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VÍCTIMAS Y VICTIMARIOS:
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ECONOMÍA Y DERECHO
Johana Barreto Montoya
Universidad Católica de Colombia
https://orcid.org/0000-0002-9250-9220
ljbarreto@ucatolica.edu.co
Magíster en Derecho y Abogada de la Universidad La Gran Colombia, especialista en Derecho Internacional Aplicable a los Conflictos Armados de la Escuela Militar de Cadetes General José María Córdova. Docente e investigadora de la Universidad Católica de Colombia.
Fecha de recepción: 30 de marzo de 2024
Fecha de aceptación: 30 de julio de 2024.
Referencia: Barreto Montoya, J. (2024). Víctimas y victimarios: la discapacidad como objeto de estudio en contextos culturales de violencia. Cultura Latinoamericana, 39(1), 23 8-263. http://dx.doi.org/10.14718/CulturaLatinoam.2024.39.1.10
Resumen
La investigación profundiza en el estudio del conflicto armado en Colombia, en un contexto cultural de violencia y en la repercusión inminente que este tiene sobre uno de los grupos poblacionales de especial protección, la población con discapacidad, en el entendido de que alrededor del entorno de violencia ese grupo ha sido instrumentalizado y se ha convertido en victimario y víctima a la vez. Por tal motivo, a través del análisis se proponen estrategias para la resolución de conflictos que promuevan la desarticulación del conflicto armado, y se determinan los criterios específicos que deben considerarse para reconocer a los victimarios del conflicto armado que presentan discapacidad cognitiva, como víctimas de este.
Palabras clave: discapacidad; conflicto armado; víctimas; victimarios; inclusión
Abstract
The research examines the armed conflict in Colombia from a cultural perspective, considering its potential impact on a vulnerable population: individuals with disabilities. Given the context of violence, this group has been subjected to exploitation, becoming both perpetrators and victims of violence simultaneously. For this reason, the analysis proposes strategies for conflict resolution that promote the disarticulation of the armed conflict and determines the specific criteria that should be considered to identify victims of the armed conflict with cognitive disabilities.
Keywords: disability; armed conflict; victims; perpetrators; inclusion
Introducción
El conflicto armado es uno de los problemas más graves y complejos, y afecta a Colombia desde hace décadas. Múltiples factores contribuyen a la persistencia de este conflicto, y detonan una red de desafíos que impactan de manera negativa en la sociedad colombiana. Entre ellos se pueden resaltar, además de las razones históricas que en sus inicios dieron origen al fenómeno, las cuales están ancladas en el periodo denominado de La Violencia (1946-1962), variables como la exclusión y las desigualdades sociales, la ausencia de oportunidades económicas y la falta de un Estado que administre lo público de modo equitativo con especial atención a los más vulnerables. A la vez, con el paso del tiempo, los grupos subversivos se inmiscuyeron en tráficos ilegales con el pretexto de sostener financieramente sus ideales políticos (Bernal Castro, 2015a), lo que hizo aún más difícil la búsqueda de soluciones políticas duraderas.
Todo esto ocasionó que el ciclo de violencia se perpetuara a lo largo del tiempo, debido también a la deformación y descomposición de las ideologías que en un principio orientaban a los grupos rebeldes, ya que muchos de sus integrantes prefirieron permanecer activos con el fin de enriquecerse empleando métodos como el narcotráfico, la extorsión, el secuestro y la minería ilegal (Silva-García, 1998a; Silva-García, 2015; Bernal Castro, 2018; 2019), creando así un círculo de violencia, en el que, de forma constante, las diferentes agrupaciones luchan por el dominio de esta clase de mercados ilegales (Bernal Castro, 2015a; 2015b).
A esto se suma la corrupción de las instituciones, que ha debilitado al Estado para hacer frente al conflicto de forma efectiva. Ello, entre otras consecuencias, en razón al efecto de quebrantar la confianza de los ciudadanos en las instituciones. Estos factores han derivado en una fragilidad del Estado colombiano para ejercer un control efectivo en ciertas áreas del país, lo que ha permitido la proliferación de grupos armados ilegales, además de establecer en muchos territorios formas de cogobernabilidad con actores legales e ilegales, debido a que los vacíos de poder son ocupados por grupos armados al margen de la ley que siguen contribuyendo con la continuidad del conflicto.
Uno de los enfrentamientos más largos que ha tenido el Estado en su historia fue con la catalogada «guerrilla más antigua de América Latina», las FARC-EP (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia - Ejército del Pueblo), un movimiento creado por líderes campesinos en mayo de 1964. Su fundación se originó en la respuesta armada de un grupo de campesinos y militantes comunistas a la violencia y represión estatal que afectaba a comunidades rurales (Agencia EFE, 2016).
En la historia reciente de Colombia se desarrollaron diversas tentativas de aproximación a las FARC con el fin de terminar el conflicto. En el gobierno de Belisario Betancur Cuartas (1982-1986) se intentó un proceso de paz que fracasó, puesto que en aquella época las negociaciones eran utilizadas por la guerrilla para hacer proselitismo y expandir su proyecto militar, pero sin ninguna voluntad de cesar las hostilidades (Silva-García, 1985). Durante el gobierno de Andrés Pastrana (1998-2002), abierto con enormes expectativas entre la población acerca de la conclusión del conflicto, las FARC utilizaron el proceso para organizar una retaguardia militar segura en la zona de San Vicente del Caguán, a la vez que agudizaban la ofensiva militar (Silva-García, 2012). Para el gobierno de Álvaro Uribe Vélez (2002-2010), que abanderaba una política de control denominada seguridad democrática, su principal objetivo de guerra fue la lucha contra las FARC a efectos de aniquilarla, pero estuvo lejos de lograrlo. Finalmente, en los mandatos de Juan Manuel Santos (2010-2018) se retomó un escenario de negociación con las FARC que llevó a un acuerdo de paz (Carvajal, 2018), que significó una reducción sustancial de la violencia y la capacidad de perturbación de la vida de la población. Con todo, el Ejército de Liberación Nacional (ELN) y varios grupos disidentes de las FARC renuentes a aceptar el acuerdo de paz, además de otros grupos menores, mantuvieron el conflicto.
Los enfrentamientos entre el Estado y las FARC duraron más de cinco décadas y dejaron más de nueve millones de víctimas (Bernal, 2019).
