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EL REGIMEN POLITICO Y EL CONTROL DE LA CONFLICTIVIDAD SOCIAL EN COLOMBIATHE POLITICAL REGIME AND SOCIAL CONFLICT CONTROL IN COLOMBIA |
ECONOMÍA Y DERECHO
Bernardo Pérez Salazar
Universidad Católica de Colombia
https://orcid.org/0000-0003-2330-646X
Bperezs@ucatolica.edu.co
Investigador docente de la Facultad de Derecho de la Universidad Católica de Colombia. Esta investigación se realizó en el marco del proyecto de investigación «Conflicto y control social 2».
Fecha de recepción: 30 de marzo de 2024
Fecha de aceptación: 30 de julio de 2024.
Referencia: Pérez Salazar, B. (2024). El régimen político y el control de la conflictividad social en Colombia. Cultura Latinoamericana, 39(1), 194-213. http://dx.doi.org/10.14718/CulturaLatinoam.2024.39.1.8
Resumen
En el contexto de la implementación del Acuerdo Final de Paz y de la política de seguridad y control de la conflictividad social en Colombia se discute la evolución reciente del modelo de régimen político en el país. El estudio aplica un modelo teórico propuesto por Charles Tilly al análisis de las formas contenciosas de transacción política de la administración del expresidente Iván Duque (2018-2022) ante las protestas sociales de 2019 a 2021 por el descontento popular con la corrupción administrativa, la brutalidad policial y la reforma tributaria regresiva, entre otros agravios. En ese ambiente de transacción política, el análisis encuentra que el régimen colombiano tomó un giro hacia formas propias de tiranía fragmentada donde corresponde a la fuerza pública un papel represivo en defensa del statu quo y la protección de las titularidades de los miembros integrados que gozan de acceso rutinario al poder y el presupuesto público.
Palabras clave: política y gobierno; conflicto político; régimen político; organización policial
Abstract
The recent evolution of Colombia's political regime model is discussed in light of the Final Peace Agreement implementation and the security and social conflict control policy. The study applies Charles Tilly's theoretical model to the analysis of the contentious forms of political transaction of former President Iván Duque's administration (2018-2022) in the face of social protests from 2019 to 2021. These protests were fueled by public dissatisfaction with administrative corruption, police brutality, and regressive tax reform, among other grievances. In this environment of political transaction, the analysis concludes that the Colombian regime shifted toward a fragmented tyranny, with law enforcement playing a repressive role in maintaining the status quo and protecting the rights of integrated members who enjoy routine access to power and the public budget.
Keywords: politics and government; political conflict; political regime; law enforcement
Introducción
Este artículo explora la evolución reciente del modelo de régimen político colombiano a la luz de los resultados de la implementación del Acuerdo Final de Paz y la política de seguridad y control de la conflictividad social. Para ello presenta un balance del proceso político y jurídico de negociación e institucionalización del acuerdo de paz pactado entre el gobierno nacional y la comisión negociadora de la FARC-EP, especialmente en lo relacionado con el punto de la seguridad para la participación política y el mejoramiento de la calidad de la democracia colombiana. Enseguida, analiza el impacto producido por la elección del gobierno de Iván Duque Márquez (2018-2022) y su política de «Paz con legalidad», con la que pretendió sustituir el acuerdo final de paz sobre la implementación del punto sobre participación política del acuerdo. Con ello, se contextualiza el período de protesta social prolongada que marcó buena parte de esa administración, destacando el alto costo social e institucional de esa protesta que tuvo repercusiones nacionales. Para comprender los efectos que este período tuvo sobre el régimen político colombiano, se presenta un modelo teórico propuesto por Charles Tilly (2003) para caracterizar y clasificar tipologías de regímenes políticos y las respuestas de quienes controlan las estructuras gubernamentales ante transacciones conflictivas de actores políticos no integrados. A la luz de este modelo general, se analiza la respuesta del gobierno Duque a este período de inestabilidad política y social, materializado en la reforma de seguridad promulgada por medio de la Ley 2197 de 2022. El artículo concluye con algunas reflexiones acerca de la dirección que pueda seguir el modelo actual de régimen político en Colombia, en el escenario de inestabilidad política y social que se prevé prevalecerá en el mediano plazo.
