VIOLENCIA, COMUNIDAD Y CIUDADANÍA SOLIDARIA:
CONVERGENCIAS Y DIVERGENCIAS TEÓRICO-METODOLÓGICAS A PARTIR DE LA EXPERIENCIA DE COLOMBIA

VIOLENCE, COMMUNITY AND SOLIDARITY CITIZENSHIP:
THEORETICAL-METHODOLOGICAL CONVERGENCIES AND DIVERGENCES FROM THE COLOMBIAN EXPERIENCE


HISTORIA Y POLÍTICA


Juan Carlos Gómez Quitián 1
Víctor Martín-Fiorino 2
Armando Rojas Claros 3

1 Magíster en Educación de la Universidad Católica de Oriente, Rionegro (Antioquia).
Licenciado en Teología de la Pontificia Universidad Javeriana, Bogotá.
Docente e investigador de la Universidad Católica de Colombia.
jcgomeq@ucatolica.edu.co
0000-0002-4451-2580

2 Doctor en Filosofía de la Universidad Católica de Lovaina (Bélgica).
Docente e investigador de la Universidad Católica de Colombia.
vrmartin@ucatolica.edu.co
0000-0003-4057-7974

3 Magíster en Ciencia Política de la Universidad Católica de Colombia (UCDC).
Licenciado en Filosofía de la Universidad de San Buenaventura, Bogotá.
Docente de la UCDC.
arojas@ucatolica.edu.co
0000-0003-4530-0878


Fecha de recepción: 15 de octubre de 2024
Fecha de aceptación: 30 de enero de 2025.


Referencia: Gómez Quitián, J. C., Martin-Fiorino, V. y Rojas Claros, A. (2024). Violencia, comunidad y ciudadanía solidaria: convergencias y divergencias teóricometodológicas a partir de la experiencia de Colombia Cultura Latinoamericana, 40(2), 42-60. http://dx.doi.org/10.14718/CulturaLatinoam.2024.40.2.2



Resumen

El artículo examina el tema de la violencia y sus efectos en la formación de comunidad y el ejercicio de la ciudadanía a partir de los aprendizajes derivados de la experiencia colombiana. Para ello se parte de la complejidad teórica de concepto de violencia, analizando sus modalidades de afectación social y de incidencia en la identidad personal, y se estudian las principales justificaciones de la violencia y sus límites. De igual modo, se analizan las consecuencias de la violencia en el tejido social de la convivencia y se plantean las condiciones para pasar de la situación de víctima a la condición de ciudadano y a la dignidad de persona, especialmente mediante la acción educativa. Recogiendo las líneas de análisis, se establecen los puntos de fuerza derivados de la convergencia entre comunidad, religiosidad y ciudadanía solidaria.

Palabras clave: Violencia; comunidad; ciudadanía solidaria; convivencia; Colombia


Abstract

The article examines the issue of violence and its effects on the formation of community and the exercise of citizenship based on the learning derived from the Colombian experience. To do this, we start from the theoretical complexity of the concept of violence, analyzing its modalities of social impact and impact on personal identity, and the main justifications of violence and its limits are studied. Likewise, the consequences of violence in the social fabric of coexistence are analyzed and the conditions are proposed to move from the situation of victim to the status of citizen and the dignity of a person, especially through educational action. Collecting the lines of analysis, the points of strength derived from the convergence between community, religiosity and supportive citizenship are established.

Keywords: Violence; community; supportive citizenship; coexistence; Colombia


Introducción

En la forma en que ha sido entendida la violencia en un sinnúmero de eventos de la historia de la humanidad se puede evidenciar cómo a lo largo de su evolución los seres humanos, las sociedades y los Estados han podido justificarla desde sus fines, intereses, posiciones culturales y creencias. Dichas justificaciones han desencadenado hechos violentos masivos que marcaron épocas de decadencia de la convivencia, revoluciones y cambios sociales abruptos, con una gran carga destructiva, pero, paradójicamente, en ocasiones generado también grandes avances científicos, cuya legitimidad ha sido objeto de cuestionamientos éticos y humanitarios. Múltiples disciplinas, destacadas entre ellas la antropología, la sociología y la psicología, han desarrollado teorías explicativas y aplicadas e incluso programas de estudio en los cuales se tematiza la brecha que puede marcar los límites del ser humano como un ser racional

En el terreno conceptual y terminológico, para la Real Academia Española (RAE) violencia se define, a partir del latín violentia, como cualidad de violento o acción y efecto de violentar o violentarse, y acción violenta o contra el natural modo de proceder (RAE, 2000). De esta definición se desprende la necesidad de una acción para explicarla, y la presencia de alguien o de algunos para hacerla concreta.

Según Ramírez y Rosotto (2022), la violencia es una representación del ejercicio del poder, en cualquiera de sus expresiones: física, sexual, psicológica, económica o gestacional. Teniendo en cuenta esta base teórica, cabe resaltar la importancia que ejerce el poder como una de las variables fundamentales en las que se pueden determinar dos papeles activos en su desarrollo: víctima y victimario.