En 2012 se entablaron las negociaciones formales en Oslo, luego trasladadas a la Habana, lugar en el que se firmaría, el 24 de noviembre de 2016, el llamado Acuerdo Final para la Terminación del Conflicto y la Construcción de una Paz Estable y Duradera.
La suscripción de este acuerdo fue un hito histórico, debido a que era la primera vez en la que podía concretarse un convenio con este grupo subversivo. Sin embargo, una parte de la población colombiana no se encontraba satisfecha con lo plasmado dentro del documento final ni con lo que simbolizaba el acuerdo de paz en sí mismo, razón por la cual el gobierno de Santos propuso realizar un plebiscito para conocer la opinión de los colombianos frente a lo pactado. Este mecanismo de participación dio como resultado el rechazo de un importante sector de la población nacional por un estrecho margen: el 50,2 % de votantes votó por el no, mientras el 49,7 % lo hizo por el sí (BBC Mundo, 2016).
Posteriormente, se realizaría un cese al fuego bilateral y unas cuantas modificaciones al documento final, con lo cual se dio paso a la implementación de las medidas establecidas dentro del acuerdo, entre ellas, la justicia transicional. Este tipo de justicia es un componente esencial debido a que busca equilibrar la necesidad de rendición de cuentas con la búsqueda de la reconciliación y la construcción de la paz. Cabe recordar que la justicia transicional contempló tres mecanismos indispensables en su desarrollo, respecto de los cuales es importante destacar la importancia de llevar a cabo sus mecanismos para evitar caer en situaciones con inconvenientes normativos máximos y sin reparación (Cubides-Cárdenas, Sierra-Zamora & Mejía Azuero, 2018; Sierra-Zamora, 2021; Cubides-Cárdenas, Sierra-Zamora & Laiton, 2020).
Con esta idea se crearía una jurisdicción especial, independiente y temporal, encargada de investigar, juzgar y sancionar los crímenes más graves cometidos durante el conflicto armado, conocida como la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP). Ella obraría en concordancia con los estándares internacionales, muchos de los cuales provienen de la justicia internacional, como los emitidos por la Corte Interamericana de Justicia (Carvajal, 2015).
En esta jurisdicción la verdad es un requisito crucial para los victimarios, lo que conduce a la confesión a cambio de ciertos beneficios, como las penas alternativas a la prisión. Sin embargo, los procedimientos deben considerar la salud mental de los victimarios que van a responder por los crímenes de los que fueron responsables durante el conflicto armado, con la idea de defender sus derechos y respaldar la información que están ofreciendo para restaurar a las víctimas y llevarlas al camino de la verdad.
Con base en esta idea surge la siguiente pregunta de investigación; ¿en qué casos los victimarios del conflicto armado que se encuentran en condición de discapacidad cognitiva deben ser reconocidos como víctimas del conflicto armado?
Para dar respuesta a este interrogante se desarrollarán tres ejes temáticos en los que se analizarán los presupuestos fácticos del Acuerdo de paz entre las FARC y el Estado colombiano frente a las personas con discapacidad cognitiva moderada que han sido instrumentalizados por el conflicto armado como victimarios. En tal estudio, se identificará el marco general sobre la cultura de la violencia transversal al conflicto armado para luego establecer la relación existente entre esta cultura y los mecanismos de implementación creados por el acuerdo de paz. Esto supone que este trabajo le atribuye un papel fundamental al análisis de la cultura, como una variable relevante en el estudio del conflicto colombiano. Finalmente, se propondrán estrategias para la resolución de conflictos que promuevan la desarticulación del conflicto armado y se determinarán los criterios específicos que deben considerarse para reconocer a los victimarios del conflicto armado que presentan discapacidad cognitiva como víctimas de este.
En la elaboración de esta investigación se empleó un método analítico con un enfoque sociojurídico nutrido de fuentes documentales.
Marco general sobre la cultura de violencia
La cultura de la violencia es un fenómeno complejo que abarca las creencias, saberes, valores, prácticas, símbolos, productos y actitudes que mantienen y normalizan el uso de la fuerza y de la agresión en una sociedad. Este concepto trasciende las expresiones individuales de violencia, y se arraiga en las estructuras sociales e históricas, como un entramado cultural que influye en la percepción y aceptación de la violencia como medio legítimo para la resolución de conflictos. En ese orden de ideas, el conflicto es una consecuencia de un escenario de divergencia social en el que se traba una disputa por intereses y/o ideologías, en el que la diversidad implícita será reconocida o reprobada (Silva-García, 2008; Silva García, Vizcaíno Solano & Pérez-Salazar, 2024).
Las manifestaciones de violencia, al persistir en una sociedad, se presentan de diversas formas (física, psicológica, estructural e institucional) y la mayoría de estas suelen ser aceptadas pasivamente por el resto de los miembros de la sociedad, testigos de estos actos. Ahora bien, no necesariamente las conductas materializadas por estos colectivos son, en el terreno jurídico, de carácter delictivo; sin embargo, muchas de ellas contribuyen a que en el futuro puedan concurrir actos susceptibles de encajar en definiciones que los tilden de criminales.
Un ejemplo de esto es la violencia expresada en el entorno de crecimiento de los menores de edad, que suscita en el niño la aceptación de agresiones como una forma de solucionar problemas, pues se trata de una violencia cultural experimentada, tolerada y admitida de manera tácita en el núcleo familiar (Bernal Castro & Daza González, 2022). El Banco Internacional de Desarrollo (BID) llevó a cabo un estudio del impacto de la violencia intrafamiliar y su transmisión intergeneracional en el caso mexicano, con la idea de establecer y medir si concurre un elemento relevante que incida en la ejecución de acciones violentas en el futuro, incluso si se logran controlar otras variables de riesgo. Las conclusiones son que México —al igual que la mayoría de los países de América Latina y el Caribe— tienen una situación similar que afrontar en esta materia, ya que la violencia padecida por los jóvenes en el contexto familiar está vinculada, y de modo muy significativo, a las formas de violencia en la que están involucrados al avanzar sus vidas, por lo que se trata de un factor de riesgo de alta incidencia en índices de criminalidad y marginación social (BID, 2021).
