CULTURA E IDEOLOGÍAS EN EL PENSAMIENTO LATINOAMERICANO 1

CULTURE AND IDEOLOGIES IN LATIN AMERICAN THOUGHT


HISTORIA DE LAS IDEAS Y DE LA CULTURA


Pablo Guadarrama González2

1 Una primera versión de la primera parte de este artículo fue publicada en Guadarrama (2017).

2 Doctor en Ciencias de la Universidad Central "Marta Abreu" de Las Villas, Santa Clara (Cuba).
Doctor en Filosofía de la Universidad de Leipzig (Alemania).
Profesor investigador de la Universidad Católica de Colombia.
0000-0002-4776-2219
pmguadarrama@ucatólica.edu.co


Fecha de recepción: 15 de octubre de 2024
Fecha de aceptación: 30 de enero de 2025.


Referencia: Guadarrama González, P. (2024). Cultura e ideologías en el pensamiento latinoamericano. Cultura Latinoamericana, 40(2), 64-87. http://dx.doi.org/10.14718/CulturaLatinoam.2024.40.2.3



Resumen

La interrelación entre la cultura y las ideologías puede ser conflictiva o armónica. Todo depende de los conceptos de cultura e ideología desde los que se analice tal problemática. Las expresiones ideológicas pueden afectar el valor de las producciones culturales cuando prevalecen por encima de la calidad epistémica o estética y la proyección humanista de su obra. En el pensamiento latinoamericano desde sus primeras manifestaciones hasta la actualidad, el vínculo entre ambas se ha hecho patente. Se valoran determinados componentes ideológicos en algunos representantes latinoamericanos del pensamiento político y filosófico, hasta las luchas independentistas, con el objetivo de demostrar que su validez para este contexto les hace acreedor de alcanzar reconocimiento por parte de la cultura universal.

Palabras clave: Cultura; ideología; humanismo; pensamiento latinoamericano


Abstract

The interrelation between culture and ideologies can be either conflictual or harmonious. It all depends on the definitions of culture and ideology from which the issue is analyzed. Ideological expressions may affect the value of cultural productions when they prevail over the epistemic or aesthetic quality and the humanistic projection of the work. In Latin American thought, from its earliest manifestations to the present, the connection between the two has become evident. Certain ideological components are valued in some Latin American representatives of political and philosophical thought, up to the independence struggles, with the aim of demonstrating that their relevance in this context merits recognition by universal culture.

Keywords: Culture; ideology; humanism; Latin American thought.


Introducción

Quien dedique la mayor parte de sus energías físicas y mentales a la vida cultural —en el más amplio sentido de lo que se entienda por esta última, la cual no debe limitarse a los artistas, escritores, científicos, pensadores, etc.— debe tratar de tener claridad conceptual sobre las posibles interrelaciones existentes entre la labor que desempeña y las ideologías, las cuales no necesariamente deben ser conflictivas, pero sucede que, en muchas ocasiones, sí lo son. Lo ideal es que estas resulten armónicas, pero esto dependerá en gran medida de la proyección humanista de la actividad de estos diferentes gestores culturales.

Por supuesto que todo se articula con el contenido conceptual que atribuya a ambos términos, pues si no se parte de algunas definiciones pertinentes, esto puede conducir a nefastas inconsecuencias, las cuales no solo deben derivar en implicaciones teóricas, sino también prácticas, al repercutir directamente en su actividad artística o intelectual.

En primer lugar, debe considerarse que la cultura no comprende todos los productos de la actividad humana.

Para lograr una definición de cultura que logre eludir el carácter estrecho o unilateral de muchas concepciones que abundan en los ambientes académicos, y usualmente en mayor medida fuera de estos, debe ser considerada como el grado de dominación por el hombre de las condiciones de vida de su ser, de su modo histórico concreto de existencia, lo cual implica de igual modo el control sobre su conciencia y toda su actividad espiritual, posibilitándole mayor grado de libertad y beneficio a su comunidad. (Guadarrama, 2006, p. 193)

La sociedad humana constantemente engendra excrecencias sociales que atentan, incluso, contra la condición humana (Guadarrama, 2018), al enajenar al hombre ante muchos de sus productos e instituciones que, en muchas ocasiones, afectan la naturaleza y, por tanto, su propia existencia.

Para que algo sea considerado propiamente un bien cultural debe poseer una carga axiológica positiva, enriquecedora y contribuyente al mejoramiento humano. Esto es, que le permita al hombre ser más libre y superar alguna forma histórica de enajenación.

En caso contrario no existirían diferencias sustanciales en cuanto al contenido conceptual de los términos sociedad y cultura, y prácticamente tendrían significados semejantes; pero, por fortuna, ese no es el caso. Por esa razón, desde su origen latino, el término en sus utilizaciones concretas de agricultura, silvicultura, apicultura, etc., estaba orientado a mejorar las condiciones de cada una de esas actividades, del mismo modo que Cicerón le atribuiría una función benefactora al cultivo del alma (cultura animis).