De igual forma, es de gran relevancia tener en cuenta la clasificación taxonómica de la que se generan, que, para Londoño y Guerrero (1999), son "múltiples maneras de clasificar la violencia. Cada clasificación sirve, por lo general, a un propósito determinado y la bondad de la clasificación está estrechamente relacionada con la utilidad de la misma" (p. 9). Por otra parte, la violencia se puede clasificar, según la persona o el grupo que la sufre, en violencia contra los niños, la mujer, el hombre o el anciano, del Estado o grupo al margen de la ley, o diferenciar, según la naturaleza de la agresión, en física, psicológica, racial y religiosa, entre otras; o también, según el sitio donde ocurre, en doméstica, urbana, rural o en el ambiente de trabajo.

Violencia, afectación social e identidad personal

La violencia es un fenómeno que afecta al ser humano en su proceso de desarrollo, en su salud física y metal, en la adaptación con los demás, lo cual hace que la calidad de vida está limitada y, en muchas ocasiones, sea paupérrima especialmente para aquellos que han sido revictimizados por múltiples factores de índole gubernamental o de grupos al margen de la ley; incluso hasta su identidad se ve afectada, como lo explican Alvis Rizzo et al. (2015), al señalar que:

Su identidad se configura en un contexto social violento y dramático, donde las prácticas sociales y discursivas se tejen en relación con la desaparición forzada, que las pone en una condición de víctimas. Esto incide en unas identidades marcadas por la incertidumbre, la indignación, el miedo, la impotencia, la tristeza por la ausencia, la vulneración de sus derechos, entre otros; de manera que la tragedia personal de las víctimas de la violencia se enmarca en la historia nacional, social y colectiva. (p. 975)

La violencia crea una crisis que va desde la persona en lo individual y que se ve reflejada en el ámbito colectivo, lo cual causa una ruptura del tejido social y afecta el bien común que sirve de referente para la inserción de cada una de las personas de la comunidad. Esta ruptura, al ser referida a un espacio contextual como el de la Colombia contemporánea, permite considerar que

alrededor de las diversas explicaciones sobre las raíces de la violencia colombiana hay un sinnúmero de miradas, que van desde atribuirla a problemas partidistas, a la lucha de clases, a la fragilidad de las instituciones políticas, a la injusticia social que incluye la histórica ausencia del reparto equitativo de las tierras, hasta explicarla a partir del derrumbe parcial del Estado, entre otros motivos. Es de señalar que la violencia no ha tenido la misma incidencia ni las mismas manifestaciones en todas las regiones del país, sino que ello ha variado dependiendo del contexto. (González Arana y Molinares Guerrero, 2010, pp. 13-14)

Por ello es de gran importancia tener en cuenta que, en el marco del conflicto armado en Colombia, una de las clasificaciones fundamentales hace referencia a la violencia colectiva, en la cual se encuentran comprometidos grandes grupos de personas como: agrupaciones terroristas, guerrillas, fuerzas militares y otros; la violencia social, que es generada por un grupo de personas que persiguen un fin común; la violencia política, que desarrolla su impacto como conflicto por medio de guerras, secuestros, lucha armada, masacres y otros hechos violentos ejercidos ya sea por las fuerzas del Estado, las guerrillas y los grupos de autodefensas, con fines políticos o como parte de la delincuencia común; y la violencia económica, que no repara en las consecuencias en su afán de conseguir ganancias económicas, utilizando la fuerza y el poder para intimidar a la población a través de asaltos, secuestros extorsivos o amenazas.

Desde este punto de vista, en el caso colombiano la afectación violenta tiene múltiples vertientes y toca, de una u otra manera, a toda la población, abarcando desde lo racional hasta lo irracional en ataques de violencia indiscriminada. Acerca de ello, Oquist (1978), en su estudio sobre la violencia en Colombia, la define como un instrumento, dándole el carácter de racional, pues es el medio utilizado para alcanzar un fin potencialmente realizable y que, además, tiene el potencial para obtenerlo, a diferencia de la violencia irracional que es la agresión física o la amenaza certera de la misma que no persigue una meta, pues tiene a la propia violencia como meta. (p. 37)

De ello se desprende la necesidad de distinguir, en las manifestaciones de violencia, elementos racionales e irracionales, lo que ha sido trabajado por varios autores desde la resignificación de la razón bélica y la reformulación de los discursos que se proponen justificar la violencia y la guerra.

La violencia en el contexto de Colombia

Al afirmar que "Colombia se debate en la disyuntiva de ahogarse en el mar de la violencia o salir a flote", Archila Guio et al. (2015, p. 43) constatan que los grupos al margen de la ley tienen muy claro sus objetivos, que son la toma del poder, sea por la vía militar o política, para acceder al control de los territorios y de la población civil; para ello, como señalan los autores, se han valido de la violencia, inicialmente como un medio de presión para alcanzar sus ideales y objetivos, pero paulatinamente estos objetivos se han mediatizado hacia formas de poder económico que marcan el paso del uso de las armas con una justificación racional a un uso de la violencia como fin.