En el estudio se tuvieron en cuenta cifras de inseguridad dentro del territorio, así como los factores que los ciudadanos consideran importantes para que se produzca un nivel alto de delincuencia en la sociedad. Se estimó, con base en cifras de 2019 provenientes del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI), un aumento considerable en delitos graves y una cantidad bastante considerable de conflictos sociales de índole penal que no se pusieron en conocimiento de las autoridades.
Lo anterior ha llevado a que alrededor de un tercio de los ciudadanos de esta nación considere la inseguridad, la violencia y la delincuencia como los principales problemas del país. Este caso que se repite en la mayoría de las naciones de América Latina, donde los jóvenes se encuentran entre los grupos más vulnerables a ser tanto perpetradores como víctimas; se calcula que alrededor del 51 % de las víctimas masculinas por homicidio en el continente hacen parte del grupo etáreo de 15 a 29 años (Insightcrime, 2019).
En el estudio realizado por el BID se encontraron estadísticas que reflejan la relación de la violencia dentro de los entornos de desarrollo, como el académico y el familiar, y cómo esto se refleja, en el comportamiento de los jóvenes, en conductas calificadas como delictivas (BID, 2021), mientras que el 72 % de los niños y el 65 % de las niñas informan haber sido sujetos de violencia (INEGI, 2021).
Esto indica que la violencia en México es un espectro que se caracteriza, desde los entornos culturales en los que son aceptadas las agresiones, como una forma de resolver las dificultades de vida, convertidos en factores para continuar con un ciclo de daño progresivo, donde toda clase de conducta violenta es avalada por la supervivencia.
Lo anterior surge de los variados y complejos elementos que contribuyen a la cultura de la violencia. Como se comprobó en las cifras anteriores, la desigualdad social, la falta de acceso a la educación, la discriminación, la pobreza y la exposición continua a acciones violentas son variables que pueden alimentar y perpetuar este ciclo. Además, las estructuras de poder y las normas culturales pueden influir en la forma en que se justifica o condena la violencia.
Un dispositivo que marca una continuidad en esto son los roles de género infundidos desde la crianza, los cuales tienen fundamento en estereotipos, construcciones psicosociales que engloban atributos propios de cada género y que pueden verse reflejadas en las relaciones de interacción entre los individuos en la sociedad. Dichos estereotipos participan de visiones patriarcales, que exaltan la dominación masculina en términos de poder, y que promueven no solo un control sobre el cuerpo y la sexualidad de las mujeres, sino también, actitudes de sumisión femenina (Silva-García, 1998B; Silva-García & Ávila Cano, 2022).
Concurre el género como un sistema de categorización social que define posiciones de estatus y comportamientos según el sexo de cada uno. Uno de los sesgos creados por estos estereotipos es la creencia de que los hombres deben presentarse como seres agresivos y carentes de emocionalidad, con el deber de sostener económicamente a la familia, a la par que las mujeres deben sustentar la familia en el plano emocional, con un papel de cuidadoras, además del desempeño de tareas de cuidado del hogar y crianza de los hijos (Delgado et al., 2012). Por supuesto, en un momento histórico como en el que nos encontramos, estos conceptos han sido criticados debido al amplio espectro de posibilidades que se han identificado en temas de género y sexualidad, lo que ha permitido que la identidad del individuo sea ampliamente desarrollada.
Sin embargo, estas ideas tradicionales están lejos de ser erradicadas por completo; aún se sigue educando a los jóvenes bajo los preceptos de los estereotipos antiguamente aceptados, lo cual aporta al ciclo de violencia, porque son esas ideas las que fortalecen la desigualdad de género. Ambos roles pueden establecer expectativas rígidas sobre la masculinidad y la feminidad, lo que puede llevar a los hombres a comportamientos controladores y dominantes, así como a las mujeres a la sumisión y la aceptación de la violencia. Es el predominio de una cultura sexista.
Todo este panorama antes señalado respecto a los entornos que pueden rodear a los jóvenes afines a las ideas del uso constante de la violencia tiene un agravante que es más difícil de combatir en la formación de esta cultura: la normalización y legitimación de los actos violentos.
Uno de los rasgos distintivos de la cultura de la violencia es la asimilación de comportamientos agresivos. Cuando la violencia se convierte en una respuesta aceptada y legitimada en la resolución de conflictos se refuerza dicha cultura. Este fenómeno puede ser especialmente pernicioso, ya que contribuye a la reproducción de patrones violentos de una generación a otra (Hinojosa & Vázquez, 2018).
Como si esto fuese poco, es necesario considerar que el fenómeno de la cultura de la violencia no es estático. Por ello, su superación implica un compromiso continuo de transformación social, favorecido porque el cambio se puede dar en escenarios de crisis, ya que ellas suelen exponer las fallas de modo más agudo.
Aún con ello, para efectos de esta investigación se debe tener en cuenta el suceso del conflicto armado y la debilidad que tienen algunos grupos poblacionales, como los menores de edad y las personas en condición de discapacidad (PcD), para ser instrumentalizados dentro de las guerras contra el Estado que despliegan los grupos subversivos. Ello desencadena que, al ser reclutados por estas organizaciones al margen de la ley, se vean expuestos a problemas graves, como el abuso en diferentes grados y la inmersión directa en conductas violentas que deben ejercer por supervivencia en forma constante. Lo descrito constituye un espacio de crecimiento nocivo para los menores y jóvenes, que propicia las enfermedades de salud mental (Clínica Mayo, 2022) o la complicación de discapacidades cognitivas (Fundación Descúbreme, 2011), las cuales pudo tener el individuo antes de entrar a este ambiente y agravarse, o incluso adquirir durante el tiempo en el que estuvieron expuestos a las influencias derivadas de estos escenarios violentos.
En términos de salud mental, la exposición directa a la violencia armada, la participación en combates y la pérdida de seres queridos tienen impactos devastadores en la psique de los niños y jóvenes. Muchos de ellos experimentan trastornos de estrés postraumático, con cuadros de depresión y ansiedad derivados de estas experiencias. Así mismo, la falta de sensibilidad ante la violencia y las carencias de apoyo emocional aportan a la gestación de problemas crónicos de salud mental (Gómez, 2019).
