideia griega: el muchacho muta en sabio y el viejo, en aprendiz.
—¿Para dónde van?
—Vamos para Nechí. Vamos a reclamar una tierrita de donde sacaron a mi abuela hace mucho.
—¿Vos cargás con esos muchachos como si fueran hijos tuyos? —Sí, obvio. Ellos son mi
familia, ¿sí pilla? Ellos no tienen a nadie. Yo tampoco. Estamos solos todos.
Solo entre nosotros nos acompañamos y... ¿pilla? Yo solo los quiero llevar a una parte
donde estemos bien, que no nos haga falta nada. Y no recibamos maltratos ni
humillaciones ni desprecio de nadie. Que cada
quien haga lo que quiera. Y luchar por lo de nosotros. Eso es lo único que
quiero yo.
Rá: profeta de la utopía. Vaticina libertad e igualdad para su "pueblo irredento". Más tarde, mientras se bañan en el río, viene un nuevo delirio controlado: ven a su viejo amigo Nano, junto con otras personas, adentrándose en el bosque como almas en pena o, mejor, como cuerpos sin alma. Marionetas cuyos hilos son movidos; por eso van con paso autómata y mirada gacha. Se pierden en la espesura, como una milicia fantasmal. Se oyen voces fuera de campo:
[Hombre] Dicen que el agua es la sangre del mundo. Ahora llueve y, con sus lágrimas, baña la tierra.
[Nano] Y con mi sangre baño la tierra.
[Hombre y Rá] El caudal que se ha formado inunda este valle, llevándose la memoria de mis abuelos. Los suyos. Los de ellos. [Rá] Los nuestros.
[Hombre] Y el mar, ansioso, espera.
[Rá susura] El mar ansioso me espera. Shhh... Ya no existe puerto alguno.
Horas después, los perros avisan sobre la llegada de alguien. El viejo se dirige a la puerta. Es Culebro, el quinto rey. El anfitrión le brinda agua. Los demás visitantes refunfuñan, pero no bregan ni presionan para que se vaya. La amistad no sabe de rencores. Ya en el diálogo "Lisis", de Platón, figura la pregunta: ¿quién en una amistad es amigo de quien: el amado del amante o el amante del amado? ¿Se puede amar a alguien que no nos ama? Ese es el caso de los cuatro reyes hacia el quinto... (De Azcárate, 1871).
Se despiden del viejo y se embarcan en una chalupa que los adentra en el bosque por el río. El caballo blanco reaparece bosque adentro. Y, aunque no van tras la huella de Kurtz, se sumergen en un corazón de las tinieblas.
Felonía
El bosque es una contextura espiritual que, dada su dualidad poética, suscita fascinación profunda, en cuanto locus amoenus y locus horridus. Evoca una espacialidad bucólica, paradisíaca, tranquila, de reconciliación entre lo divino y lo humano. Pero es también laberinto arbóreo que nos invita a ingresar en él hasta perder noción de retorno o encontrar la locura. El bosque tiene sus propias sirenas, sus propios encantos. Es, ciertamente, el mar que Ulises tenía ante él, salvo que hecho espesura mágica.
Cultiva la bondad así como la vileza y puede dejar miguitas de pan que logren seducir a sus caminantes a recorrer el sendero de la ambición, de la perfidia, del nihilismo. Este fue el caso de Culebro, que en la boscosa noche quiso repetir el procedimiento de la vez pasada, pero cambió de objetivo. Mientras los demás dormían buscó hacerse ya no con la comida, sino con las escrituras de la propiedad, por lo que no afrentó las barrigas de los tres reyes famélicos, como sí su alimento espiritual: el relato, el mito, la utopía.
Winny, esta vez alerta, con el sueño ligero como el del gato, evitó la felonía del ratón, que fue descubierto con las manos en la masa. Ante los gritos, Rá y Sere se incorporaron súbitamente. Comienza el altercado alrededor de una fogata. Culebro saca su as bajo la manga: un arma blanca que usa con maestría. En la contienda se observa una asimetría nostálgica, pues se enfrentan dos contexturas opuestas: una elevada y otra rastrera, encarnadas en una ética de la amistad y un narcisismo utilitario. Rá quiere desarmar a su amigo; Culebro quiere matarlo. Tras una breve reyerta, ambos caen al suelo. Rá se levanta. Su contendiente no se mueve. Gira el cuerpo de Culebro, que está bocabajo. La hoja del cuchillo penetró su vientre.
El duelo empuja a Rá a una fase de duelo. El dolor por la pérdida de un amigo se lleva por siempre, como una cruz a cuestas, enluta la sonrisa y colma la vida de crisantemos.
Absurdo
La bruma se hará aún mayor. A una aflicción profunda se sumará otra, que nos llevará a preguntarnos ¿qué más, si no la utopía, nos mantiene en pie? Ra, que evoca el nombre del dios del sol en la mitología egipcia, sentirá que su designio se eclipsa; Rá, que tenía fe en el Gobierno, verá cómo se desdibuja la promesa en la práctica; Rá, que ya lidiaba con el duelo por la muerte de su amigo, lucharía con la pena de creer que no podría darles un techo a sus amigos vivos; Rá, que ya era un rey sin corona, ahora se sentiría como profeta sin presagio y, aunque no leía muy bien, habría querido ser sordo para no escuchar lo que le dijeron en la oficina de Nechí:
—Pero las cosas no son tan fáciles.
—¿Cómo así? ¿Por qué?
—Resulta que ese fallo fue apelado. Digamos técnicamente que esa tierra es suya, pero sobre esos predios hay una cantidad de demandas. Entonces, lo que pasa es que hay que volver a juicio. Mi sugerencia es que trate de conseguir un abogado. Un acompañamiento legal. Básicamente, es como si el proceso volviera a empezar de cero.
Rá se topa así con tres antagónicos insospechados: los papeles de oficina, la automatización de la existencia y el sinsentido circular; esto es, con la burocracia, la antipatía y la paradoja de moverse y no moverse.
Kafka, en una conversación con Gustav Janouch (1969), afirmó que "las cadenas de la atormentada humanidad están hechas de papel de oficina" (p. 172). Se trata de una denuncia poética sobre el culto a la tramitología boyante, que ralentiza lo "importante", cuando no lo infantiliza, bajo las naguas de una fila interminable de requisitos "urgentes" que, simbólicamente, traducen un acto de pleitesía a la trivialidad. Pues bien, esos papeles de oficina, que impiden el buen curso de los procedimientos, en el ámbito judicial provocan un abismo entre Constitución y judicatura, dado el menoscabo que sufren los derechos por la institucionalización de un quehacer cositero-maniaco-hiperfor-malista que, visto a gran escala, deviene en la anulación de la tutela judicial efectiva, esto es, en el triunfo de una maquinaria paquidérmica que, irónicamente, ataca lo que debería preconizar por mandato del poder constituyente. Rá fue víctima de papeles de oficina.
La genuflexión ante el papeleo forma parte de algo más grande: la automatización de la existencia, que permea la estructura básica de la sociedad de cabo a rabo, desde el Capitolio hasta el Poder Judicial. La funcionaria de oficina, quien sigue a rajatabla el guion tramitológico (que es, a decir verdad, traumatológico), ni siquiera se ruboriza cuando le dice lo que le dice a Rá.
Estamos, pues, en presencia de un individuo funcional al sistema al que pertenece, pero que, en el ejercicio de su trabajo, no emite reflexión alguna sobre los actos que comete ni sobre sus consecuencias; cumplir metas y acatar órdenes es su objetivo, con lo que se le da paso a una perversión vergonzante: la metamorfosis de ser humano preocupado por ser buena persona en sujeto-máquina, ocupado en ser buen trabajador. Esto, a corto plazo, supone la pérdida de la capacidad para distinguir entre lo bueno y lo malo, lo bello y lo feo. Ocurre, entonces, el desprendimiento de todo lo humano.
A eso nos empuja el acorralamiento de la ética: a la burocratización de la existencia, a hacerle calle de honor a la tramitología y a no condolerse por la desgracia del otro, dado que el individuo-máquina no siente, solo piensa de modo técnico-instrumental. Esto es patente en la falta de empatía por parte de la funcionaria hacia el dolor y la desventura de Rá, pues la burocracia busca refrenar el reinado razonable de las emociones para dar paso a la racionalidad econométrica, a la razón instrumental. Rá fue víctima de la automatización de la existencia.