Cultura animi es tal vez una de las mejores definiciones de la filosofía [Cicero. Tusculanae disputationes, II, 13]. La palabra significa cultivo (cura, curatio, cultus), implicando honor y veneración. La cultura era siempre cultura de algo. De ahí que pasó a significar lo que aún se quiere decir cuando se habla de un hombre cultivado y fue por intermedio de "civilización" como cultura pasó a tomar la acepción corriente hoy en día. (Panikkar, 1996, p. 23)

Si se asume tal concepción de la cultura, se infiere que su nexo con las ideologías debe ser algo especial y puede ser conflictivo o armónico. Estas últimas, más allá de su etimología —cuyos antecedentes pueden encontrarse en John Locke, quien desde el sensualismo sugería crear una ciencia de las ideas— pueden afectar el valor de las producciones culturales, cuando prevalecen sus expresiones en lugar de que sean las epistémicas o estéticas.

Caracterización de las ideologías

El componente ideológico en las reflexiones filosóficas por sí mismo no es dado a estimular concepciones científicas, pero tampoco esto significa que excluya la posibilidad de la confluencia con ellas, en tanto estas contribuyan a la validación de sus propuestas. "Lo que hace de la ideología una creencia no es, en efecto, su validez o falta de validez, sino solo su capacidad de control de los comportamientos en una situación determinada" (Abbagnano, 1966, p. 646).

Uno de los rasgos distintivos de aquellas formulaciones que son caracterizadas como ideológicas ha sido la posibilidad de ser manipuladas en cualquier sentido y la facilidad de adaptación a los mecanismos de argumentación que impone algún tipo de poder, en lugar del adecuado poder de la argumentación lógica.

Si bien el componente ideológico ha estado y estará siempre presente en toda filosofía, del mismo modo que en toda ética y política, lógicamente su incidencia en estas últimas ha sido y será mucho mayor, a la vez que más explícita que en la primera, dada la presunta preminencia del componente epistemológico que acompaña a toda filosofía. Sin embargo, la activa interconexión entre la filosofía y la política que ha hecho decir a Althusser: "todo lo que atañe a la política puede ser mortal para la filosofía, ya que esta vive de ella" (Althusser, 1969, p. 125), obliga a no desatender la significación de lo ideológico y lo ético en la escrutadora mirada del Búho de Minerva.

El componente ideológico no es una mera invención o absolutamente una expresión de "falsa conciencia", aunque en determinados momentos realmente pueda serlo.

La conciencia no puede ser nunca otra cosa que el ser consciente, y el ser de los hombres es su proceso de vida real. Y si en toda la ideología los hombres y sus relaciones aparecen invertidos como en la cámara oscura, este fenómeno responde a su proceso histórico de vida, como la inversión de los objetos al proyectarse sobre la retina responde a su proceso de vida directamente físico. (Marx y Engels, 1965, p. 25)

La ideología puede comportarse en determinadas circunstancias como falsa conciencia o imagen invertida de la realidad, como la concibieron en sus trabajos tempranos Marx y Engels, pero eso no significa que en todo momento lo sea. Siempre hay que tomar precaución en relación con la posibilidad de deslizarse hacia bizantinas discusiones marxistas sobre este concepto, si se toma en consideración que, como plantea Eugenio Trías: "Marx nunca elaboró esa teoría; ni siquiera definió el término 'ideología' con rigor" (Trías, 1975, p. 5). Esto no significa, por supuesto, que entonces no deba abordarse la cuestión con la profundidad que merece en la evolución de lo que reconoce como el marxismo, pero siempre precavidos de no reclamar privilegiadas posiciones de interpretación exclusiva, como han proclamado ciertos marxismos.

Marx y Engels inicialmente utilizaron el término ideología en el sentido usual por entonces, cargado de significación peyorativa desde la visión napoleónica, y resulta inadecuado pasar por alto el contexto específico en el cual ellos formularon tal criterio. Sí destacaron que el fenómeno de la ideología responde a su proceso histórico de vida. Lógicamente, si es histórico no deben ser siempre idénticos. Por tanto, las relaciones y los fenómenos que se deriven de tal proceso histórico —entre ellos, los ideológicos— tienen necesariamente que ser diferentes y evolucionar.

Ante todo, en ese análisis se estaban refiriendo, como anteriormente apuntaban, a la "producción de las ideas y representaciones, de la conciencia", es decir, a lo que Destut De Tracy, quien desde un materialismo vulgar bautizó el término ideología, concebía como el contenido de su pretendida ciencia (Capdevilla, 2006), la cual lógicamente encontraría en el materialismo filosófico de Marx y Engels el acostumbrado enfrentamiento crítico a todo lo que oliera a especulación y al usual "lenguaje de la política, de las leyes, de la moral, de la religión, de la metafísica, etc., de un pueblo" (Marx y Engels, 1965, p. 25), que también en nuestros días generalmente dista mucho de la realidad.