La instrumentalización de niños y jóvenes por grupos armados también torna persistente el ciclo de violencia. Estos individuos, al haber sido testigos o partícipes activos de estos actos violentos, pueden desarrollar actitudes insensibles hacia la puesta en peligro de la vida y la integridad de los demás. La crueldad, ausencia de compasión y falta de valores éticos durante su participación en actividades calificadas como criminales contribuyen a la normalización de la violencia en sus vidas cotidianas, agravada cuando los jefes de los grupos armados ilegales se convierten en los referentes de los menores, visto que el reclutamiento los despoja de la influencia de sus padres (Defensoría del Pueblo, 2014).
Además, la reintegración de estos niños y jóvenes a la sociedad después de haber estado involucrados en conflictos armados presenta desafíos significativos. La estigmatización social, la falta de oportunidades educativas y laborales, junto a la discriminación, pueden convertirse en barreras para una reintegración exitosa. Esto puede llevar a la alienación y a una mayor vulnerabilidad a recaer en la violencia, lo cual contribuye a la continuación del ciclo de conflicto armado (Gómez, 2019).
Desde esta misma perspectiva, se puede observar al grupo de PcD, el cual ya es vulnerable debido a sus discapacidades, por lo que sus integrantes se convierten en blancos fáciles para ser reclutados por grupos armados. Por lo tanto, desde el punto de vista de la salud mental, la participación de personas en condición de discapacidad cognitiva en situaciones de conflicto armado puede agravar sus condiciones preexistentes. La exposición a la violencia y el estrés inherente a las actividades criminales intensifican problemas de salud mental, como la ansiedad, la depresión y el trauma, en el caso de que tales afecciones no sean adquiridas en el desarrollo mismo del conflicto armado.
Sin embargo, ocurre que los menores, en su proceso de formación, pueden adquirir con más facilidad traumas, trastornos, enfermedades o discapacidades que afectan su salud mental al encontrarse expuestos a este entorno durante una etapa crucial para su desarrollo.
Las conductas violentas pueden tener además un impacto perjudicial de modo particular para la salud mental de PcD cognitiva. Estos individuos pueden experimentar una carga emocional abrumadora, exacerbando sus desafíos y afectando de manera negativa su estabilidad emocional. La falta de comprensión adecuada de la violencia y sus consecuencias puede causar confusión, ansiedad y traumas adicionales.
Junto con esto, la instrumentalización por parte de grupos armados puede exponer a las PcD a situaciones de abuso físico y psicológico, contribuyendo a la vulneración de sus derechos fundamentales y empeorando su condición1. El poco o nulo acceso a servicios de salud mental adecuados para los afectados por conflictos también agrava la situación, ya que estos individuos pueden carecer de la atención y el apoyo necesarios para abordar sus necesidades específicas (Monroy, 2020).
En este orden de ideas, existe un contexto bastante preocupante en contra de las PcD. En primer lugar, la falta de conciencia sobre las consecuencias morales de sus acciones, la cual, combinada con la vulnerabilidad inherente a su discapacidad, crea un escenario peligroso que facilita su explotación continua, lo que profundiza aún más el ciclo de violencia hacia esta población (Comisión de la Verdad, 2021).
Justicia inclusiva: reconocer a víctimas y victimarios con discapacidad cognitiva en el conflicto armado colombiano
Las secuelas del conflicto armado no excluyen a las personas por motivos de raza, sexo o condición socioeconómica, así como tampoco por su filiación política. Es decir, no discriminan a personas de derecha, centro o izquierda, o cualquier otra combinación, y han desplegado en forma indistinta sus repercusiones en contra de los colombianos, al dejar un total de 9.057.952 de víctimas, de las cuales 342.632 tienen alguna discapacidad, según la UARIV (Unidad para la Atención y Reparación Integral a las Víctimas) en su reporte a septiembre de 2020 (UARIV, 2020).
Es visible el arduo trabajo que enfrenta el Estado colombiano por medio de las instituciones creadas a partir del Acuerdo de Paz, más aún cuando su ejecución requiere una reflexión más profunda en materia de discapacidad, desde los distintos contextos de dicha población; también porque Colombia ha adquirido una serie de compromisos internacionales a partir de la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad (CDPD), suscrita en 2011. Estos compromisos, además, han sido reforzados por vía de los diferentes pronunciamientos de la Corte Constitucional, como es el caso de la sentencia T-025 de 2004, que declaró el «estado de cosas inconstitucional» en el marco del desplazamiento forzado, y con la cual la situación de las PcD emergió como uno de los mayores retos conocidos para la construcción de paz.
Tanto los entes internacionales como la Corte Constitucional han insistido en la importancia de abordar los impactos del conflicto armado en las PcD mediante el desarrollo de herramientas acordes a la política pública, que reconozcan los derechos humanos, la dignidad humana, la igualdad y la equidad, la no discriminación y la participación en la toma de decisiones. Sin embargo, no es un secreto que aún persisten muchas barreras para esta población. Un agravante en este contexto aparece fundado en la falta de articulación de las diferentes entidades del gobierno y las respuestas improvisadas a situaciones que denotan un desinterés de la sociedad.
Es necesario, así mismo, comprender que la discapacidad descrita como una condición es un producto directo del entorno tanto físico como social, no es una enfermedad que invita a la limitación de las personas que la poseen, concepción que supone una ruptura con los modelos tradicionales de su entendimiento (Barreto, 2021). Luego también es propio reconocer los esfuerzos de la administración del Estado que, aun cuando no están cargados de decisiones eficaces, mantienen la lucha por encontrar herramientas que pretenden gestionar estos grandes desafíos.
Cuando es abordada la cuestión de las víctimas del conflicto armado, el Estado colombiano se enfrenta a una variedad de situaciones en relación con la discapacidad. En primer lugar, hay personas que hacen parte de la población civil y que ya tenían una discapacidad antes de su afectación por el conflicto, la cual se ve agravada como consecuencia de este. En segundo lugar, hay individuos que tenían una condición de discapacidad antes del conflicto armado y son combatientes. En tercer lugar, están aquellos sujetos de la población civil que adquieren una discapacidad directamente como resultado del conflicto armado. Por último, se encuentran aquellas personas combatientes que adquieren una discapacidad como efecto del conflicto armado. En el ámbito jurídico, esta distinción requiere un análisis detallado en términos de imputabilidad, entendida como la capacidad que posee una persona respecto de las implicaciones de su comportamiento frente al orden jurídico (Calderón, 2015). Estudio especial, en particular, para los casos primero y cuarto. Por ejemplo, una persona que haya adquirido en forma previa al conflicto armado la discapacidad cognitiva, podría haber participado en dicho conflicto, pero su grado de responsabilidad sería diferente al de alguien que adquiere la discapacidad como derivación directa del conflicto armado, por ende, varían las consecuencias jurídicas por imponer. La discapacidad aquí puede corresponder a personas cuyas competencias para pensar y aprender son diversas, lo que significa diferencia, pero no incapacidad, como en el evento de sujetos con síndrome de Down o autismo (Subdirección de Participación Unidad para la Atención y Reparación Integral a las Víctimas, 2018).