Se camina para avanzar. Caminar para no moverse o, más aún, caminar hacia adelante, pero sorprenderse atrás del punto de partida es, cuando menos, una experiencia surrealista. Eso le pasa a Rá cuando, después de haber recorrido 346 kilómetros de carretera angosta, de Medellín a Nechí, se descubre, anímicamente, en el mismo lugar: la intemperie.
Si a una rosa le hablan, sus sépalos y pétalos crecen, se separan y dejan expuestos los estigmas y los estambres. La corola escucha, se abre. Algo así le ocurrió a Rá cuando un juez, mediante sentencia, ordenó la restitución de su tierra: floreció. Los dedos de sus pies apretaron la tierra y una sonrisa se dibujó en su rostro. Pero ese mismo gozo se marchitó pronto, cuando en la Oficina de Restitución de Tierras de Nechí le informaron que, a pesar de contar con los documentos que lo certifican como el único dueño de la propiedad heredada, no podían entregársela, ya que la tierra seguía en litigio porque la sentencia había sido apelada. Rá a duras penas logra leer, pero es un litigante innato que interpela con contundencia a la funcionaria y, más allá de ella, a la burocracia, que pareciera repleta de sujetos a los que les falta algo. ¿Alma?
Rá, como un Kohlhaas latinoamericano, alcanza a interiorizar de manera entrañable el hecho de estar amparado por el derecho. Si la ley no me defiende soy extranjero en mi propio hogar, debo vender mi casa e irme muy lejos; he ahí una lección del campesino y litigante obsesivo alemán, que concatena ley, país y casa (Von Kleist, 2007).
Una diferencia entre Kohlhaas y Rá es que el segundo no tenía techo, por lo que el derecho era algo que parecía suplir más cosas, al punto de trenzar un vínculo espiritual con su morada anímica. Cuando el ermitaño, al aire libre, le preguntó si en serio creía que el Gobierno le devolvería su tierra, Rá le contestó: "La verdad, sí. Yo tengo fe que sí". La ley le restituye una fe extraviada que, a la postre, le será arrebatada por el mismo derecho. El círculo se completa. Otra vez descosido del suelo. Rá es víctima del sinsentido circular.
Pese a todo, aún le queda algo en lo que se atrincheraría: la utopía. No obstante, hasta eso trata de bombardear el enemigo de los sueños diurnos, ya que quien ha sido despojado de futuro, pero reivindica la utopía, divisa nuevos horizontes que lo empujan a caminar. Y, en un mundo en el que todos corren en círculos, caminar hacia el horizonte es subversivo, divino, revolucionario.
Resiliencia
Si hay una poesía y narración sobria, lúcida hasta la náusea, es la de Bukowski. Esto se puede comprobar en toda su obra que, desde una arista de realismo sucio, reflexiona de manera prístina sobre temas marginales, los dota de protagonismo y descubre valores y virtudes insospechados en ellos. Si el maniqueísmo reduce todo a extremos, Bukowski (2006/1978) prefiere los grises. Sobre el alcohol afirmó:
Beber es algo emocional. Te sacude frente a la estandarización de la vida de todos los días, te lleva fuera de eso que es lo mismo siempre. Tira de tu cuerpo y de tu mente y los arroja contra la pared. Tengo la impresión de que beber es una forma de suicido en el cual se te permite regresar a la vida y comenzar de nuevo al día siguiente. Es como matarte a ti mismo y después renacer. Creo que hasta ahora he vivido diez o quince mil vidas [...].
Ese es el problema de beber, pensaba, mientras me servía un trago. Si algo malo pasa, bebes para intentar olvidar; si algo bueno pasa, bebes para celebrar; y si nada pasa, bebes para hacer que algo pase (p. 163).
Podría añadirse que, en un mundo delirante, la borrachera es un modo de cordura. Después de lo ocurrido en la Oficina de Restitución de Tierras de Nechí, Rá, Sere y Winny les roban a unos muchachos que departían cerca de un circo, van a una cantina a suicidarse por enésima vez (mientras intentaban olvidar), a sacudirse de la paradoja circular y, de todos modos, aunque no hay brindis, a celebrar la amistad y, con ella, la decisión de continuar su camino hacia la tierra prometida. Esto es, de seguir su propia ley, aunque no los ampare el derecho; de ser fieles a su idea sobre lo justo, así la administración de justicia sea impía con ellos. Hay, pues, dos apelaciones: la de la sentencia de primera instancia, que es pública, y la que hacen Rá, Winny y Sere sobre el derecho desde el tribunal de sus conciencias.
En el pueblo, tener expresión circunspecta no solo es señal de buenos modales, sino una invitación a no preguntar de más. El que recaba información cava su tumba. Casi nadie ríe. Han interiorizado el hastío como rasgo identitario y pauta de conducta. La parquedad ha sido culturizada y la alegría es una vulgarización insoportable. Ellos transgreden estos códigos en la cantina. Son culpables y su euforia (los cantos, saltos, abrazos colectivos y carcajadas) los delata, sumado al hecho de que tomaron trago de otras mesas. Unos gruñones les dan senda paliza a Rá y a Sere.
Resistencia
Una lectura de su drama palestino desde las emociones devela, en buena parte, una contienda entre amor y odio, flores y botas. El mundo los desprecia, pero ellos adoran la vida y, pese a que reciben dosis y dosis de vileza, responden con ternura, en una suerte de revolución de seda que da cuenta de la manera en la que la ley de acción y efecto se relativiza en la compleja condición humana. Pero ya está bueno. Ya no les queda de otra, salvo mostrar las espinas para afirmarse como rosas, para defenderse ante las yemas del odio.
Arruman llantas, palos, estacas y todo lo que se les cruza. Le echan gasolina y prenden fuego. ¡Asombroso! Han levantado una barricada flameante. ¿De qué se protegen? La gente de Nechí se ha armado hasta los dientes. A los reyes aquí ni siquiera los tratan como fantasmas, sino como terceto endemoniado; buscan expiar al pueblo de su presencia, hacer un exorcismo de la alegría y la esperanza. El espectáculo es ensordecedor y conmovedor al mismo tiempo. La estética del mal se toma la pantalla.
Como en el mundo antiguo y medieval, un guerrero destacado rompe filas y parece dirigirse al contendiente, como combatiente delegado: Sere, quien tiene un brazo en alto. El ejército contrario avanza, pero desde ya hemos de decir que aquí solo hay un grupo de valientes, pues el honor no admite tales disparidades en el campo de batalla. Es, pues, una exhibición de libertad la que aquí se hace. Ellos tres, como Héctor, no huyen, no retroceden, no se excusan; resisten. Están dispuestos a morir al enfrentar a un adversario que, para su infortunio, a diferencia de la épica griega, no podemos asemejar con el inmenso, bello y legendario Aquiles.
Vista esta escena en clave de afectos, se enfrentan la digna rabia y la ciega ira. La primera nos devuelve la humanidad extraviada, tras episodios incontables de enajenación profunda; la segunda termina de refundirnos en los recovecos de algo que no somos. La digna rabia está mediada por una razón doliente, lo que la hace emoción compleja. La ira ciega es simple, instintiva, mera pulsión, cuando no estado temporal de locura. Y ya que aquella es prima hermana de la empatía y del amor, mientras esta se agota en sí misma, hemos de decir que la digna rabia es una respuesta sentipensante al dominio abusivo de la violencia sosa, que se impone arbitrariamente a otros o se autoconsume, de forma que es, ante todo, emoción comunitaria, a diferencia de la ira, su doppelgãnger, que es eminentemente egoísta.
En consecuencia, en Nechí chocaron una suma de iras ciegas con una unidad de rabias acumuladas. Por último, la digna rabia, tras desplegarse democráticamente, deja sensación de orgullo, de emancipación; la ira ciega da tumbos y provoca arrepentimiento a granel, una vez cesa y llega la introspección o el juicio de la historia.
La digna rabia forma parte de un viaje afectivo, de un viaje de las pasiones del alma. Los tres reyes han pasado por orfandad e intemperie, desolación citadina, amistad barrial, esperanza de carretera, adrenalina que ancla y aletargamiento que eleva, rememoración huérfana, miedo ante la sevicia, agrietamiento por traición, duelo, desconsuelo burocrático, resiliencia bohemia, indignación y grima, acompañadas de catarsis y meditación en voz alta. Tras esto y más llega la digna rabia, precedida por una sentencia existencial: "Qué gonorrea de pueblo, manito" y un manifiesto:
—Nosotros declaramos que, a partir de este momento, todos los hombres seremos iguales. A partir de ahora, nadie tendrá más que nadie. Nadie será más que nadie. Todos correrán felices y salvajes. Qué fuerte soy porque lo digo vivo. Qué fuerte soy por tu odio.