En el campo de la sociología jurídica, tal como lo define Silva-García (2002; 2023), esta investigación se ocupa de las estructuras sociales relativas al control social jurídico en su relación con prácticas sociales como los movimientos de protesta social. En especial, se ocupa de indagar acerca del derecho y los movimientos sociales (Silva-García et al., 2021; Carvajal Martínez y Trujillo Osorio, 2023), así como sobre la protesta social como forma de acción social divergente de especial interés académico y práctico (Silva-García et al., 2020; Pérez-Salazar y Acevedo, 2023; Dávila, 2015a, 2015b, 2023a, 2023b; Dávila et al., 2015; Silva-García et al., 2024).
El Acuerdo Final de Paz
La lógica de suma cero suele predominar en los conflictos armados prolongados y degradados, como es el caso del colombiano, y más aún en presencia de antecedentes de negociaciones para la terminación del conflicto ausentes de transparencia y sin una voluntad clara de paz, como también ha sido el caso predominante en Colombia durante el último medio siglo (Silva-García, 1985, 2012). Esa lógica, que hoy se extiende también en escenarios urbanos en la forma de las denominadas amenazas híbridas (Cubides-Cárdenas et al., 2022), considera que cualquier territorio, oportunidad, ventaja o renta que sea cedida o arrebatada al enemigo se debe aprovechar para debilitar al rival y obligarle a continuar cediendo hasta su derrota. En ella no cabe empatía, compasión, ni confianza, así como tampoco la posibilidad de cooperación con cualquiera que no esté firmemente del lado de las propias fuerzas (Zalles-Santivanez, 2000).
La ferocidad de esta lógica se acentúa con la prolongación y degradación del conflicto armado, como ocurrió con el colombiano que, al prolongarse durante décadas, alcanzó niveles atroces de degradación y afectó a millones de víctimas civiles (Carvajal, 2008; Bernal, 2018a), lo cual llevó a alterar y repensar las nociones tradicionales sobre del delito político (Silva-García, 1998). Las batallas multidominio (Barbosa Marques et al., 2022) que se libran en este contexto haciendo uso de todas las formas de lucha por el control de medios materiales para sostener y por aumentar el poder militar ante el enemigo se sobreponen a cualquier razón justa y legítima que haya dado origen a la decisión de empuñar las armas y dar la vida por esa causa. Como lo señalan de Cynthia Arnson y William Zartman:
Dado que cada vez es más difícil obtener recursos, los líderes del conflicto se ven abocados a una búsqueda cada vez más intensiva de medios para mantenerlo, hasta que abandonan los propios fines. Cuanto más prolongada sea la lucha, mayor es la presión y la tentación de pasar a un tiempo de codicia. Los medios privatizados se convierten en la única vía para mantener a los seguidores, porque los fines originales de necesidad y credo tienen pocas posibilidades de alcanzarse, y las tácticas se orientan hacia la consecución de medios, abandonando los fines. (2006, 139)
En la práctica, este proceso deriva en el despojo sistemático de medios no solo al enemigo, sino también a la población civil inerme tanto por insurgentes como por algunos agentes del Estado, con lo cual el conflicto armado interno se constituye en una vía principal para la destrucción de lo público y la confianza en este. La corrupción rampante asociada deriva en un entendimiento tácito conforme al cual toda gestión en el escenario público debe ser retribuida para beneficio personal de los intermediarios, en gratificación de su poder (Silva-García, 2019). La racionalidad de suma cero alimenta la alienación y corrupción desenfrenadas de los protagonistas de los conflictos armados, desembocando comúnmente en crímenes atroces como el reclutamiento de menores de edad (Sierra-Zamora, 2018), las muertes ilegítimamente presentadas como bajas en combate por la fuerza pública del Estado colombiano (González-Monguí, 2020), las masacres, los asesinatos selectivos, las violaciones, las desapariciones y el desplazamiento forzados, entre otros (Bernal Castro, 2018b; Cubides-Cárdenas et al., 2018; Pérez-Salazar, 2018).