Es posible hacer una acotación especial referida al segundo caso. Allí se trata de una persona con discapacidad que pudo haber sido instrumentalizada, como en el evento de la discapacidad cognitiva que afecta la competencia para comprender la licitud de la conducta o de comportarse según dicha comprensión, teniendo una doble connotación como victimario y víctima.
De un análisis de la Ley 599 de 2000, más conocida como Código Penal, en su artículo 33 los requisitos para considerar a una persona inimputable en el momento de incurrir en una conducta que tiene algún grado de responsabilidad penal. Tales requisitos, de satisfacerse, implican que esta no será sancionada con una pena, sino con una medida de seguridad. En el caso de menores de edad, entre 14 y 18 años, la Ley de Infancia y Adolescencia su artículo 142 concede un trato diferenciado a adolescentes con discapacidad psíquica o mental, mientras que el artículo 156 hace lo propio con los adolescentes indígenas o pertenecientes a otros grupos étnicos. Así las cosas, este concepto de inimputabilidad representa una institución jurídica que procede cuando ciertos presupuestos fácticos se cumplen y debe ser declarado por la autoridad competente. De igual forma, la legislación muestra que estos eventos merecen un trato diferenciado, en relación con el derecho de igualdad material, no pudiéndose entonces de ninguna forma en la JEP no tener en cuenta estos factores fundamentales para la aplicación de la justicia y la búsqueda de la Paz.
En consecuencia, el Gobierno nacional, a través de la Agencia para la Reincorporación y la Normalización (ARN), ha venido trabajando en torno a la garantía de derechos de las personas con discapacidad en proceso de reincorporación, alcanzando los siguientes logros:
En 2020, por ejemplo, fueron valorados algunos centenares de personas, a varias de las cuales les otorgaron el certificado respectivo; además, un número aún más cuantioso de personas con discapacidad se integraron mediante procesos de formación académica (ARN, 2020). Empero, cabe resaltar que las cifras presentadas en Colombia no ofrecen claridad satisfactoria sobre los impactos del conflicto armado, más aún cuando no existen investigaciones y datos trazables, sobre todo en el marco de la discapacidad cognitiva. Así, se configura un grupo silencioso de víctimas para el cual los apoyos del Estado no han podido materializarse. Luego, se agregan las condiciones administrativas, la infraestructura deficiente, los contextos socioeconómicos que profundizan las barreras actitudinales y la falta de ajustes razonables en los diferentes entornos a los que suelen enfrentarse las PcD.
Los actores armados, entendidos como victimarios, que ahora se encuentran en situación de discapacidad, atraviesan desafíos no solamente desde su condición, sino también a partir de la reducida empatía que les ofrecen el Estado y la sociedad. De nuevo, cabe aclarar que, aun cuando la información relacionada con el número de víctimas no es exacta, hay que reconocer los esfuerzos que se han venido desplegando con la población víctima censada.
Es de resaltar que si bien este grupo de personas sufre la afectación con posterioridad al conflicto y también fueron victimarios, no se consideran bajo el concepto clásico como inimputables. Dicha categoría solo es adjudicada si los requisitos se presentan al momento de cometer la conducta. Sin embargo, es evidente que requieren un trato diferencial en tres escenarios: (i) su vida puede ser no compatible con las sanciones a imponer; (ii) el juicio de reproche se hace necesario; (iii) se aplicaría el concepto de pena natural. La justicia penal ordinaria reconoce estas distinciones en lo referente a la posibilidad de aplicar un principio de oportunidad y al análisis de la aplicación de la sanción o el juicio de reproche.
El contrasentido de ser un victimario convertido en víctima es un contexto difícil de percibir, pues estas personas —que se formaron como actores del conflicto y han desplegado comportamientos violentos que marcaron personas, familias y comunidades— ahora enfrentan una batalla personal, al luchar con las consecuencias físicas y psicológicas del conflicto armado. No obstante, sin importar en cuál de los casos señalados con anterioridad el victimario se haya transformado en víctima, no se le debe obviar su derecho a la atención médica, la rehabilitación, la reintegración social y todas los beneficios y derechos a cargo del Estado.
Entonces, la discapacidad no necesariamente elimina la responsabilidad por sus acciones pasadas, y menos aún, la exigencia de imponer una sanción según los elementos subjetivos de su conducta. En Colombia, esto opera en virtud del principio de culpabilidad, en el que se erradica toda forma de responsabilidad objetiva, conforme al artículo 12 de la Ley 599 del 2000.
El abordaje de esta coyuntura requiere una perspectiva integral que reconozca la complejidad de las experiencias individuales y promueva la reconciliación y la justicia restaurativa. Esto implica proporcionar servicios de salud mental adecuados y programas de rehabilitación física y cognitiva reales y articulados con oportunidades de reinserción laboral y comunitaria eficaces.
Todas las herramientas anteriormente nombradas están dirigidas a mitigar el impacto que sufren las personas con discapacidad en el marco del conflicto armado, que ahondan en la pérdida de identidad y que, de modo simple, no reconocen la posibilidad de entender su condición como un contexto dinámico que puede modificarse, pues no tienen claro que la eliminación de las barreras estructurales y actitudinales erradica la discapacidad, es decir, hace entenderla como parte de la diversidad. Un factor con repercusión en la definición de la identidad de las víctimas emerge en el momento en el cual la discapacidad es adquirida. Hay diferencias en la percepción de las personas que ya poseían una discapacidad antes de ser afectadas por el conflicto armado, en comparación con los sujetos que adquieren la discapacidad a raíz de un evento victimizante (Universidad de los Andes, 2020). El estatus, que son posiciones sociales atribuidas por los otros (Pérez-Salazar & Acevedo, 2023), en este caso como sujetos con discapacidad o como víctimas o con las dos condiciones, se construye de manera social por razones y en tiempos diferentes (Universidad de los Andes, 2020).