Que la trinchera sea, a la vez, llamarada reivindica la idea de que el fuego es metáfora del devenir, enseñanza de Heráclito. La promesa de la resistencia flameante hecha barricada anuncia un arjé social restaurador, un clamor por carcomer la crueldad del mundo, en beneficio del nacimiento de algo nuevo, de algo en lo que, sea lo que sea, la vida no esté expuesta a emociones que amilanen los ánimos de vivir: la inclinación innata a existir y mejorar.
El fuego concilia la naturaleza y la cultura, lo divino y lo humano, por lo que, aquí, el acto de resistencia constituye poéticamente un clamor de no más dolor para esta caja de resonancias que se bate entre el mundo externo y el interno, entre lo sacro y lo mundano: el cuerpo. Los reyes han dormido en las calles y bajo la lluvia. Esa experiencia, que desmorona por dentro, es filtrada por la corporeidad, de manera que, aunque su pellejo esté marcado por varias heridas de guerra, las aflicciones más hondas no han cicatrizado. Que se garantice su tierra prometida es más que el hecho de tener un techo bajo el que dormir; es un armisticio con un cuerpo incesantemente atormentado y, por tanto, con la sábila de la vida, que reposa en el interior de este árbol andante llamado ser humano.
Sere se empapa de gasolina y dirige al fuego, lo que anuncia una revelación desgarradora: ya no le tiene miedo a la muerte, sino a la vida, pues parece una pesadilla interminable. ¿La trinchera muta en hoguera sacrificial y Sere opta por la inmolación salvífica? La atmósfera onírica se torna más intensa, al punto que podríamos preguntarnos si Sere murió esa noche o si todos lo hicieron, de modo que lo que sigue es la visión colectiva de su inmensidad íntima. Solo quedan puntos suspensivos.
Libertad
Los tres reyes reaparecen en el remolque de una tractomula. Están cada vez más cerca de la tierra prometida. Poco después, a pie, se adentran en el campo. Rá ve una casa. Los tres se acercan. Los recibe una viejecita. Rá le pregunta si sabe dónde queda la vereda La Sirga. Ella le pregunta qué hay allá. Rá le responde: "Mirá, hay esta tierrita" y le muestra la foto. Ella llama a su esposo, a su "mijo", quien les pregunta si esa no es la tierra de los Ledesma. Rá dice que sí, que esa es su familia, que es el nieto de doña Gilma. El viejo les dice que ya están cerca, pero que vayan con cuidado, pues esas tierras no son mansas como parecen. Rá aprovecha para preguntarle a la anciana si, aparte de su abuela, conoció a su mamá. Ella le dice que era muy buena gente, muy querida, de buena familia y que trataba con todo el mundo. El viejo les da las instrucciones finales y les da algo de comer:
—Muchachos, sigan por allí hasta que encuentren una cerca grande. Por ahí cruzan unos diez minutos. Van a encontrar unos palos caídos y, al frente de ese palo de mango, más adelante, está la tierra de su abuela. Y ahí al costado de un cerro.
Mientras transcurre la conversación, la cámara ingresa a la casa de los ancianos. ¡No es habitable! Todo está derruido o hecho trizas. ¡Los viejos están muertos! Rá habla con fantasmas, como le ocurre a Juan Preciado en Comala (Rulfo, 2016). El onirismo rulfeano nos sumerge en tiempos y espacios en los que la causalidad no reina. Los viejos se han aferrado anímicamente a su casa.
¿Por qué? Quizá porque corrieron la misma suerte que el resto y, si la casa es prolongación de la existencia, nunca se deja de estar en ella, sobremanera cuando media una salida forzada. En esos casos, el destechado se enraíza espiritualmente, con dientes y uñas. Pasa a morarla o, mejor, a penarla, ya que no halla consuelo más que vagando en sus rincones y recovecos.
Por fin encuentran la tierra prometida. Rá coteja la fotografía con lo que tiene frente a sus ojos. La foto es de una casa. Ante él solo hay un muro erguido. Aun así celebran. Su búsqueda es más que material y ese muro representa la respuesta a todo lo que el mundo ha intentado arrebatarles. El muro tiene una puerta. Rá entra por ella. Es un portal.
Helos ahí, con los ojos empapados, embriagados de alegría, saltando abrazados. Helos ahí, con los ojos empapados, embriagados de alegría, dejando que el rey dé paso al niño. Helos ahí, con los ojos empapados, embriagados de alegría, saboreando leche y miel. De pronto, se quitan sus camisetas y las amarran a un palo que clavan en la tierra. Han llevado a cabo, así, el rito de apropiación simbólica.
En ese momento reúnen, al menos, tres condiciones no necesariamente afines: son conquistadores, poetas y pájaros. Conquistadores de una tierra en la que buscan restituir valores perdidos, con lo que surge un oxímoron sui géneris: conquistadores-libertadores. El drama que viven es también clamor palestino: su casa común promete ser, en simultáneo, Estado independiente. De poetas tienen la capacidad de asombro y mirada de extrañeza, con la cual hacen visible lo invisible. Allí donde otros ven ruinas de una vieja casa, ellos reconocen un templo de dignidad. Son pájaros en cuanto hacedores de su nido.
La dicha dura poco. Perciben el ruido de varias máquinas. Suben un terreno escarpado. En seguida comprenden el motivo por el que la tierra sigue en litigio. Hay oro y quienes se han apoderado de ella hacen excavaciones para hacerse con los minerales.
No puede haber dos reyes en un mismo reino; así lo aludió Borges (1974) en "La parábola del palacio", y ahora mismo los hay: el rey sol, encarnado en Rá, y el oro, rey del ornato, en torno al cual muchos gravitan. Hay dos reyes; sí, dos. ¿Cuál prevalecerá?
Existen dos miradas clásicas sobre el rol del derecho frente al poder. La primera: el derecho cumple un papel civilizador, en la medida en que regula formas políticas y evita excesos de poder, en especial, del Ejecutivo. La segunda: el derecho preserva el statu quo por lo que, en línea con Trasímaco, la justicia no es otra cosa que la ley del más fuerte, del poderoso que, a su conveniencia, se vale de ella para obtener provecho del que obedece, de manera que el derecho no controla el poder, sino que el poderoso determina qué es el derecho.
La fuerza de lo implícito nos da a entender que, para Rá, el derecho cumple un papel civilizador. No obstante, padece la experiencia opuesta, la de la sumisión, complicidad o impotencia del derecho frente al poder. Eso es lo que, en el caso, indica su drama palestino: la maleabilidad de las formas jurídicas, pues la estructura las doblega; por tanto, se presentan en la vida social, con más frecuencia de la que se cree, maridajes entre legalidad y para-Estado, judicatura y corrupción, en favor del capital.
Sentirse repatriado por algo que luego es desterrado reivindica la sensación de ostracismo. Rá es víctima de esto que bien podríamos llamar el "acoquinamiento de sus gigantes"...
El capataz minero advierte su presencia. De inmediato, él y sus trabajadores, niños todos, rodean desde lo alto del cerro a Rá, Sere y Winny. Hay dos reyes, ¿cuál prevalecerá? Una vez bajan el terreno arriscado, los invasores carean a los "invasores". ¡Un momento! Entre las filas del capataz están Nano y Culebro. ¿Estamos ante una cuadrilla en pena?
Las ambiciones del capital y de la fiebre extractivista son ilimitadas, a diferencia de la vida humana y los recursos de la tierra. Sin embargo, en estos tiempos en los que la vida contemplativa constituye sacrilegio y la producción, una cuestión religiosa, es probable que las almas en pena lo sean, ya no por alguna deshonra a Dios, sino por tener deudas con la forma histórica adorada. Tótem de lo fútil. Los asesinos de los niños, que son sus mismos explotadores, no los dejarán descansar nunca. Prometeo encadenado representa un castigo abominable, pero el de estos niños no se queda atrás: producir per saecula saeculorum.
El capataz les exige que se vayan. Los insulta. Hace ademanes amenazantes. Desprende del suelo la bandera conquistadora. Rá vuelve a clavarla en el suelo. El capataz les dice que la tierra es del patrón. Ellos no chistan palabra, pero hacen caso omiso.