La violencia, en cuanto puede ser caracterizada como el "uso intencional de la fuerza física, amenazas contra uno mismo, otra persona, un grupo o una comunidad" (Organización Mundial de la Salud, 2021), constituye un acto denigrante que ha estado presente desde tiempos muy remotos. Además de esa realidad histórica, y como experiencia límite global, en el primer tercio del siglo XXI la humanidad vivió, entre el 2020 y el 2021, el dolor causado por los efectos de la pandemia del covid-19, marcada por el confinamiento y la precariedad; pero, además de estos factores, también se generaron contextos y momentos de conflictividad social, espacios de violencia a lo largo de los años en el mundo.

En una humanidad refugiada en sus hogares, se visibilizó y adquirió una nueva y significativa importancia, una nueva pandemia, la violencia doméstica, que se convirtió en una expresión aguda de conflictividad social, aunque es preciso reconocer, con Mlambo-Ngcuka (2020) que, "incluso antes de que existiera el covid-19, la violencia doméstica ya era una de las violaciones de los derechos humanos más flagrantes" (párr. 4).

Las consecuencias de la violencia dejan sin duda una amplia secuela de afectaciones. Centrando la referencia en Colombia, país reconocido por tener uno de los más altos índices de violencia y caracterizado por el poder y la influencia de diversos tipos de grupos armados al margen de la ley (paramilitares, guerrilla, bandas criminales y grupos ligados al narcotráfico), se puede constatar que los tipos de violencia (física y sexual, asesinatos selectivos, desapariciones y desplazamientos forzados, y amenazas) han dejado, además de la afectación física, huellas como "traumatismos, daños psicológicos y problemas de desarrollo" (Organización Mundial de la Salud, 2021) que en su mayoría están ligadas al silencio generado por el temor y, en gran cantidad de casos, desembocan en la impunidad generada por los ineficientes sistemas de justicia.

Las justificaciones de la violencia y sus límites

La guerra, los conflictos armados y todas las formas de la violencia, desde los niveles macro hasta la violencia doméstica, han logrado destruir familias, personas, corazones, lugares y proyectos de vida, porque, como lo expresa Galtung (2017), "las diferencias entre el Yo y el Otro pueden ser utilizadas para justificar la violencia contra las personas" (p. 167), quienes hayan tenido que vivir estos tiempos de incertidumbre, temor y desolación son más guerreros que los mismos que sujetaban un arma o un puño en contra de su prójimo.

La guerra no se olvida, se aprende a vivir con las huellas que deja, y ahí recobra importancia la reconstrucción de vida para seguir viviendo sin que el pasado afecte el presente y el futuro; es así que "la población civil ha vivido una sucesión cotidiana de eventos de pequeña escala como asesinatos selectivos, desapariciones forzosas, masacres, secuestros, violencia sexual y minas antipersonales, entre otros" (Centro Nacional de Memoria Histórica, 2013, p. 19) personas inocentes, humildes, solidarias, que han vivido en carne propia la guerra y personas incapaces de generar un daño tan brutal como la muerte de alguien, y tener que estar sometidos a un grupo que, a punta de terror, generaban respeto.

Colombia en medio del conflicto armado ha sido un laboratorio de presión para el logro de diversos propósitos particulares, ya sea por la palabra o los actos físicos en los cuales se ha atentado contra la integridad personal y a sus derechos teniendo como justificación hoy en día, que se ha visto influenciada por múltiples actores que hacen parte de la élite en política y han generado un teatro de humo, en el cual personas vulnerables se han visto afectadas en una guerra que pareciera no tener fin; campesinos, indígenas, comerciantes y el colombiano promedio hacen parte de esta larga lista. Incluso, aquellas personas que han sufrido un desplazamiento, frente al constructo de justificación del marco de la ley, han sido sobrevictimizados de manera permanente en procesos que deberían cumplirse y que pasan como omisión en el proceso de reparación; por ello, es importante tener en cuenta lo que la ley actualmente dictamina y realizar un balance de su cumplimiento: el Gobierno nacional profirió la Ley 1448 de 2011, "por la cual se dictan medidas de atención, asistencia y reparación integral a las víctimas del conflicto armado interno y se dictan otras disposiciones" (p. 1). Con esta ley se busca "coordinar la creación, implementación y fortalecimiento de los Centros Regionales de Atención y Reparación y gerenciarlos en los términos de la Ley 1448 de 2011 y en las normas que la reglamenten (Unidad para la Atención y Reparación Integral a las Víctimas, 2013, p. 4).

En Colombia la principal razón de la violencia es "la tierra, que está en el corazón del conflicto colombiano" (Centro Nacional de Memoria Histórica, 2013, p. 49), y esto ha causado el enfrentamiento entre diversos grupos al margen de la ley y del Estado, olvidándose del otro como persona y teniendo resultados de deshumanización y, en palabras de Johan Galtung, es iniciar el proceso de las tres r: reconstrucción, reconciliación y resolución, y "establecer relaciones pacíficas y armónicas entre las personas y las comunidades. Un hecho educativo y comunicativo que comienza en uno mismo y se hace extensible a los diferentes círculos en donde nos desarrollamos" (Amar, 2020, p. 64) y en este caso cumple un papel importante en el proceso de sanación.