Los estudios sobre las PcD que fueron instrumentalizadas en el conflicto armado, utilizándolas en la estructura delictiva con roles acordes con sus capacidades, son insuficientes. Por esta razón se podría partir de un hecho que, aunque hipotético, cobró un valor exponencial en el marco de la verdad, la justicia y la reparación de las víctimas de los grupos paramilitares de conformidad con la Ley 975 de 2005, más conocida como la Ley de Justicia y Paz. Aun cuando el proceso de desmovilización de los paramilitares no previó una posición principal para las víctimas, el acuerdo entre el Estado y las FARC ofrece la oportunidad de corregir esto (Centro de Memoria Histórica, 2018).
Lo anterior se evidencia en uno de los casos emblemáticos de las víctimas con discapacidad en el conflicto armado, el ocurrido con Fair Leonardo Porras Bernal, un joven con Síndrome de Down que fue presentado como muerto en combate en el departamento de Norte de Santander, caso que con posterioridad se conoció como una de las mayores atrocidades ejecutadas por miembros de la fuerza pública colombiana en los denominados «falsos positivos» o «ejecuciones ex-trajudiciales». Pues bien, este asunto exige un análisis más exhaustivo respecto de la población con discapacidad víctima del conflicto armado. Así, este caso podría verse desde dos puntos de vista: uno real y otro hipotético. En el primer caso, se entiende que Fair Porras es, en definitiva, una persona con discapacidad víctima del conflicto armado, sin adentrarnos en el reconocimiento de sus victimarios; para la Sala Penal de la Corte Suprema de Justicia, ya fue reconocida la responsabilidad de cinco militares, actualmente condenados. (Vanguardia, 2014).
Ahora bien, para referirnos al segundo caso es importante resaltar que en este escenario la Corte Suprema de Justicia no desarrolló en profundidad el examen del contexto de discapacidad. No obstante, dentro de la prueba documental del fallo aparecía que en el Juzgado Primero Penal Municipal de Soacha reposaba un expediente que se adelantó contra el occiso Fair Leonardo Porras Bernal por el delito de hurto calificado, todo ello con el fin de demostrar que: (i) el señor Porras Bernal estaba en capacidad de realizar conductas al margen de la ley; (ii) era una persona violenta, pues el atentado contra el patrimonio económico lo cometió utilizando arma blanca; (iii) su discapacidad cognitiva había mejorado, por lo que no era una persona 'boba' pues estaba al tanto del valor del dinero, sabía leer y escribir y conocía los datos de su residencia, al punto que en dicha actuación penal aceptó cargos; y, (iv) su madre mintió cuando afirmó que su hijo Fair Leonardo nunca se había ausentado de su casa, ni había estado detenido. (Corte Suprema de Justicia, 2014)
De manera adicional, dicha prueba habría permitido a la defensa, por una parte, restar credibilidad a los testimonios que señalaban que el señor Porras Bernal fue trasladado bajo engaños a Ocaña; por el contrario, demostraría que este viajó de manera voluntaria con el propósito de delinquir, en tanto que, por otro lado, le daría poder de convicción a las declaraciones de los miembros de la familia Mogollón, en el sentido de que estaban siendo extorsionados por Porras Bernal y sus compinches desde tiempo atrás, inclusive el día anterior a la muerte de Fair; con ello entonces habrían perdido sustento las afirmaciones de los dos testigos de cargo (Corte Suprema de Justicia, 2014).
En el caso hipotético de que Porras Bernal efectivamente perteneciera a un grupo armado o banda al margen de la ley sería necesario buscar una alternativa normativa y con enfoque diferencial, para revisar el caso individualmente, pues no se sabría hasta qué punto Fair tendría capacidad para desarrollar una actividad delictiva, entendiendo lo que conlleva su realización. En tal sentido, es imprescindible que pudieran analizarse los grados de imputabilidad a partir de clasificaciones (leve-moderado-profundo), cuando nos referimos a discapacidad cognitiva. Sin embargo, aún no se encuentra contemplado dicho escenario. Tal contexto muestra la posibilidad en la que una persona con discapacidad cumple la doble condición de victimario y víctima.
Ahora bien, la posibilidad de contemplar la anterior hipótesis se encuentra proporcionalmente alejada del evento de creer que no existen personas con discapacidad cognitiva instrumentalizadas por los grupos al margen de la ley. Es decir, cuando una persona con discapacidad cometa una conducta típica no necesariamente se debe establecer que su actuar evidencia que su discapacidad cognitiva ha sido disminuida, por cuanto las personas con discapacidad cognitiva no tendrían capacidad para delinquir. Es allí donde debe analizarse el grado de instrumentalización al que pudo haber sido sometido, teniendo claro que es necesario hacer una reflexión sobre el contexto en el que se encuentra la persona con discapacidad y acogiendo variables geográficas, históricas y socioeconómicas, que apuntan de modo transversal a que una persona con discapacidad pueda ser instrumentalizada en el desarrollo de una actividad delictiva.
Así las cosas, las PcD víctimas del conflicto armado aparecen como parte del panorama, lo cual se asienta a partir de un breve análisis de la información presentada por el DANE, que presuntamente hospeda falencias en el censo de 2018 respecto a la PcD: «El censo excluirá preguntas sobre información básica sobre personas con diversidad funcional de acuerdo con lo que se había expuesto en el año 2005 en el Consejo Nacional de Discapacidad» (Noticias RCN, 2018). Esta información omitida en el censo, sería la encargada de establecer el número de PcD en las zonas rurales y, en consecuencia, podría revelarse el escenario respecto a las herramientas de inclusión y rehabilitación designadas por el Estado.
Sin embargo, no existe un censo específico que determine la cantidad de personas en el país que poseen algún tipo de discapacidad cognitiva, con el fin de que reciban una atención médica diferencial y acorde con sus necesidades. Las estadísticas están centradas en mayor medida en las discapacidades físicas que fueron resultados del conflicto, pero nadie se refiere a los agravantes que este trajo a la salud mental y para las personas que tuvieron secuelas de esta índole. Al respecto, se había indicado que alrededor de 3000 excombatientes, de acuerdo con un censo de 2017, padecían limitaciones en distintos grados, y recibían apenas los beneficios de los planes básicos de salud, insuficientes para atender casos graves (Ávila, 2011).