En "Biografía de Tadeo de Isidoro Cruz", Borges (1974) afirmó: "Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es" (p. 562). Rá, al buscar su casa, terminó encontrando algo que no buscaba: a sí mismo. Resulta que, a pesar de que casi toda su vida vivió en la ciudad, su identidad es campesina. Le bastó poner los pies en su terruño para enraizarse a él como el arado a la tierra.
Se gatilla un arma.
Suenan tres disparos…
Mujer
Como película de carretera que es, el argumento de Los reyes del mundo se desarrolla durante el viaje de Medellín a Nechí, municipio de Colombia ubicado en la subregión del Bajo Cauca y de la subregión de La Mojana. En lengua katía, "Nechí" significa "oro natural". Desde sus inicios, esta tierra ha sido objeto de explotación del mineral dorado. La desgracia se repite para los pueblos enfermos de geografía. Cuanto más ricos en recursos naturales, más miserables son. A Nechí se le conoce como el "Puerto de Oro de Antioquia".
El Bajo Cauca antioqueño, donde se ubica Nechí, ha sido zona de amplio control paramilitar. Entre pugnas por la gobernanza de facto del territorio, cientos de miles de campesinos fueron expulsados de sus tierras. Gilma y su nieto son dos de ellos que, así como el resto, sufrieron una metamorfosis escandalosa: de campesinos a desplazados y, según el caso, a jornaleros, a mendigos, a lumpenproletariado.
El Bajo Cauca tuvo un amo y señor. Sus acciones criminales se extendieron por Tarazá, Cáceres, El Bagre, Caucasia, Zaragoza y Nechí. No se movía la hoja de un árbol sin su autorización. Añoraba ser el capo más duro y por eso creó su propio ejército de la barbarie. De 1993 a 1998, este aumentó de 80 a 2800 hombres. Tuvo el espaldarazo del entonces gobernador de Antioquia, Álvaro Uribe Vélez.
Participó en masacres como las de La Granja y El Aro; en sus noches de juerga, tras horas de descabezar gente, mandaba a cerrar un bar que frecuentaba en la zona del Guaimaro. Junto con sus sicarios, se hacía con un puñado de mujeres acusadas de tener cercanía con la guerrilla. Se divertía cortándoles los pezones. Pasaba electricidad por sus muslos. Les ordenaba a sus esbirros que las violaran en masa, de la forma más salvaje posible. Si alguna se resistía, le introducían cocaína en la vagina, con tal de que aguantara las no menos de veinte violaciones que tendría ese día. Le fascinaban las quinceañeras. Después de todo, les pegaba un tiro en la cabeza.
Estamos hablando de Ramiro Vanoy Murillo, más conocido como Cuco Vanoy, a quien también llamaban el Patrón, mismo alias que usa el capataz frente a Rá, Sere y Winny. La herencia maldita de Vanoy, que aún tiene muchas propiedades en el país, son Los Caparrapos.
Es cierto que la trama del conflicto armado colombiano y sus consecuencias ha sido explorada en grado sumo por la pantalla grande; no obstante, el abordaje de la directora Laura Mora es inédito. Para empezar, el viaje que propone es disruptivo: de la comuna a la parcela. Y, aunque se anuncia una expedición por el Bajo Cauca antioqueño hacia una tierra heredada, este solo es un matiz.
El viaje es, ante todo, intimista. Al final, el protagonista descubre su identidad extraviada, de manera que, más allá de ser película de carretera (lo que la hace heredera del viaje iniciático y, por tanto, de la odisea homérica), está comprometida con la tradición del bildungsroman. En este viaje, espacialmente lineal, hay un constante zigzagueo identitario que, entre tensiones y distensiones, ayuda a esculpir el carácter y, de modo gradual, el reino psíquico de cada rey. Tal es el autodescubrimiento que propicia el viaje, que el héroe ya no puede regresar. A esto, los romanos le llamaron anagnórisis.
El viaje involucra contrastes entrañables: en el asfalto crecen flores; los que nada tienen lo dan todo; cuantas más pesadillas, más sueños diurnos; y, aunque el entorno los ha tratado con vileza, ellos no renuncian a la ternura. Con ello, de paso, la película adquiere más profundidad, al permitir no solo lecturas de clase y de raza, sino en clave de género, en la medida en que se desafía el estereotipo de masculinidad y la fórmula habitual: cuanto más duro me trata el mundo, más duro me vuelvo, más violento. Aquí, la masculinidad se niega a endurecer, a responder con crueldad.
La clave de género también está presente en el detrás de cámaras: el equipo técnico es protagonizado por mujeres y, por tanto, por una visión alterna sobre el conflicto y sus ecos. Históricamente, la perspectiva y las maneras de abordar el relato de la violencia en Colombia han sido monopolizadas, masculinizadas y, en efecto, empequeñecidas. Los reyes del mundo constituye, así, un largometraje que se integra a las luchas por el reconocimiento y la reivindicación del lenguaje, en concreto, de la voz, del tono y de la capacidad para crear simbologías de comprensión por medio del arte.
Una de las mujeres determinantes para la realización de esta película es, por ejemplo, Karel Solei, directora de reparto y preparadora de los actores. Su metodología es llamativa: en vez de hacer grandes y pomposas convocatorias, en compañía de su equipo, se adentra en las zonas donde cree que pueden aparecer los chicos que teatralmente ansía. En este caso, los actores naturales son Brahian Steven Acevedo (Winny), Cristian Camilo Mora (Culebro), Andrés Castañeda (Rá), Cristian Campaña (Nano) y Davison Flores (Sere). Laura Mora le facilitó materiales para la búsqueda, como fotos, datos y obsesiones literarias. Le dio también una palabra sobre la identidad que buscaba que reencarnara cada personaje: dignidad, rebeldía, justicia, mística, venganza. Karel recorrió una constelación de lugares y, al igual que Laura, sabía que encontraría parte de lo que buscaba en chicos que practicaran gravity bike, esto es, una materia prima, una fuerza anímica, un vitalismo que fundiera adrenalina y precipicio.
La película, en consecuencia, acudió a actores naturales, como el director de La vendedora de rosas (Gaviria, 1998) -basada tanto en el cuento "La pequeña cerillera", de Hans Christian Andersen, como en la vida de Mónica Rodríguez-, pero a diferencia de esta o de La virgen de los sicarios (Schroeder, 1999) -adaptación de la novela homónima de Fernando Vallejo-4, los personajes de Los reyes del mundo sí tienen esperanza y en gallada pueden hacerle zancadilla al infortunio; no están, como en los largometrajes aludidos, atrapados en callejones sin salida, acorralados por el sicariato, las drogas, las pandillas y el desconsuelo.
Karel Solei ya había trabajado con Laura Mora (2016) en su opera prima: Matar a Jesús, galardonada en el país con el premio Egeda, en el Festival Internacional de Cine de Cartagena de Indias de 2018, y cinco premios Macondo del mismo año, otorgados por la Academia Colombiana de Artes y Ciencias Cinematográficas. A escala internacional obtuvo, entre otros, el premio especial del jurado a la Mejor ópera prima, en el Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana en 2017; el premio Casa de Las Américas, en el Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana de 2017; el Roger Ebert Award, New Directors Competition, en el 53 Festival Internacional de Cine de Chicago de 2017; el premio Eroski de la Juventud, en el Festival de San Sebastián de 2017; el premio Wofest a mejor realizadora en el Festival de Cine Iberoamericano de Huelva de 2017; el premio Fipresci en el Festival Internacional de Cine de El Cairo de 2017.
La filmografía de Laura Mora es esencialmente urbana. De eso mucho hay, por ejemplo, en Matar a Jesús (película autobiográfica de Laura, cuyo padre fue asesinado en Medellín). No obstante, la selva la ha persuadido de entrar en ella y Laura ha correspondido el cortejo participando como codirectora en una producción que le da todo el protagonismo a la manigua: Frontera verde, miniserie colombiana, ambientada en clave de cine negro, género de potente hondura psicológica que imbuye al espectador en lugares que lo descolocan, pero lo hacen más consciente de sí.
En Los reyes del mundo, donde reina la imaginación y pululan preguntas, hay un retorno a la semilla, a la tierra, fuente de vida y espacialidad en pugna, pero también núcleo de muerte y violencia. Por este relato sobre la Colombia dual, sobre el país real y el formal, junto con las maneras de contarlo, la película ha obtenido, entre otros importantes galardones, la Concha de Oro, en la 70.a edición del Festival Internacional de Cine de San Sebastián, en 2022. Es el primer filme colombiano en obtener dicho reconocimiento, de clase A, como los festivales internacionales de Berlín, Cannes, Locarno y Venecia.