Galtung plantea que, para afrontar los efectos visibles e invisibles de la guerra y la violencia, es fundamental realizar el ejercicio de las tres r; a partir de ello fue creado el juego llamado reconstrucción, creado por la Universidad Nacional de Colombia, que muestra la cruda realidad de Colombia como país sumergido en la violencia, la injusticia y la corrupción, y cuyos habitantes se encuentran en una constante lucha por sobrevivir.

Galtung (1998) afirma que la reconstrucción es reparar/arreglar o sanar las heridas que provocó la violencia, incluso reparar daños materiales; por lo tanto, las víctimas podrían llegar a tener una reconstrucción en sentido material, con la restitución de sus tierras, de las cuales alguna vez fueron despojados y desplazados a la fuerza. Desde la reconstrucción que propone Galtung, las víctimas tanto de conflictos como de la violencia doméstica es importante que reciban una reparación integral enfocada en la rehabilitación del daño psicológico que tuvieron que enfrentar por el conflicto, ya que muy aparte del dolor que sufrieron por la pérdida de sus seres queridos, fue la violación de los derechos como son la vida y la libertad.

Por otra parte, hablando de los victimarios, una reintegración a la sociedad, acompañada de una rehabilitación, sería clave para poder sanar las heridas que provocaron sus actos de violencia en el conflicto armado y la violencia doméstica, porque "solo el yo es responsable del otro y no a la inversa" (Navarro, 2008, p. 187), y al enfocarnos en el juego, claramente los derechos fueron violados tanto para Victoria como para los demás habitantes de su pueblo, ya que los paramilitares asesinaron a muchos e incluso prometieron volver, prácticamente obligándolos a dejar sus tierras.

Sobre este tipo de amenazas de repetición, Galtung (1998) afirma que "la reconciliación es anular o deshacer el conflicto, es decir limpiar toda idea de reaparición del conflicto para que no vuelva". Es importante recalcar que Victoria y los habitantes del "pueblo escondido" fueron víctimas del conflicto armado. En una parte del juego ella tuvo la opción de elegir entre unirse a la guerrilla para cobrar venganza por lo que le hicieron a su abuelo, sin embargo, ella decide volver a su pueblo, con su gente y luchar con ellos por sus derechos, por lo tanto, cobra vida el momento de limpiar todo momento de conflicto por medio de la resiliencia, la educación y la comunicación entre las partes, a partir de la

apertura hacia la alteridad, y de su reconocimiento que se hace con responsabilidad y compromiso, porque es ser para el otro, ser para la entrega y el ser de abrirse hacia la alteridad, [...], porque se pasa de la conceptualización del otro al encuentro con ese ser real y en circunstancias concretas. (Gómez Quitián, 2020, p. 88)

Por lo tanto, la reconciliación es no volver al enfrentamiento, sino encontrar personas que estén dispuestas a perdonar y a no seguir pro­moviendo la violencia.

Las víctimas pueden llegar a tener una reconciliación verdadera por medio del perdón y el ejemplo para seguir es la actitud de Victoria que, a pesar del dolor que le causaron matando a su abuelo, ella decidió no cobrar venganza y mencionó que, al perdonar, el corazón dolía menos. Por otra parte, si hablamos de los victimarios, para que exista una anulación total del conflicto, considero que sería importante que ellos decidieran no seguir más en una guerra en la cual muchas personas inocentes tengan que pagar las consecuencias. Una reintegración a la sociedad, acompañada del apoyo del Gobierno para que puedan volver a sus vidas de antes, sería vital para que la sociedad colombiana pudiera encaminarse más hacia la paz.

Cabe preguntarse sobre cuál es el sentido de la resolución de un conflicto, a lo que Galtung (1998) responde al afirmar que "la resolución es buscar condiciones necesarias para solventar el conflicto, aplicar todo lo posible para borrar el conflicto por completo a la nación o sociedad", es así que, para dar un primer paso en los conflictos armados y violencia doméstica, debe existir un Estado con un objetivo claro de construir un país con una sociedad más justa, democrática, igualitaria e incluyente.

Convivencia y construcción de comunidad

A propósito de la convivencia, sus posibilidades, límites y potencialidades para refundar la vida en común, cabe preguntarse cómo pensar la comunidad en sociedades marcadas por espacios fragmentarios de violencia, agresividad y competitividad. Para ello, y tratándose de un factor decisivo en la construcción de comunidad (Cortina, 2021), es necesario ampliar las interrogantes para inquirir acerca de cuál es la relación entre comunidad y sociedad civil, en la medida en que ambos conceptos representan, por una parte, un espacio social humano y, por otra, un territorio de regulación de los equilibrios entre derechos y deberes: derechos frente al Estado y responsabilidad en el cumplimiento de los deberes para con los demás ciudadanos.

Frente a las condiciones sociales en las que es necesario plantear la convivencia y las relaciones de comunidad en las sociedades contemporáneas, cabe revisar el predominio de los aspectos que han permitido caracterizarlas como sociedades del rendimiento y del cansancio (Byug-Chul Han, 2020), de la decepción (Bauman, 2024) o del miedo (Bude, 2018). El denominador común da tales calificaciones es la supervivencia: el umbral más bajo de la vida, marcado por la fuerte incidencia de condiciones de pobreza, exclusión y, principalmente, por las consecuencias directas e indirectas de la violencia.