No es extrañar, por lo tanto, que en la coyuntura de las conversaciones para la terminación de un conflicto armado como el colombiano la esfera de la política sea un entorno dominado por la desconfianza, el odio y la polarización social. Un clima así resulta poco favorable para afianzar las confianzas indispensables para hacer viable la reparación de daños causados a las víctimas y a la sociedad en su conjunto por un conflicto armado dilatado y envilecido (Bernal, 2019; Martínez et al., 2023; Sierra-Zamora y Tapia, 2020). Con todo, a medida que avanzan las negociaciones, las pretensiones de las partes que por lo general inician desde posturas maximalistas propias de la lógica de suma cero, lentamente dan lugar a una etapa de colaboración en torno a la construcción de opciones que atraen a los bandos negociadores a cooperar y robustecer la confianza mutua. Durante esta fase, los negociadores corren el riesgo de suponer erróneamente que la confianza ganada entre las partes sentadas en la mesa automáticamente se trasladará al resto de los sectores y fuerzas que representan. No sorprende, por lo tanto, que la suspicacia y la racionalidad maximalista de suma cero que predominan durante las fases más crudas del conflicto armado, las cuales suelen continuar vivas entre quienes han sido afectados por las atrocidades cometidas, sean minimizadas por las delegaciones negociadoras que formalmente les representan en la mesa de negociaciones (Bejarano, 1998).
Así ocurrió durante la negociación en la mesa de diálogos del gobierno Santos con la comisión negociadora designada por la FARC-EP, especialmente durante la etapa en que se debatían opciones para la institucionalización constitucional y legal de los compromisos acordados. Mientras tanto, en los pueblos y ciudades colombianas las preocupaciones se centraban en la persistencia de la extorsión generalizada, difundida como mecanismo de financiación tanto de los grupos insurgentes como de autoridades corruptas y criminales comunes (Pérez-Salazar, 2017). En tanto las negociaciones atendían los problemas formales de cómo blindar jurídicamente los acuerdos supuestamente para que el Estado cumpliera con sus obligaciones, en los territorios el afán principal era cómo resolver las necesidades sociales y económicas de hogares y comunidades sin el sometimiento continuado a las redes clientelistas que se adueñan de los organismos del Estado y administran caprichosamente el acceso a bienes y recursos públicos (Fernández-Osorio & Lizarazo-Ospina, 2022).
Desde entonces, continúa erosionándose la confianza del público en las reformas constitucionales y legales asociadas al acuerdo final de paz firmado (Alto Comisionado de Paz, 2018) en noviembre de 2016 entre la administración Santos (2010-2018) y la delegación negociadora de las FARC-EP. Pese a la costosa carga regulatoria y de los sistemas de participación y de veeduría ciudadana altamente desarrollados que se han institucionalizado a nivel constitucional y legal en nuestro país para el control de la calidad de la inversión pública, se constata la persistente precariedad de los resultados de la contratación de bienes y servicios públicos pactados en el acuerdo final de paz (Contraloría General de la República, 2022).
Los paros de 2019, 2020 y 2021
Como ha sucedido en el contexto de la historia de las experiencias de construcción de paz y los procesos de justicia transicional en otras partes del mundo (Cubides-Cárdenas et al., 2020; Cubides-Cárdenas et al., 2021; Sierra-Zamora, 2021), la implementación de los puntos del acuerdo final de paz ha enfrentado obstáculos significativos, especialmente a partir del gobierno del expresidente Iván Duque (2018-2022). Comenzando por la objeción presidencial por motivos de inconveniencia a la Ley estatutaria 1957 de 2019 para la administración de la Jurisdicción Especial de Paz (JEP), que solo se sancionó luego de que la Corte Constitucional declarara que las objeciones no eran procedentes por cuanto referían motivos de constitucionalidad ya decididos en sentencia anterior.