Resulta obvio pensar que Marx y Engels estaban tomando distancia de las carcomidas formas de construir sistemas filosóficos, religiosos, éticos y, sobre todo, políticos, ocultos siempre en un embrollado discurso tan etéreo como falso. En tal sentido, aseguraban que

la moral, la religión, la metafísica y cualquier otra ideología, y las formas de conciencia que a ellas corresponden pierden, así, la apariencia de su propia sustantividad. No tienen su propia historia ni su propio desarrollo, sino que los hombres que desarrollan su producción material y su intercambio material cambian también al cambiar esta realidad, su pensamiento y los productos de su pensamiento. No es la conciencia la que determina la vida, sino la vida la que determina la conciencia. (Marx y Engels, 1965, p. 26)

Su mayor interés era en este caso acentuar la postura materialista en el plano ontológico y epistemológico de la cuestión de la génesis, en última instancia, de las ideas. Su pretensión no era convertirse en sepultureros precoces de toda historia de la filosofía, de la religión, las ideas políticas, jurídicas, etc.

Era lógica aquella aseveración si se refería a la forma propiamente especulativa, abstracta y alejada de la realidad que ha sido común a tantos sistemas de ideas éticas, religiosas o filosóficas. A este tipo de sistemas se referían, a nuestro juicio Marx y Engels, al negarles "su propia sustantividad" .

De otro modo resultaría ingenuo sostener que Marx y Engels negaron propiamente la existencia de la historia de la filosofía, de la religión, de las ideas éticas, políticas, jurídicas, etc., cuando existen múltiples pruebas no solo de su reconocimiento de ellas, sino del estímulo para su cultivo. Como en el caso de la recomendación engelsiana de estudiar la historia de la filosofía como vía para ejercitar el pensamiento.

Ahora bien, el pensamiento teórico solo es un don natural en lo que a la capacidad se refiere. Esta capacidad tiene que ser cultivada y desarrollada; y hasta hoy, no existe otro medio para su cultivo y desarrollo que el estudio de la historia de la filosofía. (Engels, 1961, p. 23)

Los mejores deseos de Marx y Engels estaban dirigidos a que se pusiera fin a la falseada modalidad de construir ideologías, filosofías y sistemas éticos apriorísticos, como se pudo apreciar en algunas interpretaciones del marxismo-leninismo, configurado en la época de Stalin con fines eminentemente ideológicos para tratar de justificar una determinada práctica política, social, científica, cultural y especialmente filosófica, que fosilizó el materialismo histórico y lo convirtió, junto al engendro del materialismo dialéctico, en una teoría especulativa, abstracta y alejada de la realidad. Ello motivó que Ernesto Che Guevara lo caracterizara como una nueva escolástica:

[...] el escolasticismo que ha frenado el desarrollo de la filosofía marxista e impedido el tratamiento sistemático del periodo, cuya economía política no se ha desarrollado, debemos convenir en que todavía estamos en pañales y es preciso dedicarse a investigar todas las características primordiales del mismo antes de elaborar una teoría económica y política de mayor alcance. (Guevara, 1979, p. 377)

La realidad es testaruda y no siempre coincide con las aspiraciones de los más talentosos científicos o pensadores, por bien intencionadas que estas sean.

La valentía académica de muchos de los marxistas ha sido la denuncia del fermento tergiversador que encierra lo ideológico, que como poderoso bumerán puede y ha tenido que ser aplicado también a las ideas y a la práctica de los propios marxistas.

Pero presuponer que toda formulación ideológica proveniente de cualquier pensador porta fatalmente la carga culpable de la falsedad, implicaría la contraproducente conclusión de la imposibilidad de escapar de las redes del engaño cuando de ideología se trate.

Si Marx y Engels hubieran pensado siempre así, no hubieran tenido incluso la menor muestra de autoestimación de la labor política e ideológica que desarrollaban. Aun cuando sus intenciones y la mayor parte de su actividad intelectual poseían un carácter científico —reconocido hasta por intelectuales liberales, como en el caso de Raymond Aron—, no es correcto pensar que ignoraban la carga ideológica de su obra. En verdad, en ella nunca estuvo distanciado el componente científico del ideológico ni de la exigida fundamentación ética.

[…] para cada uno de nosotros, el hombre más importante es aquel con el que nos batimos [.] Las personas con las que se tienen más cosas en común no son necesariamente las que contribuyen a formar un pensamiento [...] Si quiere saber qué pensadores influyeron en mí, evidentemente el que ocupa el primer lugar es Marx. Hace treinta y cinco años que discuto con él. Es verdad que nunca fui marxista, pero también lo es que comencé mis investigaciones sobre filosofía social leyendo El capital. Durante mucho tiempo traté de convencerme de que Marx tenía razón […] No lo conseguí. Por lo tanto, no me hice marxista. Aclarado esto debo reconocer que no hay ningún otro autor al que haya leído tanto o que haya influido tanto en la formación de mi pensamiento y del que haya hablado mal con tanta constancia. Digo esto simplemente para ilustrar una proposición trivial, pero a menudo olvidada por los historiadores del pensamiento: la influencia no se mide por el grado de similitud, sino por la importancia que un pensador tiene para otro. (Aron, 2010, pp. 296-297)

Las ideologías la conforman aquellas ideas, creencias y valores que, independientemente de su posible contenido epistémico favorable o no a la verdad, funcionan como instrumentos de poder —por supuesto, apoyados por poderes económicos, políticos, jurídicos, religiosos, comunicativos, etc. — con intenciones conformadoras de algún tipo de opinión pública, que en muchos casos resultan manipuladoras de conciencias. Goebbels sostenía que una mentira repetida muchas veces se convertía en verdad, y aunque esto no es cierto desde el punto de vista epistemológico, no hay duda de que ideológicamente surte efecto.