Hablar de sociedades de supervivencia (Martín-Fiorino, 2020) lleva necesariamente a interrogarse si los miembros de tales sociedades se encuentran en capacidad, disposición y, sobre todo, posibilidad de llevar a cabo el conjunto de acciones participativas, deliberadas y conscientes, que requiere la construcción de comunidad en el marco de condiciones de muto reconocimiento y respeto, desde un ejercicio decidido de la solidaridad con los más vulnerables y mediante el manejo de un conjunto de capacidades que se vinculan inseparablemente al acceso a la educación y a la disposición de oportunidades y posibilidades de obtener la información que lo haga posible.

El interrogante acerca de cómo construir comunidad en entornos de supervivencia remite, sin duda, a cómo hacerlo en contextos de violencia. Desde una visión sistémica de las diferentes formas de violencia, a partir de la violencia física directa producto de las agresiones contra la integridad de las personas hasta los efectos de violencias estructurales como la pobreza y la exclusión, resulta necesario poder contrastar la experiencia de la reducción de la persona a víctima (persecuciones, desplazamiento, migración forzada) y las experiencias de los otros tipos de violencia asociados a la victimización, como las que conducen a la afectación y el deterioro de la vida personal en situaciones inhumanas de producción.

Por otra parte, como lo han estudiado diversos autores (Bauman, 2024; Cortina, 2021; Han, 2020), otras formas de violencia, diversas pero no menos cosificantes, son, por ejemplo, aquellas que reducen a la persona a mero consumidor manipulado por los intereses del mercado, o solamente a seguidor de redes o de ideologías, cuyos intereses determinan una clara afectación de la libertad y la autonomía de las personas, impidiendo la posibilidad de colocar en el centro de la vida en común (comunidad) a la persona como sujeto —biográfico, histórico— y no solo como un objeto sobre cuya realidad solamente biológica y productiva-biológica, actúan las fuerzas del consumo o la manipulación.

Del ciudadano a la persona en la educación

Desde la crítica a la identificación hombre-ciudadano que, en un sentido, en ese entonces era innovador, fue planteada por Aristóteles, contemporáneamente se plantea el debate de democracias sin ciudadanos (Camps, 2004) y ciudadanías sin personas, como parte de un desfondamiento de las bases de la vida en común que, como lo propuso en su momento López Aranguren (1996), requiere revisar la relación entre ética, psicología y antropología. Para ello resulta pertinente analizar el aporte de la ética personalista (Mounier, 1990) desde cuyas bases se hace posible replantear la antropología política. Interesa repensar y contextualizar los fundamentos de la política a partir del pensamiento de autores como Arendt, Mounier, Ricoeur y Cortina, y revisar el papel de la compasión, que remite al amor —cívico, solidario, fraterno— como base de una justicia política como justicia cordis.

A partir de las Éticas de la Compasión es posible buscar respuesta a la pregunta acerca de cómo y por qué es necesario ser compasivo hoy. Para ello se requiere poner en revisión los contenidos del concepto mismo de compasión y principalmente de las prácticas compasivas, relacionándolas con el concepto de obligación, previo y fundante del concepto ético del deber (Cortina, 2017). A partir de ello es posible replantear la sobriedad, la justicia y la compasión como bases de una política de futuro y asociarla a lo que Bergoglio define como "la mejor política" (Bergoglio, 2020).

Como un enfoque de la finalidad de los actos que presiden y orientan la vida en común, es necesario revisar el concepto de felicidad ( eudaimonía) relacionándolo con el de comunidad. Sobre la base de la relacionalidad de la persona, se problematiza así la idea de ser-feliz-con-otros desde el desafío que representa el concepto de encuentro interhumano (Laín, 2003) y entendiendo la felicidad como vocación de plenitud que se va construyendo en la politicidad propiamente humana, más que en el gregarismo (enjambre) o la mera socialidad (contrato).

A partir de la noción de cuidado y revisitando las Éticas del Cuidado (Gilligan, 2013) en sus expresiones actuales, se plantea la necesidad de pasar de sociedades basadas en el control, a sociedades centradas en el cuidado mutuo. En esta transición, cuyos efectos se proyectan de modo sistémico, es posible relacionar la noción de cuidado con los conceptos de alteridad, projimidad y servicio, con el objeto de proponer bases sólidas para entender y practicar la política desde una cultura del cuidado.

Como consecuencia de ello, es posible replantear la educación para la felicidad como un mecanismo orientado a favorecer los procesos de personalización, más allá de la competitividad, el consumismo o el enjambre. Con ello, la educación se replantea como aprendizaje para la convivencia en comunidad, sobre la base del diálogo, la negociación de los conflictos y la construcción de la paz.