El Plan Nacional de Desarrollo 2018-2022 «Pacto por Colombia, pacto por la equidad» sustituyó los compromisos contemplados en acuerdo final de paz por la denominada política de «Paz con Legalidad», desde la cual se estructuraron normas y estrategias para hacerle frente a la violencia política dirigida principalmente contra líderes sociales y firmantes del acuerdo. El funcionamiento de esta política fue desarticulado e insatisfactorio como lo demuestran las cifras de los asesinatos selectivos dirigidos contra estas poblaciones que continuaron incrementándose durante el cuatrienio de manera ininterrumpida (González-Monguí et al., 2022), cuyos perpetradores permanecen solapados al amparo de nuevas organizaciones criminales y residuales de procesos de paz anteriores (Bernal, 2015). La ausencia de respuestas efectivas ante las amenazas derivó en que se consumaran el 75 por ciento de las alertas tempranas de la Defensoría del Pueblo sobre hechos violentos. La Misión Electoral Especial creada por el acuerdo final entregó en 2017 un informe con recomendaciones para mejorar la calidad de la democracia y hacer más transparentes el sistema electoral y la participación política. Al término del gobierno de Duque, la mayoría de esas recomendaciones quedó sin acogerse. Otro compromiso —la presentación de ley estatutaria para garantizar y promover la participación ciudadana y proteger el derecho a la protesta social— no se radicó ante el Congreso durante esa administración (Fundación Ideas para la Paz, 2023).
Sumado a lo anterior, los escándalos relacionados con corrupción en la judicialización de los sobornos pagados por la multinacional Odebrecht a las campañas presidenciales durante los comicios de 2014, así como el bombardeo realizado por el Ejército Nacional contra un presunto grupo de disidentes de las FARC-EP donde murieron ocho menores de edad, y los continuos asesinatos selectivos de líderes sociales y firmantes del acuerdo de paz llevaron a la oposición al gobierno, en cabeza de las centrales obreras y los movimientos sociales de base indígena, afrodescendiente y campesina, a convocar una jornada de protesta el 21 de noviembre de 2019. Las demandas incluían la implementación integral de los acuerdos de paz, la reducción de los salarios de los funcionarios hasta un tope de 20 salarios mínimos legales mensuales vigentes, el desmonte del Escuadrón Móvil Antidisturbios (ESMAD) de la Policía Nacional y el retiro de un proyecto de reforma tributaria regresiva, entre otras. La protesta movilizó más de 200 mil personas en la primera jornada, la cual terminó en vandalismo contra la infraestructura de transporte masivo en las principales capitales, con un saldo de tres muertos y 250 heridos. Los enfrentamientos entre manifestantes y policías derivaron en arrestos, denuncias de abusos policiales y desapariciones que incentivaron nuevas marchas, plantones y bloqueos que se prolongaron intermitentemente hasta febrero de 2020. Las movilizaciones cesaron definitivamente después de las medidas de cuarentena estricta que se impusieron a mediados de marzo de 2020, a raíz de la pandemia del covid-19.
Sin embargo, en Bogotá hubo un nuevo estallido de disturbios a partir del 9 de septiembre de 2020 a raíz de la detención violenta y posterior muerte de un ciudadano a manos de la policía. El incidente escaló en movilizaciones violentas que resultaron en la muerte de 14 personas, 75 lesiones por arma de fuego, 43 por armas cortopunzante, y 187 lesiones de otro tipo incluyendo lesiones oculares intencionales para aterrorizar a los manifestantes. La policía reportó más de 2.000 efectivos lesionados en estos eventos. Los disturbios continuaron durante varios días, con ataques dirigidos contra instalaciones de la policía, la infraestructura de transporte masivo y el saqueo de establecimientos de comercio y movilizaciones en reacción a las detenciones masivas e indiscriminadas, agravadas por la privación de atención médica a detenidos, así como las denuncias de tratos crueles, degradantes e inhumanos, al igual que las declaraciones de estigmatización de la protesta social por parte de altos funcionarios del Estado (Negret-Mosquera, 2021). Durante estas manifestaciones también se extendió la aplicación de la figura del traslado por protección de detenidos, la cual se utilizó abusivamente para encubrir acciones violatorias de derechos humanos, entre ellas, detenciones arbitrarias prolongadas, agresiones físicas y tratos inhumanos e indignos de los manifestantes por la fuerza pública, lo cual contribuyó al descrédito de esta entre la opinión pública (Gómez Jaramillo & Tinoco Ordóñez, 2023).