Colombia ha sido una plaza difícil para las directoras de cine. El séptimo arte ha sido históricamente masculinizado. En árida tierra, no obstante, también nacen lirios, que oponen resistencia y logran florecer, pese a la adversidad del entorno. Es el caso de directoras colombianas como María Camila Loboguerrero (1990), la primera mujer en el país en incursionar en el cine como directora de largometrajes. Suyo es el inolvidable María Cano, que es, en sí mismo, rosa roja erguida. Libia Stella Gómez también ha sabido hacerse un lugar en medio de la sequía de estas tierras, con películas como La historia del baúl rosado (2005), y Marta Rodríguez, en el ámbito del documental. Esta última, por demás, exponente del cine antropológico de profundidad política. Fue estudiante de Jean Rouch, Claude Lévi-Strauss y colega de Camilo Torres. Quizá el documental más insigne de su cosecha es Chircales, codirigido con su esposo, Jorge Silva (Rodríguez y Silva, 1972)5.
La toma de la cámara bajo la dirección de mujeres ha permitido el reverdecimiento de la historia social y política colombiana, por medio de recreaciones con enfoque de género hacedoras de memoria colectiva, que son parte del patrimonio cultural inmaterial de la resistencia. Hoy, con directoras como Laura Mora, la industria audiovisual heterodoxa sigue contribuyendo a la formación de conciencia y crítica política desde la primavera del séptimo arte.
Subversión
En palabras de Laura, su película da a luz al género épico-punk. Sobre lo primero, baste decir que, como Ulises, los reyes del mundo viven su propia odisea... buscan retornar a Ítaca, de la comuna a la parcela. Sobre lo otro -con lo cual concatena el género literario clásico de la épica con un género musical posmoderno-, vaya que sí tiene mucho de punkera, por aquello de arte revolucionario independiente y contracultural, al hacer una denuncia de los valores que caracterizan a las sociedades modernas: la ganancia, el solipsismo, la tecnificación de la vida, la frugalidad del intelecto, el escape del dolor, la inmediatez, y el predominio de la ciencia sobre el mito, de la fórmula sobre la poesía, de Kronos sobre Kairós.
También tiene de minimalista, de cruda, pero sin renunciar a melodías agresivas o, mejor, a escenas que amplifican y desenmudecen el alarido de los desamparados y menesterosos. La aparente rectitud y la evolución del mundo son distorsionadas. La partitura del guion reivindica, tácitamente, la idea de que no hay supralegalismos históricos, sino arbitrariedades histéricas y de que la promesa ilustrada del progreso moral de la humanidad ha desembocado en el acto de abrirles la puerta a los monstruos de la razón.
Es contracultural, por ejemplo, poner de manifiesto que Rá y los demás reyes del mundo, los despreciados y marginados, son quienes restituyen los valores más entrañables: la amistad, la solidaridad, la ternura, la empatía, el amor, la indignación, la rabia, la resiliencia, la resistencia, la imaginación. Esto, sin mencionar que los marginados de la cultura oficial sí gozan de sabiduría popular, barrial, es decir, de sapiencia político-local-constituyente, además del saber necesario para no dejarse abatir por los azares de la vida. Si los dados no les fueron favorables siguen la partida, mientras interiorizan que la competencia no dota de sentido la existencia, sino que lo hace la comunidad, con lo que transfiguran el juego de mesa en mesa redonda.
Los reyes del mundo restituyen la dulzura del carácter y el trato afectuoso, la capacidad de asombro y los flujos de conciencia altruistas, en tanto persiguen obsesivamente (obstinadamente) la utopía, esa ventana que está en todas partes, hasta en las guaridas más profundas, los sótanos más escabrosos.
Odian la manera en la que los trata el mundo, pero aman la vida y por eso asumen la resistencia como acto de reconciliación consigo mismos. Cuando el derecho desampara o es acoquinado, el derecho a la resistencia nos evita ser expatriados de nuestra propia existencia, es decir, el derecho corrige el Derecho.
Esto, leído desde la sociología afectiva, evoca la idea de que la alegría potencia los ánimos de existir y mejorar, por lo que el placer y la virtud están más cerca de lo que podría pensarse: lo placentero es bueno. Lo es, por ejemplo, lo que nos fortalece. La comunidad lo hace y, por eso, Rá, Sere y Winny permanecen juntos. Nos dan, desde su ética de la amistad, una lección constitucional democrática: debemos reunirnos para resistir frente a quienes reclaman la propiedad de lo que no les pertenece (somos mayoría, a diferencia de lo que pasa en la película), para sacar de la casa común a quienes se han apropiado de sus espacios, para erigir la bandera de la dignidad ante los vendavales de la inopia, para guiar nuestro actuar desde una ética de la alegría y rechazar vivamente todo poder que nos entristezca o amilane nuestros ánimos de vivir. Spinoza abraza a los reyes del mundo.
Perdón
La profundidad simbólica es posible, en buena parte, por la maestría poética con la que Laura Mora hace uso de los recursos narrativos y cinematográficos, para adentrar al espectador en una atmósfera cruda, asfixiante, claustrofóbica (al punto que hay escenas que nos dejan sin aire), pero aun así, libertaria, romántica, redentora, onírica. Nos transmite una experiencia de violencia sin mostrar una gota de sangre, al tiempo que hermana existencialismo y surrealismo, y trenza diálogos entre lo bello y lo feo, lo bueno y lo malo, a modo de correspondencia entre la crítica del juicio y la crítica de la razón. De fondo, de vez en cuando suena un clásico del rock en español y la música protesta: "Tren al sur", de Los Prisioneros (1990). Sere, frente a la trinchera flameante, tiene el brazo en alto. De pronto oímos fragmentos como este: "Y no me digas pobre por ir viajando así. ¿No ves que estoy contento? ¿No ves que voy feliz?".
Pero hay algo más con Los Prisioneros. Fueron un grupo bandera durante las protestas sociales recientes de Chile y Colombia, cuando este último, por ejemplo, protagonizó, junto con Palestina, la más prístina lucha contra el imperialismo. Podría decirse, incluso, que canciones como "Tren al sur" son nuestra "Bella Ciao": nuestro himno latinoamericano de resistencia antidictatorial y antifascista.
Dylan Cruz, estudiante de bachillerato, fue asesinado por el Escuadrón Móvil Antidisturbios (Esmad), brazo represivo del Estado colombiano, cuando marchaba en el marco de las protestas de 2019, para exigir garantías de acceso a la educación superior. Tras su asesinato se constituyó la Primera Línea, grupo de resistencia autoorganizada que busca proteger a los manifestantes de la represión policial y del terrorismo de Estado. Sus integrantes son, en la gran mayoría, jóvenes a los que se les ha arrebatado el futuro, pero no la utopía y por eso conforman estos grupos -surgidos en Hong Kong y en Chile- que claman la emancipación del mañana, por medio del cumplimiento de la deuda aplazada de los derechos. El neofascismo, no obstante, campea en cada esquina. Circula la denuncia de que el Estado colombiano se ha valido de hornos crematorios para desaparecer manifestantes asesinados durante el Gran Paro Nacional, entre los que abundan miembros de la Primera Línea, soldados del pueblo.
Retomemos: frente a la trinchera flameante, Sere tiene el brazo en alto. Es inevitable no asociarlo, en ese momento, con la Primera Línea que, a decir verdad, está colmada por muchos Rás, Seres, Winnys, Nanos y Culebros. Los sin futuro, los destechados, los desharrapados, los excluidos, los desplazados, pero también los románticos revolucionarios, los soñadores en vigilia, los de paso erguido y frente en alto, de manera que la película se afirma como patrimonio cultural inmaterial de resistencia y Laura Mora, como la directora de cine latinoamericano del momento, en cuanto continuadora de la línea de cine-memoria, que no solo pretende contar una historia, sino zambullir al observador en ella, al interpelarlo, incomodarlo introspectivamente, con el objetivo de romper la cuarta pared de la apatía. Para lograr esto, la trama de la película orbita en torno a un tema nodal: la Ley de Restitución de Tierras y el posconflicto.
En un contexto marcado por la violencia, como el colombiano, en el cual el dolor y el horror han penetrado el hueso hasta inocularse en lo más hondo del cuerpo comunitario, como experiencia visceral, trenzar esfuerzos en clave de justicia transicional resulta terapéutico, catártico, salvífico. No obstante, incluso ella, que procura contribuir a la restitución de la dignidad de las víctimas, valida de diversos mecanismos restaurativos, también ha sido perjurada por el crimen y los verdugos de cuello blanco. Ante nosotros, pues, se presenta una paradoja estridente: la justicia transicional es otra víctima del conflicto.