Bases ético-formativas para la construcción de comunidad

Los consensos comunicativos para construir comunidad y consolidar la convivencia, como dinámicas disruptivas y consensuadas para instaurar relaciones de mayor equidad, constituyen nuevas bases para transformar la política y la educación. En el conflictivo contexto latinoamericano actual, el reconocimiento del otro que "me compromete antes de todo pacto" (Levinas, 1976) y el mensaje de la Encíclica Fratelli tutti (2020), plantean el reto de ser solidarios y acoger al otro en nuestra propia vida —no solo en nuestro territorio— como aprendizaje y práctica de fraternidad y de encuentro interhumano compasivo no condicionado.

La irrupción de la persona nos interpela (Martín-Fiorino, 2020), desde la sensibilidad para verla en el rostro del sufriente y hasta la eficacia para atender sus necesidades; plantea el reto para gobiernos, instituciones y organizaciones, los ciudadanos y cada persona individual, de tomar partido entre la indiferencia y la actitud de "descarte" hacia el otro —pobre, vulnerable, vulnerado—. Sentirse socialmente obligados a adoptar solo la perspectiva de la recepción —pasiva, defensiva, condicionada— o bien asumir, voluntaria y libremente, el compromiso de la acogida, entendida y ejercida como solidaridad activa y práctica del cuidado mutuo que capacita para ver, valorar e integrar a los más vulnerables —pobres, migrantes, refugiados— en su condición de personas que, desde su fragilidad y como irrupción de alteridad fecundadora, brindan la oportunidad de construir comunidad.

Formar en y para la solidaridad, y la acogida de los más vulnerables, es construir un tipo de polis, espacio ético-político y educativo de rehumanización pensado y practicado desde la fraternidad, polis de la vida (bio-polis) que, desde el compromiso ético de la acogida, puede crecer y renovarse críticamente como comunidad. La ponencia analiza los escenarios y las posibilidades para ello y propone las transformaciones necesarias en la educación y la política como espacios de gestión de la convivencia y del cuidado de la vida.

Comunidad, religiosidad y ciudadanía solidaria

La cohesión y el apoyo solidario ha sido una experiencia anhelada, practicada o rechazada, por parte de los grupos humanos en los diversos contextos culturales y en los diferentes periodos históricos. Según numerosos estudios, lo que nos ha convertido en seres humanos o en una civilización, ha sido el hecho de poder contar unos con otros o de formar redes de cooperación que es imposible encontrar en especies no humanas (Tomasello, 2013; 2019). En efecto, los estudios de etología nos muestran importantes evidencias empíricas de lo que son capaces de hacer, especies como los gorilas, los elefantes o los delfines (Morris, 2002; Wall, 2011).

El filósofo escocés Alasdair MacIntyre, interesado por los desarrollos cognitivos de los animales no humanos y la convergencia prelingüística que estas especies puedan tener con los seres humanos, lo ha llevado a proponer interesantes reflexiones al respecto (Rojas y Gelvez, 2018). En sus estudios y observaciones sobre los delfines nos dice el autor que estas especies

Habitan en grupos y manadas, y su estructura social está bien definida. [...] Crean diferentes tipos de vínculos sociales y muestran afectos y pasiones; pueden sentir miedo y padecer estrés; albergan intenciones y son juguetones, participan deliberadamente en los juegos, así como en la caza y otras actividades. [...] son capaces de interaccionar muy bien con el ser humano e incluso, a veces, son ellos mismos quienes inician la interacción. [...] Por otra parte, la cooperación que llevan a cabo implica la coordinación de las acciones de un delfín con las acciones de otros que persiguen un mismo objetivo. (MacIntyre, 2001a, p. 35)

Si bien es cierto que pueden establecer ciertas características entre los seres humanos y los delfines o entre otras especies no humanas en un nivel prelingüístico, está claro que cuando se trata de redes de cooperación entre grandes grupos humanos o culturas, las diferencias con los animales no humanos se tornan abismales. Es probable que un pequeño grupo de gorilas o de delfines puedan buscar un objetivo en común, pero será imposible organizar a un millón de ellos para realizar una meta, tal como lo pueden hacer los seres humanos (Harari, 2022). Esta es, por supuesto, una condición de superioridad del Homo sapiens en comparación con otras especies. Organizarse en redes de reciprocidad es una de sus características vitales.

Ahora bien, construir redes de apoyo no implica la creación de comunidades cohesionadas en las que se vela los unos por los otros. En la organización comercial pueden evidenciarse redes de apoyo, pero no por ello un cuidado por el otro, pues lo que importa en las relaciones comerciales son los intereses que persiguen las empresas, no las personas en sí mismas. Por tanto, pensar la creación de comunidad y las relaciones ciudadanas solidarias es una necesidad humana.