El nexo entre las manifestaciones culturales y las ideologías

Las expresiones culturales generalmente portan en sí algún tipo de contenido ideológico, por lo que algunos mandatarios le temen a su amplio despliegue. De ahí la frase atribuida a Hermann Goring, según la cual cuando escuchaba la palabra cultura, enseguida sacaba la pistola. Algunas preocupaciones le producían los intelectuales y artistas, o al menos los que no están bajo su control y no contribuyen a apuntalar su orientación ideológica.

No siempre las ideologías implican la promoción de falsedades. "[...] la palabra ideología no es peyorativa [...] un concepto puede ser al mismo tiempo ideológico y también correcto y verdadero" (Jameson, 1999, p. 76). En algunos casos ellas pueden poseer contenidos veraces, pero lo que las define no es su validez epistémica, sino su operatividad y eficacia. La cuestión es que su poder no radica en la razón, como sucede en el caso de las filosofías o las ciencias, sino que en verdad su razón de ser radica en su identificación con los poderes que representan. De ahí que resulte tan importante para los escritores y artistas tener claridad, primero, de que su actividad no es expresión de una presunta neutralidad axiológica —reclamada por Max Weber (Weber, 1973, p. 222)—, y segundo, de ser así, atisbar las posibles funciones ideológicas que pueden desempeñar sus productos culturales, si es que en verdad lo son, pues en algunos casos pueden constituir excrecencias sociales.

La ideología política general dominante en una época o tipo de sociedad interactúa de diverso modo con la cultura, los artistas, es­critores y pensadores, e incluso en ocasiones de manera inconsciente, pues no siempre existe una adecuada correspondencia entre la postura política personal y la significación ideológica de su obra, como en los casos de Goya o Balzac. Es muy probable que el célebre novelista no tuviera plena conciencia de la trascendencia de su obra, pues al caracterizar esta de modo tan adecuado, la sociedad francesa de su tiempo le fue más útil a Marx para conocerla que la que le proporcionaban los historiadores. De ahí que Engels sostuviera:

Balzac, a quien considero un maestro del realismo infinitamente más grande que todos los Zola passés, irésents et à venir, nos da en La comedia humana la historia más maravillosamente realista de la sociedad francesa [especialmente del mundo parisino]. (Engels, 1965, p. 143)

En determinadas ocasiones a pensadores, escritores y artistas se les pueden presentar algunas disyuntivas, como puede ser tratar de subordinar su actividad cultural a orientaciones ideológicas —tal fue el caso del realismo socialista, que lejos de favorecer produjo un efecto contrario tanto para el arte como para el socialismo— o, por el contrario, privilegiar la calidad artística e intelectual y asumir que la orientación ideológica le debe venir por añadidura.

[...] no solo se creó una concepción del arte como instrumento de propaganda ideológica, sino que también se conformó un corpus estético para que actuara de manera cuasi policial, atacando duramente cualquier posición que no se plegara a sus ideas, so pena de ser considerado revisionista, esto es, desleal al "verdadero" marxismo, es decir, el soviético, por supuesto. (Garcés, 2019, p. 71)

El pensador uruguayo José Enrique Rodó denominaba a los intelectuales y artistas obreros del pensamiento:

[...] el obrero es, por definición, el hombre que trabaja, es decir, la única especie de hombre que merece vivir. Quien de algún modo no es obrero debe eliminarse o ser eliminado de la mesa del mundo; debe dejar la luz del sol y el aliento del aire y el juego de la tierra para que gocen de ellos los que trabajan y producen: y a los que devuelven los dones del vellón, de la espiga o de la veta: y a los que crecen con el juego tenaz del pensamiento, el pan que nutre y fortifica las almas. (Rodó, 1926, p. 174)

La atención principal —independientemente de la esfera cultural en que se desempeñe— debe consistir en producir un bien material o espiritual que satisfaga exigencias estéticas no simplemente orientadas para un grupo, sector o clase social, sino para toda la humanidad. Luego, el devenir de su crítica recepción por parte del activo creador del hecho artístico e intelectual se encargará de dar el veredicto definitivo y valorará si se trata o no de un bien cultural. Su dimensión ideológica estará indisolublemente impregnada en el hecho cultural, pero la condición básica para que se convierta en clásica una obra artística no es su filiación ideológica, sino su trascendencia estética.