En abril de 2021, las altas tasas de desempleo y aumento de la pobreza agudizado por la pandemia del Covid-19, la continua estigmatización y violencia homicida contra defensores de derechos humanos, líderes sociales, indígenas y firmantes del acuerdo de paz, así como el rechazo a un nuevo proyecto de reforma tributaria de corte regresivo llevaron a la convocatoria de una nueva jornada de protesta el día 28 lanzada por los sindicatos y la centrales obreras con el apoyo de organizaciones campesinas, indígenas, afrodescendientes, y estudiantes, entre otros. Nuevamente, las manifestaciones derivaron en enfrentamientos con el ESMAD de la policía y acciones de vandalismo no sólo contra la infraestructura de transporte masivo, instalaciones de policía y saqueos a establecimientos comerciales, sino también contra estatuas emblemáticas de la conquista española, entre ellos Sebastián de Belalcázar, en Cali; Gonzalo Jiménez de Quesada, en Bogotá y Cristóbal Colón, en Barranquilla. Eventualmente, la protesta simbólica se extendió hasta vandalizar el monumento a los héroes de la independencia en Bogotá. Se registraron bloqueos de vías troncales y transversales principales que paralizaron el transporte terrestre intermunicipal. Las protestas se prolongaron hasta julio de 2021 con un saldo de decenas de muertos, miles de manifestantes y policías heridos, centenares de víctimas de lesiones oculares, miles de personas arrestadas y centenares de desaparecidos (Misión SOS Colombia, 2021).
En breve, las medidas adoptadas por el gobierno de Duque en reacción a la protesta prolongada intensificaron y prolongaron la conflictividad social, al rehusarse a escuchar las demandas y argumentos de los manifestantes y a evaluar adecuadamente los abusos denunciados contra los manifestantes (González-Monguí & Carvajal Martínez, 2023).
Marco teórico: Gobierno y violencia como política
Es evidente que los hechos de brutalidad policial que ocurrieron durante las protestas entre 2019 y 2021 en Colombia representan apenas uno de múltiples aspectos que contribuyeron a los estallidos de descontento popular que se registraron en esos años. Contextos de inestabilidad política, social y económica como los que vivió el país durante estos años presentan condiciones que se pueden tomar como referentes de límite de crítico de los cuales se pueden derivar aprendizajes importantes sobre el régimen político colombiano.
Un régimen político puede clasificarse utilizando la tipología propuesta por Charles Tilly (2003). En este modelo la actividad política consiste en transacciones entre diversos actores políticos y agentes de las estructuras de poder gubernamental en torno a reclamaciones y reconocimiento de titularidades, derechos y prebendas de distinta índole. Los conflictos y la violencia política emergen a partir de los límites que fijan los agentes que dominan las estructuras del poder gubernamental para diferenciar, atender y lidiar, por una parte, con las demandas de los actores políticos integrados o aquellos con acceso rutinario a los agentes y recursos del gobierno, que con frecuencia incluyen los gobiernos de otros países y factores de poder transnacional. Por otra, con las reclamaciones y exigencias tanto de los no integrados o aquellos que carecen de dicho acceso y otros sujetos sin organización política.
Los regímenes políticos se suelen tipificar con base en dos factores principales. El primero, la capacidad gubernamental, entendida como el nivel de control que tienen los agentes que dominan las estructuras del poder gubernamental sobre los recursos, las actividades y la población en su territorio. El segundo, la apertura transaccional, es decir, el nivel de respeto, simetría y equidad observado por los agentes gubernamentales en su relacionamiento con los diversos actores políticos, entre ellos, los integrados, los no integrados y los sujetos sin organización política (Tilly, 2003).