En nuestro mundo actual es una necesidad debido a las formas teóricas y prácticas del individualismo que tiende a corroer, por una parte, las relaciones intersubjetivas, dándole prioridad a los intereses económicos frente a las personas y a los productos de consumo frente al cuidado de la naturaleza. El individualismo nos hace pensar que lo individual prima sobre lo común y que en apariencia no requerimos de los otros. En otras palabras, lo que importa es lo que un ser humano nos puede ofrecer, bien sea a partir de sus bienes o de sus habilidades. Sus anhelos y necesidades de afecto, reconocimiento o amistad se dejan en el universo individualista en un segundo plano, como si fuera algo que a la postre no es relevante en la configuración de una ciudadanía fuerte y vinculante. En este sentido, nos dice MacIntyre, es un error vernos así mismo como solo individuos, ya que todo ser humano se debe a unos vínculos, una comunidad o una tradición; en sus palabras:

Todos nosotros nos relacionamos con nuestras circunstancias en tanto que portadores de una identidad social concreta. Soy el hijo o la hija de alguien, primo o tío de alguien más, ciudadano de esta o aquella ciudad; miembro de este o aquel gremio o profesión; pertenezco a este clan, a esta tribu, a esta nación. (2001b, p. 271)

El hecho de pertenecer a algo o a un grupo humano, constituye, por una parte, nuestra identidad y, por otra, es muestra de la necesidad que tienen los seres humanos de crear camaradería, vínculos familiares o sociales y de afianzar las ataduras de sus relaciones. La construcción de comunidad o de pequeñas comunidades y el fortalecimiento de una ciudadanía solidaria, tiene diversas fuentes desde las cuales se animan, desarrollan o establecen.

En nuestras sociedades modernas la demanda de solidaridad se ha establecido debido a los reclamos de los trabajadores, los enfermos, las víctimas de guerra, los inmigrantes, los niños y todos aquellos que, en diversas épocas y circunstancias, han sido azotados por la pobreza, un desastre natural o algún tipo de sufrimiento psicológico o físico; en otras palabras, quienes han tenido que experimentar un estado de vulnerabilidad del cual ningún ser humano puede escapar.

En su respuesta al sufrimiento humano, el Occidente moderno se ha refugiado en los derechos y las instituciones políticas como el lugar y el procedimiento que busca atender las necesidades humanas (Bayertz, 1998), a la vez que los ciudadanos pueden recibir la ayuda requerida con dignidad, pues cuando piden lo hacen en nombre de un derecho y cuando reciben cobijo, alimento, medicamentos o cualquier otra ayuda lo hacen sin humillación, ya que quien les entrega no lo hace a nombre propio, sino a partir de políticas institucionales que salvaguardan y construyen la convivencia de la ciudadanía.

Así lo sostiene Arango (2012) al afirmar que la tarea del Estado es la de

[P]roteger al individuo de los riesgos naturales y sociales a que está expuesto, de forma que este pueda realizar en la mayor medida posible sus potencialidades. Si bien el individuo está llamado, en principio, a enfrentar él mismo los riesgos que le depara la vida, lo que es la expresión del principio de autonomía, el Estado debe en ocasiones intervenir para asegurar las condiciones reales del ejercicio de las libertades y derechos y evitar los factores negativos que ponen en peligro la libertad e igualdad real del individuo. (p. 156)

Si la primera fuente de construcción de comunidad y ciudadanía en las sociedades modernas está avalada por las instituciones políticas y su orden administrativo, la segunda fuente a la que se puede acudir en busca de apoyo es la conciencia ética de la ciudadanía. Los reclamos éticos, por supuesto, carecen de obligatoria institucional, apelan a la buena voluntad de los individuos, a su compasión, a la idea que se pongan en el lugar de quien padece una necesidad que no podría ser solucionada si no con la intervención de otro. Aunque no hay una institución que obligue a la ciudadanía a ser buenas personas, no por ello la respuesta ética es menos importante que la intervención política.

Lo que mueve al ser humano a realizar una acción ética puede estar supeditado a las razones que se da a sí mismo para realizar un comportamiento moral o evitar otro, es la puesta en escena de la reflexión ilustrada, de la justificación o el razonamiento de los actos morales.

Puede estar motivado por la experiencia personal, sentirse identificado con una función determinada, ser profesor, pertenecer a una clase social o a un grupo de personas que defienden unos derechos específicos.

Las acciones morales estarían motivadas por el hecho de compartir un sentimiento de simpatía con otros seres humanos que tienen unas luchas y expectativas similares a las mías. Otro referente determinante es la vivencia de la fe religiosa que lleva a las personas a unirse, defender y trabajar por unos ideales comunes o una forma de vida en particular que ilumina todos los campos de la existencia y cotidianidad en cuanto se han tomado en serio la vivencia de su fe.

El papel que desempeña una fe madura y reflexiva es un potencial que no solo lleva orden y armonía en la vida de los creyentes, sino que se convierte en un aliado democrático que puede potenciar los vínculos y la convivencia entre los conciudadanos, o entre vecinos que comparten un lugar y un deseo de vivir en comunidades en las cuales es primordial el diálogo, el respeto y el reconocimiento del diferente. En palabras de Habermas (2005), "el desarrollo [...] de estructuras del mundo de la vida puede, ciertamente, estimularse, pero escapa en buena medida a la regulación jurídica, a la intervención administrativa o a la regulación política" (p. 439).