Cuando Picasso pintó Guernica no lo hizo pensando que luego, en alguna ocasión, los nazis le preguntarían si él era su autor. Al responderles, en la París ocupada por estos, que ellos eran los verdaderos autores de aquella aterradora imagen, develaba una indiscutible verdad; sin embargo, lógicamente el efecto ideológico del trágico cuadro no sería similar para los fascistas que para los republicanos españoles. Del mismo modo que quienes hoy lo contemplan en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía o su copia tejida en el salón de la Organización de las Naciones Unidas, pueden tener posturas ideológicas muy diferentes, pero les será algo difícil subestimar la calidad del hecho artístico.

De ahí que el deber de un intelectual o un artista revolucionario o progresista es, ante todo, ser un buen intelectual o artista, que en definitiva es lo más difícil, pues si lo logra, la condición ideológica de su obra le vendrá por añadidura y será considerado un intelectual orgánico. "Se podría estimar lo orgánico de las distintas capas de intelectuales, su mayor o menor conexión con un grupo social básico, fijando una graduación de las funciones y de la superestructura desde abajo hacia arriba, desde la base estructural hasta lo alto" (Gramsci, 1967, p. 30). La asunción ideológica resulta más sencilla y por eso mismo más fácil de alcanzar que lograr la alta profesionalidad intelectual.

Por regla general, cuando un escritor o artista concibe una obra, lo mismo que un pensador una teoría, antes de plasmarla objetivamente, revolotean en su mente infinidad de formas y expresiones, pero estas no están desprovistas, en última instancia, del fermento ideológico, pues su intención estará orientada hacia un público que él desea sensibilizar con su perspectiva filosófica, literaria, plástica, musical, etc.; por supuesto que prevalecerá en él el vehemente deseo de lograr al máximo la calidad artística o intelectual, pero le resultará casi imposible desprenderse de una perspectiva ideológica determinada. Sin embargo, será el amplio público —que en definitiva es el genuino sujeto de la creación del hecho artístico— el que valorará su aporte cultural y, a la vez, su significado ideológico.

A un pensador, un escritor o un artista se le pueden presentar algunas disyuntivas, entre ellas, decidir si debe hiperbolizar o subvalorar el componente ideológico. Ante tal posible situación lo más recomendable parece debe ser no sacrificar la calidad estética por pretensiones ideológicas. En caso de que esta última se vea afectada, es preferible a que lo sea la profesionalidad de la obra. Ese fue el craso error del realismo socialista. En definitiva, a un autor no se le justiprecia integralmente por una obra aislada, sino por el conjunto de su obra y, ante todo, por las actitudes de compromiso que asuma ante la sociedad, como consecuente intelectual orgánico. Siempre las veletas ideológicas resultan despreciadas, en primer lugar, por sus nuevos compañeros de ruta, a quienes no les agrada mucho compartir espacios con los que prefieren identificarse con los afiliados a lo que Mario Benedetti denominó la "industria del eterno arrepentimiento", porque siempre los consideran que son proclives a nuevos arrepentimientos. Un viejo adagio expresaba que Roma paga a los traidores, pero los desprecia.

Ahora bien, si la intención de un artista es marcadamente ideológica y desea enfatizar en su obra el componente ideológico-político—pues los artistas per se no constituyen una clase social, aunque se identifiquen con una de ellas, o incluso con un partido, grupo étnico, político, religioso, etario, de género, etc. —, debe tener en cuenta que esta será valorada por un amplio y diverso público, no por una clase social o grupo exclusivo, ante todo por su calidad estética y no tanto por su proyección ideológica. Esta última tendrá un mayor impacto si, en primer lugar, está expresada con suficiente calidad.

Resulta comprensible que la actitud ideológica de pensadores, escritores y artistas no sea la misma en condiciones históricas pacíficas o de relativa poca conflictividad social que en épocas de guerra, revoluciones, huelgas y crisis, entre otros. En tales circunstancias se pone en juego la posible contradicción entre cultura e ideologías cuando estas últimas se imponen con determinadas justificaciones, pero nunca pueden suplir la falta de calidad de la obra. Tal vez sean estos los momentos en que los obreros de la cultura tienen que crecerse y engendrar obras que trasciendan todas las épocas y circunstancias y se hagan clásicas, precisamente por corresponderse de manera auténtica con su época y su circunstancia, como las sinfonías de Beethoven, las novelas de Tolstoi, de Hemingway o García Márquez, los murales de Ribera, Orozco y Ziqueiros, los ensayos de José Martí, o la nueva trova. Lo que las hizo trascender no fue su proyección ideológica, sino su calidad estética; el anterior fermento se le concede por añadidura.