Los regímenes que exhiben alta capacidad gubernamental y baja apertura transaccional pertenecen a la zona del autoritarismo, como puede ser en la actualidad la República Popular China. En la zona de ciudadanía plural, es decir aquellos que cuentan con alta capacidad gubernamental y alta apertura transaccional se encuentran regímenes como la Confederación Suiza. Por su parte, en la zona de oligarquía fragmentada se encuentran los regímenes con capacidad gubernamental restringida pero una apertura transaccional relativamente alta como lo han sido repúblicas como Colombia y Ecuador. Finalmente, en la zona de tiranía fragmentada se encuentran regímenes con baja capacidad gubernamental y baja apertura transaccional, como sería el caso de la República Bolivariana de Venezuela en el presente (ver figura 1).
Figura 1. Tipología de regímenes políticos
Fuente: adaptado a partir de Tilly (2003).
Dentro de estos distintos tipos de regímenes políticos, los agentes que controlan las estructuras de gobierno clasifican y tratan de manera diferenciada las transacciones que tramitan los distintos tipos de actores políticos. Hay transacciones formalmente prescritas en la ley y las normas; otras contravienen esas prescripciones, pero son toleradas; además, hay transacciones conflictivas que pueden ser o no reprimidas con violencia; finalmente, están las transacciones proscritas, perseguidas y sancionadas penalmente.
Por consiguiente, en los regímenes políticos que se ubican en la zona de autoritarismo suelen predominar extensos espacios de transacciones proscritas, con restringido margen para las transacciones toleradas. En este tipo de régimen político, las transacciones conflictivas que puedan emprender los actores políticos no integrados en busca de reconocimiento y titularidades, y suelen escenificarse principalmente en los espacios proscritos y, marginalmente, en los tolerados (figura 2).
Figura 2. Espacios de transacción política en la zona autoritaria
Fuente: adaptado a partir de Tilly (2003).
Por su parte, los regímenes ubicados en la zona de ciudadanía plural suelen presentar un campo de transacciones proscritas de extensión similar a la de los regímenes autoritarios, en tanto cuentan con una alta capacidad de control gubernamental, y quizás un mayor margen de tolerancia para las transacciones políticas no prescritas, indicativo de una cohesión más robusta de las coaliciones de poder hegemónico típicas de este tipo de regímenes. Por consiguiente, las transacciones conflictivas con actores políticos pueden presentarse en espacios que abarcan desde la protesta de conformidad con los términos prescritos para tales manifestaciones hasta algunas que caen en los espacios proscritos (figura 3).
Figura 3. Espacios de transacción política en la zona de ciudadanía plural
Fuente: adaptado a partir de Tilly (2003).
Por otro lado, en los regímenes que se encuentran en la zona de oligarquía fragmentada, en vista de la restringida capacidad de control de los agentes a cargo de la estructura gubernamental, las transacciones conflictivas con diversos actores políticos abarcan una extensión considerable del campo de interacción política, que engloba un amplio repertorio de transacciones que van desde las proscritas hasta las propias prescritas. La amplitud del espacio para las transacciones toleradas es sintomática del carácter fragmentado e inestable de la coalición de poder en este tipo de regímenes, donde la apertura transaccional reúne y amalgama sectores a caballo entre la legalidad y la ilegalidad, en disposición de utilizar desde las vías jurídicas hasta la violencia selectiva para tramitar sus transacciones conflictivas (figura 4).
Figura 4. Espacios de transacción política en la zona de oligarquía fragmentada
Fuente: adaptado a partir de Tilly (2003).
Finalmente, en el espacio de los regímenes ubicados en la zona de la tiranía fragmentada, las transacciones conflictivas continúan ocupando un campo considerable del espacio político, que abarca tanto el ámbito de transacciones proscritas como el de las toleradas. En este contexto, el control de las coaliciones de poder sobre las estructuras de gobierno, los recursos, el territorio y la población es fragmentario, lo cual les obliga a focalizar el control sobre las transacciones prescritas imprescindibles para mantener el poder, entre ellas el control de la fuerza pública y de las rentas estratégicas, así como de los aparatos judicial y electoral. Compensan su debilidad dándole visibilidad a sanciones emblemáticas selectivas de transacciones proscritas para hacer despliegue de poder (figura 5).