Fue victimizada, hace no mucho, por la Ley 975 de 2005, hecha, en gran medida, por y para paramilitares. Esta norma es conocida como la Ley de Justicia y Paz. Sin embargo, el tejido social no ha sido recompuesto desde su puesta en marcha. Inclusive, si hubiera un tribunal de la historia, quizás esta norma no saldría absuelta.
El fiscal, por ejemplo, la acusaría de propiciar impunidad y allanar el camino del reagrupamiento y del fortalecimiento de las estructuras paramilitares, lo que traduciría que a la ya nefasta violencia directa se suma la institucional-estatal; ya no solo debería hablarse de revictimización, sino de crueldad legalizada y, como bien sabemos, cuando el horror ha sido normatizado, el Estado es un espejismo que hay que desbaratar para volver a fundar. ¿Esta ley se cimienta, a carta cabal, en los bastiones de la justicia transicional o, como experiencia de sometimiento a la justicia, aúna el oxímoron de los procesos de justicia transicional sin transición? El paramilitarismo supérstite desvirtúa toda candidez. "La metáfora del país cementerio en Colombia es anécdota", añadiría el fiscal, "y la alusión de que la verdad, con dicha ley, ha sido enterrada en las honduras del subsuelo, por los sepultureros de la inopia, es más literal que figurada".
En dicho litigio de la historia, la defensa esbozaría planteamientos sugestivos, por ejemplo, uno de matiz literario, según el cual la obra se independiza del autor. En este caso diría la contraparte que la Ley de Justicia y Paz tomó vida propia y se les salió de las manos a sus hacedores, al punto que, si el debate sobre la justicia transicional toma cada vez más fuerza entre nosotros es, en parte, porque, con esta ley, las palabras verdad, justicia y reparación fueron resignificadas desde el dolor, la ensoñación del perdón y la transición democrática, con lo que ello implica: dejar la moraleja sobre lo que no se debe hacer en un proceso transicional.
Como ha enseñado Jankélévitch (1999/1967), hay cosas que no son susceptibles de perdón. La infamia del Estado es una de ellas y saberse moralmente herido es condición para jamás renunciar al esclarecimiento de los hechos y a la adjudicación de responsabilidades, por lo que diremos que, en tal caso, no perdonar no envenena el alma, sino que humaniza los cuerpos y ánimos injustamente dolidos. Luego de casi veinte años de la promulgación de la Ley 975, muchas heridas siguen a flor de piel...
A diferencia de la 975, la Ley 1448 de 2011, conocida como Ley de Restitución de Tierras, nació gracias al litigio y al esfuerzo de las víctimas, lo que simboliza una suerte de desmonopolización del derecho y, más aún, de "deselitización", en clave de derecho desde abajo. Tras enriquecerse con experiencias de otros ensayos, procesos y lecciones de paz, nacionales y comparados, más o menos agridulces, en ella se prescribió el clamor de hacer efectivos los derechos a la verdad, la justicia y la no repetición, junto con el reconocimiento de la condición de víctimas y la materialización de sus garantías constitucionales, de modo que la dignidad desplazada fuera restituida paso a paso. Claro que no está exenta de flaquezas ni ha de ser idealizada, pero quizás, en la metáfora del tribunal de la historia, ella sí saldría absuelta.
Infortunadamente, en la pugna entre validez y factum, las estructuras reales de poder despojan del efecto performativo al derecho (lo convierten en francotirador sin rifle, aliado o instrumento, por acción u omisión) cuando este es reivindicador de garantías sociales. Veamos: para Rá, así como hubiese sido para cualquier otro hijo del pueblo llano, la fórmula (que ya era un mantra) era la siguiente: "Tengo el papel, tengo el derecho", lo cual no es erróneo en un Estado erigido sobre el imperio de la ley.
No obstante, la tenencia de la tierra obedece a lógicas globales, que en nuestro caso se remontan al suplicio colonial y se extienden al aquí y al ahora. Esa "tierrita" que reclama Rá, con papeles en mano, no está desconectada del sistema mundo. Forma parte de un terreno más grande que, desde el momento en el que despertó la lujuria extractivista, pasó a estar inscrito en el circuito internacional de explotación. Y cuando los intereses del capital riñen, así sea de manera microscópica, con los clamores de un ciudadano, la aparente solidez del Estado de derecho comienza a evaporarse, a volverse gaseosa, en aras de dejar incólume la estructura. En este propósito pueden mediar tretas legales o maniobras violentas. Rá padeció ambas.
Primero, la apelación infundada, que le demostró que el papel no da el derecho, sino que solo tiene derechos de papel. Hizo caso omiso. Fue al predio y lo que no le fue otorgado de iure, lo reclamó de facto. Pero Rá no solo se enfrentaba al capataz y al patrón (que, a ciencia cierta, no es más que otro peón de otro patrón al que le ocurre lo mismo con su superior. Al final de la cadena, el patrón no tiene rostro...), sino, aunque en pequeña escala, a todo el ajedrez geopolítico. A pesar de que tiene la fuerza, la mística y los bríos del caballo, basta una jugada en bloque para darle jaque mate al equino solitario. En estas orbitas trasnacionales, no hay estrategia del caracol que valga.
Dentro de las ciudades, sobre todo cuando cae la noche, operan tácitos toques de queda, de modo que la resurrección es fantasía; sobrevivir día a día sí que es un milagro. Ahora Rá, por fin, podría estar en casa, a salvo de la campanada silenciosa del mundo suburbano. Lo que nunca imaginó fue que, aunque en los linderos de su casa, sería tratado como intruso y que el para-Estado, a diferencia de las pandillas, no tendría ni el más mínimo código de honor. A esta perversión del estado de sitio podemos llamarla el Estado sitiado. Cuando todo vuelve a la "normalidad", es decir, cuando ya hay moros en la costa o, mejor, palestinos en la Franja, se recompone la fachada. El que nos apuntó ahora nos saluda y el que nos mató nos lleva flores.
La película es provocadora e invita al observador a tararear sus propias canciones. Yo, por ejemplo, en el momento en el que el capataz les dice a Rá, Sere y Winny que se vayan, so pena de matarlos, pero estos, impenitentes, anclan sus pies al piso como el arbusto se aferra a la raíz, recordé la canción "No azara", de La Muchacha (2021):
A mí no me azara su pistola,
yo también tengo hambre de matar.
Pero a mí, esos fierros no me gustan.
Yo saco las uñas pa pelear.
Y a mí que me disparen de frente
y que sea en la puerta de mi casa.
Porque yo me muero en tierra mía
y a mí de esta tierra no me sacan.
Y a mí que me disparen de frente
y que sea en la puerta de mi casa.
Porque yo me muero en tierra mía
y a mí de esta tierra no me sacan.
A mí no me calla su sevicia
ni sus máscaras de la maldad.
Porque vengo con combo azaroso
que no come de su autoridad.
Darwish
El símbolo del caballo blanco, por su parte, amplía las fronteras de la interpretación. En las diversas mitologías del mundo, los caballos ocupan un lugar especial. Mucho se los ha asociado con la muerte, pero no solo esto. También se les ha atribuido una pléyade de propiedades magníficas, como en el caso de Quirón, en la mitología griega: centauro inteligente, sabio, de buen carácter, con torso de hombre y cuerpo de caballo; a diferencia de lo que podría pensarse, sí que nos parecemos a él más de lo que imaginamos. Sus dos mitades imbricadas aluden al logos y al pathos, palabra y dimensión afectiva, esto es, la unidad esencial gracias a la cual damos sentido al sinsentido, conformamos comunidades, perseguimos utopías, gravitamos en torno a valores como la libertad, odiamos y amamos, imaginamos y erigimos.
Se cuenta también que Poseidón les obsequió a Peleo y Tetis dos caballos inmortales el día de su boda: Janto, de color negro, y Balio, de color blanco. Luego pasaron a Aquiles y fueron muy admirados durante la Guerra de Troya. Aquiles, relata Homero, les reprochó el hecho de que no hubieran sido capaces de evitar la muerte de Patroclo a manos de Héctor. Los caballos lloraban. Inclinaban la cabeza y de sus ojos caían ardientes lágrimas. Janto, dotado de voz durante un momento por Hera, afirmó que Apolo y el destino habían causado este desenlace. Además, Janto predijo la muerte de Aquiles, quien ató el cadáver de Héctor a sus caballos para injuriarlo.