En el catolicismo, se encuentran un sinfín de comunidades y parroquias en las que no solo se puede evidenciar una motivación para realizar el bien, ser justo o solidario, también se pueden observar prácticas de estudio y oración, y compartir que crean vínculos entre las personas y que va mucho más allá de lo que una regulación jurídica puede lograr. En estas comunidades o parroquias puede desarrollarse un doble propósito: fortalecer la espiritualidad y potenciar una ética cívica, que toma en serio la convivencia ciudadana y el apoyo mutuo entre creyentes y no creyentes, que persiguen un mismo propósito, que es llevar una buena vida en medio de las diferencias o con aquellos que son y piensan distinto.

Ahora bien, es innegable que las instituciones religiosas, tanto en el caso del protestantismo como del catolicismo, han sido objeto de numerosas críticas (Hoyos y Rueda, 2011). Desde la perspectiva política, la institucionalidad católica ha recibido críticas en relación con la práctica de la democracia, y se ha afirmado que "el mismo desarrollo de los Estado-nación en Latinoamérica se ha dado en el contexto delineado por el poder social y económico de la Iglesia católica" (Aguirre, 2018, p. 196); pero si bien particularmente el pensamiento ilustrado ha enfatizado en los aspectos que separan a creyentes y no creyentes, hoy es posible constatar y subrayar aquellos puntos que los unen.

Es bien sabido que la separación entre Estado e Iglesia es un fenómeno moderno que se gestó en Europa (Gómez Rincón, 2020, p. 55; Habermas, 2015, p. 268) y que luego vino a tener una resonancia significativa en América Latina, tanto en el ordenamiento jurídico como en la actitud de la ciudadanía. Esa separación llevó a la institucional católica a abandonar la idea según la cual ella tenía la clave del orden moral y de la interpretación de una vida buena (Habermas y Ratzinger, 2018, p. 26).

Así que ser un buen ciudadano y un buen creyente ha venido a significar cosas distintas, pero esas diferencias no tienen por qué impedir el reconocimiento mutuo y la práctica de valores comunes que persiguen creyentes y no creyentes (Garzón Vallejo, 2014, p. 263) en una convivencia pacífica orientada al desarrollo humano y el crecimiento económico de su ciudad o localidad, la vitalidad de los vínculos comunitarios para compartir la vida, el afrontar las calamidades y resolver los conflictos.

Por tanto, cabe preguntarse qué se puede esperar de las comunidades religiosas y sus aportes al ejercicio democrático de toda la ciudadanía. En relación con la experiencia de los creyentes, se espera el desarrollo de su potencial crítico, frente a las realidades de injusticia que se experimenta en las comunidades, ya que cuentan con un capital espiritual y una tradición que es reconocida en la sociedad. De los ciudadanos no creyentes se espera apertura al diálogo y su capacidad para integrar otros actores sociales con diferentes formas de pensar; así, por ejemplo, los impulsos de una sociedad democrática por llevar al mundo de la vida prácticas institucionales de solidaridad que se basan en los derechos, puede verse fortalecida por la motivación de los creyentes de vivir en sociedades más cohesionadas, en las cuales se reflejen los valores del evangelio o los ideales de la fe.

A modo de conclusión

En la convergencia entre la superación de los efectos de la violencia, las posibilidades de construir comunidad en entornos violentos, complejos y conflictivos y los aportes de todos los sectores de la sociedad al establecimiento de mejores relaciones de convivencia, respeto y cuidado mutuo, el replanteamiento de una reconstrucción del tejido social y ético pasa por la puesta en práctica de nuevas formas de educar en la práctica del diálogo, la solidaridad y la cooperación. Es importante que, como sociedad, seamos capaces de generar un mayor nivel de conciencia y empatía, en espacial con aquellas personas que estuvieron directamente afectadas por la violencia armada, así como con los sectores que sufren condiciones de violencia marcadas por las prácticas injustas, la exclusión y la indiferencia.

Se trata, en todos los casos, no de meros actores en situaciones de violencia, sino de autores que ven frustrada de modo injusto y forzado su capacidad de poder tomar las decisiones responsables acerca de su vida como seres humanos biográficos: campesinos, niños, madres cabeza de familia, padres, adultos y abuelos, entre otros; implicados en procesos de afectación de sus vidas, cuyas consecuencias les marcan de modo decisivo y se constituyen en factores reales de deshumanización.

Con el aporte de las comunidades que están llamadas a coincidir especialmente en los espacios de convivencia local, es imprescindible poner en marcha iniciativas que convoquen a los diversos sectores a trabajar unidos, sabiendo resolver mediante una adecuada gestión humana las situaciones de diversidad, complejidad y conflictividad que plantea la vida en común orientada a salir de los efectos socialmente desestructurantes de la violencia.

Es necesario avanzar, mediante proyectos concretos y con apoyo nacional e internacional, en la reconstrucción del tejido de convivencia, en lo que tienen una importante labor familias, comunidades de fe e instituciones y organizaciones de apoyo social a los más vulnerables. Reconstrucción, reconciliación y restauración de las consecuencias de la violencia, junto al trabajo en los centros de memoria histórica para recordar, con justa memoria, y todo ello unido a una educación que integre a la persona, en primer término, en todas sus dimensiones, desde el bienestar físico hasta la espiritualidad, y que, en segundo lugar, las integre socialmente en redes de solidaridad y de mutuo cuidado.



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