Figura 5. Espacios de transacción política en la zona de tiranía fragmentada
Fuente: adaptado a partir de Tilly (2003).
La reforma para el fortalecimiento de la seguridad ciudadana (Ley 2197 de 2022)
El límite crítico que representó el prolongado período de protesta, inestabilidad social y política y de uso ilegal de la fuerza por parte de la policía ocurrido durante la administración Duque fue a la vez el contexto en el cual se incubaron las reformas no solo a los códigos penal, de procedimiento penal, de seguridad y convivencia ciudadana, de extinción de dominio, sino también a las normas que regulan las armas, elementos y dispositivos menos letales, entre otros, que fueron plasmadas en la Ley 2197 de 2022. Esta adicionó dos tipos penales nuevos (intimidación o amenaza con arma hechiza y obstrucción de la función pública), amplió el tipo penal de instigación para delinquir penando a organizaciones promotoras de la protesta social, y agravó con penas máximas de hasta 20 años a conductas punibles imputadas a manifestantes en el marco de la protesta social.
Las fallas del servicio asociadas al uso ilícito de la fuerza por la fuerza pública, que durante las protestas dieron lugar a decenas de manifestantes muertos con arma de fuego, centenares de lesiones oculares —también ocasionadas a los manifestantes— la aquiescencia y protección de personas no uniformadas que accionaban armas de fuego contra los manifestantes, desestabilización de las movilizaciones pacíficas mediante actos vandálicos contra la infraestructura pública realizados por infiltrados, detenciones masivas indiscriminadas de miles de personas y desaparición temporal de centenares de ellas —muchas de la cuales fueron objeto de hechos de violencia de género contra mujeres y personas LBGTI, entre otras—, serían manifestaciones propias de regímenes políticos ubicados en la zona de la oligarquía fragmentada, propensos a recurrir a combinaciones de acciones lícitas e ilícitas para hacer frente a transacciones conflictivas por parte de actores políticos no integrados. Esta visión del régimen político típicamente coincide con algún sector académico que percibe la pobreza como indeseable y pretexto para contrarrestarla con violencia, al igual que a los investigadores que le dan importancia como cómplices de la subversión violenta, según se ha cuestionado (Silva-García, 2000), por lo que no debe haber ningún margen para la condescendencia o a la transacción.
Sin embargo, disposiciones normativas —como la Ley 2197 de 2022— con las que se criminaliza la protesta social y se ratifica el uso de la fuerza, aunque este sea excesivo e innecesario, con el objeto de disuadir y desarticular la protesta social (Amnesty International, 2021), sugieren un cambio hacia un régimen ubicado en la zona de la tiranía fragmentada, que típicamente ostenta un control precario sobre el territorio y la población y coincide con voces que demandan un derecho penal máximo (Silva-García, 2001a, 2021) en un ambiente de populismo penal. La nueva norma busca dar visibilidad a penas emblemáticas que proscriben numerosas formas de transacción conflictiva en el marco de la protesta social, enmarcándola no como una forma legítima de participación política, sino como la imposición de una minoría que afecta las libertades de la mayoría. Así mismo, encuadra la acción de la fuerza pública dentro de la prescripción de obrar en estricto cumplimiento de su deber legal y eximiendo de responsabilidad penal cuando sus miembros obren impulsados por el miedo insuperable o en un error invencible de la licitud de su conducta. Con ello brinda amparo a prácticas implementadas para la dispersión arbitraria de protestas pacíficas por medio de infiltrados que realizan e incitan al vandalismo, el uso de armas letales al igual que el uso indiscriminado e inapropiado de armas menos letales, como los cartuchos de gases lacrimógenos y la realización de detenciones arbitrarias sin evidencias para vincular a los detenidos con delito alguno. Por su parte, algunos fiscales formularon imputaciones desproporcionadas a manifestantes que presuntamente participaron en hechos de vandalismo con cargos por terrorismo (Human Rights Watch, 2021).