En su diálogo "Fedro", Platón se valió de la alegoría del carro alado para explicar su idea sobre el alma humana y el afán por el conocimiento del ser y la verdad. La alegoría refiere un auriga que conduce un carro tirado por un caballo bueno, bello y de casta noble, y uno que encarna todo lo contrario.
El primero tiene soberbia planta, formas regulares y bien desenvueltas, cabeza erguida y acarnerada; es blanco con ojos negros; ama la gloria con sabio comedimiento; tiene pasión por el verdadero honor; obedece, sin que se le castigue, a las exhortaciones y a la voz del cochero. El segundo tiene los miembros contrahechos, toscos, desaplomados, la cabeza gruesa y aplastada, el cuello corto; es negro, y sus ojos verdes y ensangrentados; no respira sino furor y vanidad; sus oídos velludos están sordos a los gritos del cochero, y con dificultad obedece a la espuela y al látigo (De Azcárate, 1871, p. 302).
Platón ilustra su parecer en torno a la constitución conflictiva entre el mal y el bien en las honduras del alma. El caballo blanco representa el coraje y los deseos espirituales o impulsos morales que guían al alma a realizar buenas acciones; el negro, las pasiones irracionales, los apetitos terrenales y carnales, mientras que el auriga connota la parte racional del alma que debe conducirla hacia la verdad.
Otro ejemplo de caballo blanco (el color menos frecuente entre los equinos) con alas es Pegaso. Lo hay también con cuernos: es el caso del unicornio. Por su parte, en el Nuevo Testamento, uno de los cuatro jinetes del apocalipsis cabalga un caballo blanco y, en el Libro de las Revelaciones, Cristo va sobre un caballo blanco mientras se encuentra al frente de los ejércitos del cielo. El caballo blanco suele tener un rol heroico, sagrado o victorioso ante las fuerzas negativas. Heródoto relata que, en la corte aqueménida de Jerjes el Grande, los caballos blancos eran considerados animales sagrados.
Un caballo blanco en medio de la calle silenciosa y solitaria, rodeado del reflejo de las luces del despunte del alba. Luego, ya de día, vemos el mismo caballo, salvo que montado y abrazado por Rá. Así inicia la película Los reyes del mundo. El caballo vuelve a aparecer en el transcurso del viaje, en la carretera o cerca de la selva, a modo de lazarillo equino. Ellos, con sus bicicletas, parecen ir acompañados de caballitos de acero. Al final, el caballo alegórico se vuelve real. Sere acaricia su frente. Rá le pregunta a Winny si lo ve y su respuesta es categórica: "Obvio, chinga".
Mahmud Darwish es el poeta nacional palestino. En su obra, el caballo blanco es cuidador de la casa cuando sus habitantes originarios han sido despojados6. El caballo blanco, a la vez guía espiritual de Rá, es de ascendencia poética palestina.
Pornomiseria
Una de las frases más reconocidas en el mundo del cine afirma que un movimiento de cámara, conocido como travelling, tiene una dimensión moral, según Jean-Luc Godard. Esta afirmación sostiene que el movimiento de la cámara puede llevar consigo sendas implicaciones. Por ejemplo, al enfrentarse a la imagen de un hombre cruelmente asesinado, la decisión de acercar o no la cámara a la expresión de dolor en su rostro no es meramente técnica. Lo propio se ha de decir de la elección de prolongar durante varios minutos agonizantes un acto de tortura, ya sea en un documental o en una obra de ficción. Es en este
contexto en donde surge el concepto de "pornomiseria", acuñado por Luis Ospina y Carlos Mayolo en su película Agarrando pueblo (1978). En el marco de la presentación de la película publicaron un manifiesto en el Cine Action République, de París, en el que cuestionaron severamente la explotación de la miseria con fines mercantiles.
Figura 1 ¿Qué es la pornomiseria?
Nota: Manifiesto de la pornomiseria, texto escrito en 1978 por Luis Ospina y
Carlos Mayolo,
con motivo del estreno de la película Agarrando pueblo, en el cine Action République,
en París.
Fuente: Castro (s. f.).
"Ladran, Sancho, señal de que cabalgamos". Así como reconocimientos y aplausos a granel, no han faltado comentarios que ponen en entredicho a Los reyes del mundo, su trama y uso de recursos, lo cual enriquece las perspectivas, al democratizar el oficio crítico. No obstante, entre estos comentarios hay uno que no ha de pasarse por alto: aquel según el cual la película incurre en pornomiseria, en el entendido de dejar al descubierto la desdicha de los menesterosos con el fin de aumentar taquilla, al provocar morbo y falsa conmiseración en el espectador, más allá de aportar una mirada profunda y aguda sobre las temáticas abordadas.
Según una parte de la crítica, varias películas colombianas han tenido mayor o menor contacto con este género. No obstante, otro sector se rehúsa a aceptar el etiquetamiento de películas, cortometrajes o documentales, sobre todo, cuando se trata de aquellos que bien pueden considerarse icónicos en la tradición del cine social colombiano, como Gamín, de Ciro Durán (1977)); Rodrigo D. no futuro, de Víctor Gaviria (1990); La sociedad del semáforo, de Rubén Mendoza (2010); Los colores de la montaña, de Carlos Arbeláez (2010) o las mencionadas La vendedora de rosas y La virgen de los sicarios. En lo que a mí atañe, coincido con este último sector, los críticos a contrapelo, para quienes los casos referidos no son otra cosa que cine denuncia-conciencia, cine diagnóstico-radiografía.
Un antecedente importante de cine social y memoria en el patrimonio fílmico colombiano lo constituye la película experimental Bajo la tierra, producida en 1968, con la dirección de la figura más emblemática del teatro colombiano contemporáneo: Santiago García. La historia gravita en torno al drama de Don Múnera, un joven tolimense que llega a las minas de oro de Segovia (Antioquia) con doble propósito: huir de la violencia y encontrar trabajo. Empero, aunque intenta hacerle el quite a la violencia, se topa con ella en cada confín, en cada rincón. En este mundo que habitamos no es dable escapar de las leyes de la naturaleza. Pues bien, Múnera no puede escapar de la violencia atávica: ley del mundo social. Conoce a una mujer llamada Inés. De pronto, nos ilusionamos con la tregua, con la reconciliación de nuestro personaje con la vida, pero cortejarla le acarreará más violencia; no lo salva ni el idilio ni el amor.
La zona geográfica en la que se filmó la película es, en simultáneo, zona de pugna entre los tiempos locales, premodernos, y los tiempos globalizados del capital febril extractivista, lo que convierte al filme en película de frontera. En particular, se grabó en las zonas mineras del departamento de Antioquia, Segovia y los campamentos de explotación aurífera de la Frontino Gold Mines. Bajo la tierra fue la única película que dirigió el maestro7.
La tradición del cine social entre nosotros es veterana y prolífica. Va desde películas herederas del género dramático trágico hasta el cómico mordaz, como La estrategia del caracol, de Sergio Cabrera (1993), ese inolvidable canto a la dignidad, a la vida, al honor, a la resistencia, la solidaridad y la esperanza, que es, a la vez, diatriba y mueca, por simbolizar las penurias de las familias de bajos ingresos, en la ciudad de Bogotá, así como el acoso que sufren por parte de propietarios, usurpadores, estafadores o empresarios que cuentan con el espaldarazo de un sistema social altamente estratificado. Pongamos, pues, atención a las falacias puritanas.
Retomemos. Con respecto a la película Los reyes del mundo, considero que no incurre en pornomiseria ni que la directora revictimiza a los actores. Espero que mi texto me respalde. Al contrario, el cine, en clave de acción sin daño, les devolvió lo que la sociedad les ha arrebatado, lo que confirma el poder no solo político, sino catártico del arte. Otra cosa, insistamos, sostienen los críticos medievalistas, que consideran, quizá desde la tara de la posición inalterable, que el echado a su suerte debe permanecer por siempre estancado, anclado a la intemperie y que, en efecto, no puede llegar al zenit de la existencia: la autorrealización artística. ¡Ay, la censura! Su poder eufemístico, que imita el mimetismo camaleónico, posibilita que la pasión por silenciar se camufle de madurez del juicio.