La condicionalidad histórica de las expresiones culturales

El pensador, el escritor y el artista no viven en una aséptica probeta de laboratorio, sino en una realidad socioeconómica y política —le agrade o no— ante la cual debe pronunciarse, pero no con el discurso propio de un líder o gobernante, ni con el comentario o reporte del periodista, el sermón del sacerdote, el alegato de juristas, etc., sino con el único instrumento que posee, que es la obra filosófica, artística y literaria, entre otras. Estas, con sus especificidades al constituir un acto semiótico, en ocasiones pueden ser utilizadas por otros profesionales con fines ideológicos ex profeso; sin embargo, estos obreros de la cultura, aunque dispongan de licencias oficiales para hacerlo, no deben afectar la calidad de sus obras por afinidades ideológicas. Estas deben subyacer en el trasfondo de su obra, pero debe dejar que el público las descubra, en lugar de asumir el protagonismo de un guía turístico de museos.

En definitiva, las ideologías son históricas y transitorias, por lo tanto, son relativamente efímeras en la prolongada historia de la humanidad. Las obras culturales también son históricas, pero tienen la posibilidad de trascender a la eternidad mucho más fácilmente que las ideologías si propiamente son auténticas y motivan a generaciones posteriores a su creación a admirarlas y valorarlas. Ante tal dilema, cada pensador, escritor o artista es libre de asumir una u otra opción. Si se deja arrastrar por sus afinidades ideológicas, puede que su obra resulte tan perecedera como estas; más, si en su labor prevalecen el rigor y la calidad, especialmente racional o estética, probablemente trascienda al olimpo de lo clásico.

Lo anterior no significa que aquellos que se han identificado con el conservadurismo, el liberalismo, el anarquismo, el socialismo, el fascismo, el neoliberalismo, etc., no hayan sido capaces de producir obras culturales de envergadura y trascendencia, pero lo que les otorga tal condición no ha sido su filiación ideológica, sino su valor epistémico o estético.

Por otra parte, no todas las obras culturales deben tener un vínculo indisoluble con la verdad, pues no son iguales las producciones intelectuales que se realizan desde la filosofía y la ciencia que aquellas de son resultado de la actividad artística o literaria. En este último caso su nexo con la verdad puede ser muy tangencial, e incluso inexistente. No obstante, eso no es lo que condiciona su valor cultural, pues desde la ficción pueden contribuir considerablemente al mejoramiento humano e, incluso, en algún momento pueden incidir en la reconstrucción y el perfeccionamiento de la realidad. Lo importante en cada una de ellas es que las anime una proyección humanista independientemente de las vías que utilicen. Es en ese sentido, y no tanto en su veracidad, en el que se pone en juego que sean consideradas un bien cultural.

En resumen, la interrelación entre la cultura y las ideologías puede ser conflictiva, pero también armónica. Todo dependerá de si el gestor cultural se deja arrastrar por estas últimas o, por el contrario, prevalece en su intención la calidad, bien sea el valor estético o el contenido epistémico, que en cualquiera de los dos casos dependerá de la proyección humanista de su obra. Esto no significa que pueda desprenderse de manera absoluta de sus filiaciones ideológicas cuando está elaborando sus primeros bocetos, pero ya desde los momentos iniciales de su creación debe cuestionarse si estas predominan o solamente son subyacentes, por lo que no deben afectar su valor estético o epistémico.

Lo más importante que debe considerar cualquier obrero de la cultura, con independencia de su profesión, es la proyección humanista que la caracterice. Esto presupone no confundirla con una dimensión antropocéntrica en detrimento de la naturaleza, ya que tal actitud necesariamente se convierte en un poderoso bumerán contra su persona, pues jamás podrá desarticularse de su sustrato natural.

La conflictiva interrelación entre la cultura y las ideologías estará siempre latente en la actividad de todos aquellos que se consagren a enriquecer la primera. Los que hiperbolicen las segundas deben tener conciencia de que en la mayoría de las ocasiones sus obras pueden tener serias dificultades para trascender al plano de la cultura universal.

El componente ideológico en la cultura latinoamericana

Resulta muy controvertible precisar a partir de qué momento se debe reconocer el componente ideológico en lo que hoy comúnmente se identifica como la cultura latinoamericana. Si se parte de un erróneo presupuesto de que solo es posible a partir de mediados del siglo XIX, cuando comienza a utilizarse el término de Latinoamérica —por Francisco Bilbao y José María Torres Caicedo, entre otros—, para diferenciarla de la anglosajona, lo cual conlleva no solo subvalorar las ricas expresiones culturales anteriores a esa fecha, no solo desde la conquista y colonización europea, sino también las de los pueblos originarios.

Al respecto, más que respuestas pueden formularse numerosas preguntas, entre ellas: ¿acaso las múltiples expresiones culturales de los mayas, aztecas, incas, etc., para solo mencionar las más avanzadas, no expresaban perspectivas ideológicas, no solo religiosas, sino también políticas, jurídicas, éticas, etc.? ¿Qué diferencias ideológicas sustanciales en relación con el poder son posibles establecer entre las pirámides de Teotihuacán y las egipcias? ¿Son totalmente incomparables las proyecciones ideológicas del Popol Vuh y la Teogonía de Hesíodo o las de las hazañas de Nezahualcóyotl y las de Ulises? En fin, todo dependerá si se parte de una perspectiva eurocéntrica o de otras decoloniales, interculturales y transculturales, entre otras.