En resumen, la norma presagia un panorama impregnado de connotaciones represivas sobre la protesta y los movimientos sociales, al unísono con la instauración de un derecho penal del enemigo (González Monguí, 2019; González Monguí & Carvajal Martínez, 2023), la vieja preocupación por el desbordamiento de la muchedumbre rebelde y la asonada (Dávila, 2023; Silva-García, 2022), el desborde en el uso de la fuerza policial (Cubides-Cárdenas, González-Agudelo & Navas-Camargo, 2022), la crisis del sistema penitenciario (Silva-García, 2003a), un régimen de control internacional de las drogas que ha fracasado (Pérez-Salazar, 2009) y una justicia penal congestionada con conflictos que podrían ser descriminalizados (Silva-García, 2003b). Todo ello contrasta con los cuestionamientos de las corrientes más avanzadas del pensamiento jurídico colombiano, que destacan los vacíos y exclusiones en la labor que debería cumplir el derecho y la justicia en la protección de los grupos sociales más vulnerables (Bayona Aristizábal & Milla, 2023), que no persigue de modo efectivo los delitos de cuello blanco (Silva-García & Barreto Montoya, 2022), mientras gozan de inmunidad los crímenes de los poderosos (González Monguí, 2023), persiste el control territorial de bandas en los vecindarios populares (Dávila & Doyle, 2020), y no cesa la violencia de género (Silva-García & Ávila Cano, 2022; Bernal Castro & Daza González, 2022; Silva-García & Tinoco Ordóñez, 2023).
Conclusiones
Con la elección de Gustavo Petro (2022-2026) a la presidencia de la República en Colombia, la protesta social continúa siendo una forma vigorosa de participación política en Colombia. El propio gobierno ha convocado y promovido numerosas movilizaciones en apoyo a sus proyectos de reforma y, más recientemente, para mostrar el descontento popular con el fiscal general saliente, Francisco Barbosa, y la fiscal a quien este encargó interinamente, Martha Mancera, ante la demora de la Corte Suprema de Justicia para llegar a la elección de la funcionaria, que actualmente ocupa el cargo en propiedad.
La oposición al gobierno también ha utilizado la protesta social como mecanismo para visibilizar su descontento con las políticas más polémicas del nuevo mandatario, como la reforma tributaria, la reforma de la salud, la reforma pensional y sus iniciativas para descarbonizar la matriz energética del país.
En la mayoría de los casos, en lo corrido de la administración Petro la protesta social se ha mantenido pacífica, sin choques con la fuerza pública y sin manifestantes que hayan escalado y prolongado las jornadas de protesta al nivel de las que se registraron en el período 2019 a 2021. En el entretanto, el nuevo gobierno ha dado cumplimiento al fallo STC7641-2020 de la Corte Suprema de Justicia para prevenir proteger nuevos abusos en el contexto de las protestas, entre ellas, la puesta en marcha de mecanismos de supervisión con la participación de organizaciones locales de derechos humanos para prevenir el uso excesivo de la fuerza durante las manifestaciones y verificar y hacer seguimiento a las detenciones y traslados por protección que realiza la fuerza pública con ocasión de esos eventos. También se han expedido normas que ordenan a todos los funcionarios gubernamentales proteger y respetar las manifestaciones no violentas, incluyendo aquellas organizadas contra el gobierno.
En este contexto, el cambio observado durante el gobierno de Duque hacia un régimen ubicado en la zona de la tiranía fragmentada, que se materializó en las reformas de los códigos penales y de procedimiento penal, entre otros mediante la Ley 2197 de 2022, encajando en un modelo instrumental de utilización política de la justicia y del derecho para contener a los opositores (Silva-García, 2001b), parece haberse revertido nuevamente a la zona de la oligarquía fragmentada. Ahora, pese a que continúa la disposición de la coalición de poder dominante a utilizar combinaciones de medios lícitos e ilícitos para responder a las transacciones conflictivas con actores políticos no integrados, hay indicios de una renovada tolerancia con la protesta social como forma de expresión y participación política. Sin embargo, en el contexto de inestabilidad social y política que prevalece en el presente en Colombia, no puede descartarse que en un futuro cercano una nueva administración presidencial menos abierta a las transacciones conflictivas con actores no integrados pueda revertirlo a la zona de tiranía fragmentada.
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