Cosa distinta es que el arte esté en cuarentena en estos tiempos de pandemias sociales en los que el para-Estado no se conforma con acuartelar personas, sino también personajes. El arte no es bienvenido cuando tiene aura y, sobre todo, cuando esa aura propicia experiencias irrepetibles sobre el dolor de los desharrapados y echados a su suerte tras recrear dramas que calan hondo y abren llagas ribeteadas con discursos de supuesta lozanía.
El arte puede tejer historias que descosen "la Historia", al darles voz a los silenciados, protagonismo a personajes secundarios que emprenden su propio viaje del héroe, de modo que la lectura del pasado se complejiza, desde la visión de los anónimos, de los sin futuro, en una suerte de microhistoria que confronta versiones oficiales con relatos sobre acontecimientos concretos desde la lente de alguna pequeña comunidad. Laura Mora hace esto a partir de una categoría de comunidad muy especial: la gallada.
Los dueños de la historia escrita con "h" mayúscula, que han impuesto su versión a punta de sangre y fuego, temen que se desdibuje a punta de papel y lápiz, por lo cual su paranoia aumenta exponencialmente. Lo que está de por medio es la pugna entre el arte y la violencia por leer el pasado y hacerse con la historia que les contaremos a nuestros hijos frente al fuego: la de Rá o la del patrón, la de vencedores o vencidos, la de flores o tumbas.
Lo que irrita a los mandamases de la historia única es la potencia que tiene la obra de arte para desterrar la verdad. Y ya que aquí la verdad se explora a partir de imágenes dotadas de miradas de extrañeza, el escozor puntual es el de que nos hagamos con verdades vía poética. Carlos Andrés Castañeda está sufriendo en carne propia desplazamiento y despojo, como Rá, porque al acorralar al actor intentan silenciar la poesía.
En efecto, si la violencia está crispada es por el "atrevimiento" del arte de no limitarse a divertir y de preferir aruñar y morder, espabilar y rechazar el propósito de entretener por el de condolernos. Laura hace con el cine lo que Kafka (2018) ansió con la literatura:
A mi juicio, solo deberíamos leer libros que nos muerden y nos pican. Si el libro que estamos leyendo no nos despierta de un puñetazo en la crisma, ¿para qué lo leemos? ¿Para que nos haga felices? Dios mío, también podríamos ser felices sin tener libros y, dado el caso, hasta podríamos escribir nosotros mismos los libros que nos hicieran felices. Sin embargo, necesitamos libros que surtan sobre nosotros el efecto de una desgracia muy dolorosa, como la muerte de alguien al que queríamos más que a nosotros, como un destierro en bosques alejados de todo ser humano, como un suicidio; un libro ha de ser un hacha para clavarla en el mar congelado que hay dentro de nosotros. Eso creo yo (pp. 30-31).
Imaginación
También anida el temor de que esa verdad poética nos permita vivir vidas ajenas, por medio del cultivo de la imaginación y la empatía. Pues ya que el condolerse suele ir acompañado de indignación y coraje, la poesía no solo desvela verdades, sino que nos impulsa a una militancia, que alterne la experiencia de pantalla con la de plaza, la de observar una historia con la seducción por hacerla, la de la contemplación con la de la acción, en una precisa y preciosa combinación entre lo bello y lo justo.
Estos y otros mil y un elementos hacen de Los reyes del mundo una película de arena; es inaprensible, dada su riqueza simbólica. Laura Mora es la hacedora de este universo poético, a la vez odisea onírica y manifiesto surreal, en el que se topan lo que se espera que sea la vida y lo que ella ofrece. El acto de resistir homenajea lo primero y se opone a lo segundo, solo una vez se ha imaginado un desenlace diferente.
En este orden de ideas, ella es el punto de partida. Al principio fue la acción porque lo fue la imaginación.
En palabras de esta joven directora de cine y guionista colombiana, nacida en la ciudad de Medellín, en 1981, "La imaginación es un territorio que todos tenemos y que es inexpropiable [...]. De ahí no nos saca nadie y es un lugar donde podemos ser siempre libres" (Mora, 2023, p. 13). Rá lo fue y ahora, que nos ha heredado su clamor, no podemos dejar que se difumine su sueño diurno: bregar por perseguir la utopía, dignificar la tierra, fundar la libertad, desde una ética de la amistad que nos empuje a luchar por los echados a su suerte, mientras repatriamos la alegría y el horizonte: cultivar comunidad para florecer libertad.
Conclusión
Un día todos los hombres se quedaron dormidos... y los cercos de la tierra ardieron, porque un día yo soñé que todos dormían, menos nosotros.
Si el fuego redime es por el utopista. ¿Quién más, sino el soñador diurno, ha de liberar la tierra?
Mientras tanto, sangre y agua se funden en el río.
De otra forma regresa la vida.
La tierra firme fue arena movediza.
El río augura una experiencia más estable.
Una casa sin techo, una isla sin raíz, una parcela acuática.
Notas
1 De la incidencia del cine puede dar muy buena cuenta, por ejemplo, la psicología social. Una explicación o aproximación sugestiva en esta vía la brinda I. C. Jarvie (1979).
2 Un texto clásico de la historia del cine mundial, desde sus orígenes, lo ha escrito el historiador y crítico cinematográfico francés Georges Sadoul (2004).
3 Un ejemplo canónico lo constituyen las películas del director de cine y teatro soviético de origen judío Sergei Eisenstein. La más célebre es El acorazado Potemkin, de 1925.
4 Para un acercamiento a la historia sociopolítica del cine colombiano, véase Chaparro (2016).
5 En torno a la revolución femenina en el cine colombiano y a la vida de estas y otras protagonistas, se recomienda el capítulo 8 del pódcast Hecho en Colombia (Casallas y Ballén, 2022).
6 Hace poco se publicó en español el libro ¿Por qué has dejado solo al caballo? Estado de sitio, de Mahmud Darwish (2023).
7 La película forma parte de los filmes que han sido preservados, restaurados y digitalizados por la Fundación Patrimonio Fílmico Colombiano. La Fundación logró recuperar la gran mayoría de los negativos gracias a la colaboración de la Empresa Cinematográfica Colombiana, del productor Antonio Ordóñez, quien los recibió originalmente de la empresa productora Pelco. Dos rollos no pudieron ser encontrados. Sin embargo, para garantizar la preservación y restauración del material, se reemplazaron por los provenientes de una copia positiva. A propósito de Santiago García, valga decir que, en 2021, Idartes-teatro La Candelaria publicó sus tres volúmenes de teoría y práctica del teatro.
Referencias
Arbeláez, C. (director). (2010). Los colores de la montaña [película]. El Bus Producciones, Jaguar Films S. A.
Bachelard, G. (1975). La poética del espacio (E. de Champourcín, trad.). Fondo de Cultura Económica. (Trabajo original publicado en 1957).
Borges, J. L. (1974). Jorge Luis Borges. Obras completas. 1923-1972. Emecé Editores.
Bukowski, C. (2006). Mujeres (15a ed., J. G. Berlanga, trad.). Anagrama. (Trabajo original publicado en 1978).
Cabrera, S. (director). (1993). La estrategia del caracol [película]. Caracol Televisión, Crear Cine y Video, Fotograma (Colombia), EMME SRL (Italia), Ministère Français de la Culture et de la Francophonie, Ministère Français des Affaires Étrangères (Francia).
Casallas, A. y Ballén, A. (anfitriones). (2022). Capítulo 8. Revolución femenina en el cine. [episodio de pódcast]. En Hecho en Colombia [Podcast]. RTVC. Proimágenes Colombia. https://www.rtvcplay.co/series-al-oido/hecho-en-colombia-podcast/revolucion-femenina-cine
Castro, O. (s. f.). El acto de escribir un manifiesto: Luis Ospina y Carlos Mayolo "contra la pornomiseria". https://www.ochoymedio.net/el-acto-de-escribir-un-manifiesto-luis-ospina-y-carlos-mayolo-contra la-pornomiseria/
Chaparro, H. (2016). Álbum del Sagrado Corazón del cine colombiano. Cien años del largometraje en Colombia. Semana Libros.
Congreso de la República de Colombia. (2011). Ley 1448 de 2011, "Por la cual se dictan medidas de atención, asistencia y reparación integral a las víctimas del conflicto armado interno y se dictan otras disposiciones". Diario Oficial núm. 48 096 de 10 de junio de 2011.
Cortázar, J. (2008). Carta a una señorita en París. En Julio Cortázar. Cuentos Completos 1 (pp. 137-146). Punto de Lectura.
Darwish, M. (2023). ¿Por qué has dejado solo al caballo? Estado de sitio (L. Gómez, ed.). Cátedra.
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