Es sabido que los templos religiosos de las civilizaciones originarias de América, en su mayoría eran estructuras piramidales o de espacios abiertos bajo el cielo dada la concepción ecuménica de sus religiones. Los incas cuando dominaban a un pueblo no aniquilaban sus dioses, sino que los transportaban al Cuzco (Barros, 1967, p. 31), así como a una representación de la élite del pueblo dominado, para que se radicara en esa ciudad y continuara su veneración. Similar inteligente sincretismo había desarrollado el Imperio romano con las deidades de los griegos y de otros pueblos dominados. Nadie pone en duda que las estatuas, los templos, poemas, discursos políticos, filosóficos, jurídicos, etc., de la civilización latina, que hasta la actualidad con razón son consideradas patrimonio cultural de la humanidad, poseían una profunda carga ideológica. ¿Por qué razón se va a ignorar o subvalorar la misma condición a expresiones culturales precolombinas, independientemente de su mayor o menor nivel de desarrollo?

Al observar que los indígenas practicaban sus oficios religiosos en pirámides circulares, invocando al cielo y los astros, por lo que rechazaban los claustros techados, Vasco de Quiroga ordenó construir iglesias en Michoacán, con espacios al aire libre para el culto cristiano, con púlpitos semipiramidales a su entrada. Estas eran muy diferentes de aquellas iglesias-fortalezas, como la de Pátzcuaro, que habían sido inicialmente copiadas de planos de las construidas en España durante la reconquista frente a los moros. Paulatinamente en construcciones posteriores fueron cerrando y techando los espacios (García, 2005) hasta concluir aquella fagocitosis ideológica.

Octavio Paz (1978) plantea que "el rasgo más acusado de la religión azteca en el momento de la Conquista es la incesante especulación teológica que refundía, sistematizaba y unificaba creencias dispersas, propias y ajenas" (p. 84). Tales criterios ecumenistas y de tolerancia religiosa lo pudieron constatar los primeros misioneros cristianos al observar que no era difícil que los indígenas aceptaran con relativa facilidad el evangelio.

Una prueba de esa actitud se revela en la anécdota narrada por fray Ramón Pané (1981, p. 35), según la cual, tras la colonización de La Española, cuando se embarcaron para la conquista de Cuba, encargaron a los tainos que cuidaran de las iglesias recién erigidas. A su regreso constataron que estos habían enterrado a los santos junto a figuras de sus dioses en los sembrados de viandas y luego habían orinado sobre ellos, como era costumbre para invocar la lluvia. Cuando les preguntaron por qué razón habían cometido aquel sacrilegio, los caciques les respondieron que sus dioses ya eran débiles, porque no les ayudaban a que cayera la lluvia, por eso pidieron la colaboración de las deidades católicas para lograr tal propósito. Esto no significaba que dudaran de las potestades de estas, sino todo lo contrario.

En las enseñanzas que los sabios aztecas (tlamatinimes) transmitían a los príncipes, como preparación para su futura labor, se destacan las siguientes:

No vivas en el ocio ni andes en el mundo sin provecho. No pases en vano el día ni la noche. No seas un ser frustrado. Cuídate mucho de la mentira y la falsedad. Si vives bien, si obras como se te ha indicado, serás muy bien visto y tu vida servirá de ejemplo a otros. No te dejes arrastrar de la carnal deleitación. Tienes que robustecer tu fuerza varonil, y tienes que llegar al desarrollo pleno y total. Deja a un lado el ardor y la alteración sexual. Y al comer no has de hartarte, sé moderado en comer, ten por cosa valiosa no estar pleno de tu estómago. (Garibay, 1989, p. 116)

No es necesario primero reconocer que estas pueden ser equiparadas a cualquiera de las máximas éticas proferidas en otras civilizaciones antiguas y poseen la misma carga ideológica que las demás.

Otro aspecto que es necesario destacar en los pueblos originarios, que se mantiene hasta la actualidad, es su respeto por la naturaleza. Cierto naturalismo antropológico le hacía concebir al hombre como un ser orgánicamente imbricado con ella y todo el universo. Prevalecía una concepción activa de su papel para el cuidado del ambiente natural, consciente de que su deterioro repercutiría negativamente en el porvenir de las nuevas generaciones. Múltiples expresiones de la recolección, la caza, la pesca y la agricultura evidencian que poseían ideas más apropiadas que las que se promovieron en la modernidad capitalista sobre el necesario equilibrio entre la actividad humana y las riquezas naturales. Todo indica que el triunfo de la presunta superioridad de la racionalidad occidental no siempre ha traído beneficios que aseguren la supervivencia de la especie humana.