Por otro lado, aunque el Acuerdo Final de Paz contempla ocho medidas de reparación integral, las cuales deben entenderse de manera transversal para todas las víctimas del conflicto armado, inclusive para las personas en condición de discapacidad; pero pocas de esas medidas han hecho tránsito a una acción real y concreta para la población con discapacidad cognitiva. Por ejemplo, dentro de estas ocho medidas, una de las más impactantes refiere al fortalecimiento de las estrategias de rehabilitación psicosocial a nivel individual y comunitario, pero a la fecha no se conocen proyectos claros que apunten a la reparación integral de esta población. Simplemente se observa el desarrollo de proyectos en favor de la población con discapacidad física o sensorial de manera general, pero con estudios de población poco juiciosos, que no cobijan a personas con discapacidad cognitiva.
Por lo anterior, podría entenderse que el acuerdo de paz no desconoce de manera generalizada la responsabilidad de diseñar estrategias en educación rural, formalización laboral rural y protección social para las PcD y otras. No obstante, aunque el Acuerdo no menciona disposiciones respecto de las víctimas con discapacidad cognitiva que hacían parte activa (combatientes) del conflicto, establecen garantías sobre reconciliación, no estigmatización y amparo de derechos constitucionales (Ministerio de Relaciones Exteriores, 2016)
Haciendo un seguimiento consecuente, encontramos que la Agencia para la Reincorporación y la Normalización (ARN) ha venido validando el auto reconocimiento de la población excombatiente con discapacidad, lo cual ha permitido implementar algunos proyectos con mayor éxito; sin embargo, al revisar los casos puntuales no se evidencia población con discapacidad cognitiva.
Ya está claro que el Acuerdo de paz —y al parecer la Justicia Especial para la Paz— en la actualidad no cuenta con informes taxativos sobre excombatientes con discapacidad cognitiva que hayan desempeñado un papel activo como perpetuadores de delitos en el marco del conflicto armado. En consecuencia, existe una baja viabilidad de revisar la necesidad de convertirse en una circunstancia que puede modificar la responsabilidad penal, partiendo de la demostración del nexo causal entre el hecho cometido y los alcances de la discapacidad cognitiva presentada. Debe tenerse en cuenta que la discapacidad intelectual se incluye hoy en la categoría global de trastornos de neurodesarrollo, con una reducción de las competencias cognitivas y volitivas, lo que impacta sobre su capacidad jurídica (Bergara et al., 2016).
Sin embargo, el operador jurídico debe desplegar estudios muy diligentes al momento de revisar la discapacidad de un procesado dentro del desarrollo de la actividad judicial, pues también puede advertirse la presencia de personas que, siendo victimarios, quieran cobijarse como población con discapacidad para obtener beneficios o tratos diferenciados. Un breve ejemplo de ello se pudo observar en la Comisión Nacional de Reparación durante el proceso de justicia transicional surtido por el Gobierno nacional, en el marco del acuerdo de paz con las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), donde un jefe de las Autodefensas se negó a proveer información sobre las víctimas alegando que padecía una enfermedad mental que afectaba la memoria (Benavides, 2011).
En el caso antes señalado, es claro entender que la presunta discapacidad alegada por el victimario no es dable como eximente de responsabilidad, pero hay que estudiar la exigencia para un trato diferenciado, pues el alzhéimer no podría entenderse en este caso más que como una enfermedad o trastorno posterior al momento de la comisión de la conducta. Sin embargo, en otros Estados, una persona con trastorno mental como el alzhéimer, ha contado con beneficios atenuantes en la imposición de la sanción (Valencia & Franco, 2021). Entonces, será necesario revisar la diferencia entre el trastorno por alteración psíquica y la anomalía psíquica, en aras de determinar el grado de modificación en la sanción, más cuando la jurisprudencia ha insistido en la relevancia de tales diferencias (Acevedo et al., 2003).
Será necesario considerar que la imputabilidad aplica para aquel que tiene capacidad de comprender la licitud de su conducta y de comportarse según dicha comprensión, situación diferente que se presenta sobre aquel que adquiere trastorno por alteración psíquica posterior al hecho delictivo (Acevedo et al., 2003).
Estrategias para desarticular el conflicto armado en Colombia
El conflicto armado deriva de un conjunto de factores que, especialmente en zonas rurales, dificulta el desarrollo de la vida de las personas, como la pobreza, el desempleo, la falta de oportunidades y las enormes brechas socioeconómicas de la nación. Por tal razón, para encontrar una solución global es necesario atender cada uno de los factores de forma individual. Como se indicó en los apartados anteriores, gran parte de la violencia surge del contexto de desarrollo de las nuevas generaciones en la sociedad, en especial del ambiente cultural. Por lo tanto, uno de los puntos de mayor atención es el cuidado a la infancia mediante la aplicación de políticas públicas enfocadas en prevenir y atender la violencia, en especial aquella creada dentro del entorno familiar (BID, 2021).
Sin embargo, en el caso de la violencia generada a raíz del conflicto armado —en el cual están involucrados grupos al margen de la ley que reclutan menores de edad para sus filas— se han creado varias herramientas que podrían implementarse en el escenario colombiano para luchar contra esta problemática. Entre ellas encontramos: la prevención mediante la educación y la protección de las poblaciones vulnerables que tengan niños que puedan ser blanco de los grupos armados, la especial protección de la infancia en zonas de conflicto por parte de los entes territoriales encargados, el desarrollo de programas de rehabilitación y reintegración para los menores que se hayan reclutado de forma forzada y para el desarme de grupos subversivos.
Cada una de estas alternativas que pueden ser viables en el combate de este flagelo, se habían implementado en los acuerdos de paz precedentes al de las FARC, como el celebrado con las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC). Desde allí se pudo identificar incluso la gravedad del problema, y se han perfeccionado progresivamente tales herramientas. Aun así es difícil la implementación en el panorama colombiano, debido a todo el contexto explicado del ciclo de violencia continuo, en el que el primer reto es la concientización social y familiar sobre las ideologías y actitudes que pueden seguir perpetuando la cultura de violencia que identifica a nuestra nación.
Por otro lado, en el caso de las PcD, la situación es aún más grave, pues por lo menos respecto de los menores se han adelantado estudios para observar los efectos de la guerra luego de ser reinsertados, caso diferente del vivido por esta población. Sus experiencias de modo común son desvalorizadas, consideradas irreales y cargadas de una gran cantidad de estigmas que complejizan su protección en el marco del conflicto (Comisión de la Verdad, 2021).
Además, para efectos de la investigación, los victimarios que también pueden ser considerados víctimas son de difícil rastreo, dada la condición de los estudios realizados y las estadísticas estatales. Es un grave problema que el Departamento Nacional de Estadística (DANE) tenga solo un registro vigente de PcD del 2005, sin que esta población fuera incluida en el censo del 2018. En estos años ha transcurrido la implementación del Acuerdo de paz con las AUC, sin que se especifique la cantidad de víctimas en condición de discapacidad; solo hasta el Acuerdo con las FARC se le ha dado algo de relevancia, aunque no se cuente con estos datos de vital importancia, lo cual hace trabajar a las instituciones de forma lenta y sin conocer la realidad del problema nacional.
Así las cosas, las propuestas de solución terminan siendo planteadas en el aire, es decir, sin conocer las condiciones y características particulares del problema, y ello abre el camino a proposiciones futuras, que aunque suenan alentadoras en el papel, quizás en la práctica no terminen siendo acertadas. Para la materialización de estas propuestas es importante establecer mecanismos eficaces, los cuales pueden desarrollarse desde la sociología jurídica, ya que muchas de las herramientas que provienen de este campo permiten establecer diálogos con las víctimas y estrategias de políticas públicas (Carvajal, 2016; Silva García, 2023a).
Algunas de estas políticas serían la creación de programas de rehabilitación y reintegración, los cuales deben adaptarse para proporcionar apoyo especializado en términos de salud mental, además de abordar las barreras físicas y cognitivas que puedan enfrentar las PcD. Asimismo, se requiere una respuesta integral de la comunidad internacional, los gobiernos y las organizaciones no gubernamentales tanto para prevenir la instrumentalización de PcD en conflictos armados como para garantizar su protección y bienestar a largo plazo. La promoción de la inclusión, la educación y la sensibilización son herramientas esenciales para interrumpir este ciclo de violencia y brindar a niños y jóvenes la oportunidad de llevar vidas más seguras y significativas.
Conclusiones
La cultura de la violencia tiene consecuencias significativas en la salud social, psicológica y económica de una sociedad: puede inhibir el desarrollo humano, obstaculizar la construcción de comunidades resilientes y perpetuar ciclos de conflicto. La normalización de la violencia también puede dificultar la construcción de relaciones pacíficas y la promoción de un ambiente propicio para el respeto mutuo y la colaboración.
En el marco del conflicto armado, el ciclo de violencia juega un papel crucial, puesto que en comunidades aisladas y olvidadas por el control estatal, en medio de una condición económica desfavorable y con falta de oportunidades, extiende con mayor fuerza sus tentáculos para socavar los derechos y garantías de poblaciones vulnerables, como es el caso de los menores y adolescentes y las PcD. Ambas poblaciones, al ser instrumentalizadas por lo grupos ilícitos en las guerras contra el Estado, pueden exponerse a un agravio constante a sus derechos y a su sanidad mental, lo que puede desembocar en enfermedades de salud psíquica o incluso discapacidades que pueden convertirlos en víctimas y victimarios al mismo tiempo.
Los victimarios del conflicto armado en condición de discapacidad deben ser sancionados por el operador jurídico, teniendo en cuenta el grado de profundidad de la discapacidad, esto es, la capacidad de comprender la ilicitud de su conducta y de comportarse según dicha comprensión. Sin embargo, el Acuerdo de paz estima características bastante superfluas para un trato diferenciado respecto de excombatientes con discapacidad cognitiva.
No existe información detallada sobre las PcD cognitiva que han sido instrumentalizadas en el marco del conflicto armado. La situación anteriormente señalada contiene una característica agravante, por cuanto las estadísticas del censo de 2018 desarrollado en Colombia no ha tenido en cuenta el número de PcD cognitiva que se encuentran en los diferentes territorios, y que representan un grupo poblacional en riesgo de ser instrumentalizado, más aún considerando que no se cuenta con herramientas de rehabilitación suficientes para la ejecución de las políticas públicas a cargo del Gobierno Nacional.
En el marco de los acuerdos de paz desarrollados por el Gobierno nacional debe desarrollarse un estudio acucioso y dinámico que comprenda las características de clasificación transversal, de conformidad con los diferentes contextos poblacionales; sin embargo, este debe estar dirigido a no permitir atenuantes por discapacidad adquirida con posterioridad al hecho delictivo, pero sí, un trato diferencial al momento de imponer la sanción, implementando recursos y herramientas que busquen la rehabilitación y trato digno del victimario que con posterioridad se puede convertir en víctima.
Será necesario desarrollar estrategias jurídicas de alto impacto, que puedan diferenciar las sanciones en atención a (i) personas que tenían una condición de discapacidad cognitiva antes del conflicto armado y que eran combatientes y (ii) personas combatientes que adquieren una discapacidad cognitiva como resultado del conflicto armado.
Finalmente, se resalta la poca preparación y capacidad de abordar el problema de la instrumentalización de PcD, si no se tiene un panorama vislumbrado en el cual trabajar. Como se señaló en la investigación, se han propuesto alternativas de solución, pero estas quedan cortas en la ejecución, pues, aunque bien intencionadas, obran a ciegas.
Notas:
1 Este es el caso de las mujeres descubiertas por la Comisión de la Verdad, las cuales fueron prostituidas en el marco del conflicto armado por sus propias familias, al tener una discapacidad preexistente. «Sabrina Pachón expresó que en su ejercicio como activista ha encontrado casos de mujeres con discapacidad que fueron prostituidas por sus familias, las cuales además les han dado la orden de no hablar sobre el tema. Afirmó que las mujeres con discapacidad preexistente que son víctimas en el marco del conflicto son cuerpos e historias invisibles por varias razones: primero, porque pareciera haber un consenso sobre que las personas con discapacidad valen menos; segundo, se asocia la discapacidad a pérdida intelectual; tercero, se ha naturalizado el discurso de que a una mujer con discapacidad no se le viola, sino que se le hace un favor.» (Comisión de la Verdad, 2021)
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