El mundo cultural precolombino tuvo sus formas propias de racionalidad. Este no tiene por qué ser sometido estrictamente al exclusivo logos occidental (que en definitiva tampoco resulta un todo homogéneo, incluso para llegar a acuerdos universalmente aceptados sobre lo que debe entenderse por filosofía) para otorgarle carta de ciudadanía, lo mismo a él, que a otras culturas del orbe. (Guadarrama, 2012, p. 139)

Por otra parte, se ha extendido el erróneo criterio académico según el cual el humanismo es una concepción exclusiva de la cultura occidental, que se expresó básicamente a partir del Renacimiento. Tal consideración no solo desconoce la existencia de ideas humanistas de las civilizaciones antiguas del Oriente, sino hasta de las propias de Occidente, que por supuesto ignoran las de los pueblos africanos y amerindios.

Varios sacerdotes católicos entre los que se destacan Bartolomé de las Casas y Antón de Montesinos reconocieron la significación de múltiples concepciones antropológicas de aquellos pueblos, que iban a civilizar, como las siguiente de un texto náhuatl:

El hombre noble: tiene el corazón recto, cosa preciosa es su corazón, noble su forma de vida. Él protege y cuida a la gente, es cuidadoso, hábil, de todo se ocupa, trabaja. Es varón, recto y bueno, es verdaderamente un hombre. Tiene corazón verdadero, su manera de vivir es recta, digna, es un sabio, es hombre hábil. (Monal, 1985, p. 246)

Solo una postura muy torpe puede ignorar la profundidad de tales ideas humanistas, que además se caracterizaban porque dignificaban el trabajo en lugar del ocio, como se magnifica en la sociedad burguesa.

Basta una visita al Museo Antropológico de México o al Museo del Oro de Colombia para lograr una mejor compresión no solo de la riqueza estética de las finas obras de artesanía, sino de la posibilidad de apreciar las distinciones de clases sociales y otras expresiones de relaciones económicas, que revelan la filiación ideológica de numerosas de ellas.

De eso se percataron muy rápidamente los conquistadores europeos y trataron de aprovechar esas fisuras sociales, empleando la vieja estrategia de divide y vencerás, para lograr sus objetivos.

La conquista y colonización de América, independientemente del genocidio que produjo y el intento de desaparecer todas las instituciones y expresiones culturales de los pueblos originarios, no pudo lograrlo. Aunque el proclamado descubrimiento, fue en verdad un intento de encubrimiento, no se pudo lograr plenamente, por lo que hoy subsisten no solo sus descendientes, sino algo más valioso, aunque algunas de ellas muy menguadas, sus múltiples expresiones culturales.

En ese proceso de transculturación que se produjo entre Europa y América inicialmente, enriquecido con la nefasta esclavitud de africanos y asiáticos, dio lugar a un mestizaje y acriollamiento, que justifica la frase de José Vasconcelos de considerar a estas tierras "crisol de raza cósmica".

Las nuevas instituciones y expresiones culturales que emergieron durante algo más de tres siglos de dominación colonial, es lógico que estarían impregnadas del ingrediente ideológico fundamentalmente católico y monárquico. Esto se plasmó en reproducción de la arquitectura, el urbanismo, las instituciones educativas, políticas, religiosas y jurídicas peninsulares, todas ellas portadoras de la ideología de dominación justificadora de la explotación de los pueblos y recursos naturales de nuestra América.

Sin embargo, del seno de estas mismas instituciones emergerían sacerdotes, artistas, escritores, pensadores, y lo que es más significativo: los líderes políticos y militares que emprenderían las luchas por la independencia.

Sería interminable la lista de sermones, discursos académicos, obras literarias, científicas, filosóficas, arquitectónicas, plásticas, musicales, etc., en las que se pueden descubrir junto a la valía cultural —que incluso algunos museos españoles y lusitanos muestran con orgullo como expresiones de la cultura iberoamericana— su sesgo ideológico.

En El Escorial se destaca el retrato de sor Juana Inés de la Cruz y en El Ateneo de Madrid el de José Martí. Pareciera que el reconocimiento de ambas personalidades, así como de otras, como parte de la cultura universal, exigiera que se muestren en ambos lugares con justificada vanidad. Es suficiente destacar en la monja mexicana su determinación de lograr el reconocimiento intelectual de las mujeres y en el prócer cubano su ideario patriótico, latinoamericanista y antimperialista para evidenciar el fermento ideológico de ambos exponentes de la cultura latinoamericana.

Pueden encontrarse algunas manifestaciones culturales latinoamericanas en las cuales resulte difícil desentrañar su perfil ideológico, pero estas no constituyen la regla, sino más bien las excepciones. El elemento contestatario y contrahegemónico ha aflorado regularmente, de un modo u otro, en numerosas expresiones auténticas de la cultura latinoamericana. La mayoría de sus gestores no se han dejado seducir por una presunta neutralidad axiológica que solo puede existir en la mentalidad de algunos ilusos.

Los pueblos latinoamericanos —independientemente de la calificación de la validez del gentilicio antes de su formulación pública— se han caracterizado por las luchas por los derechos de indígenas, esclavos, campesinos, obreros, estudiantes, mujeres, empleados, funcionarios, etc., contra diferentes poderes dominantes. De ahí que diversas expresiones de la cultura popular o cultura de resistencia, como las elaboradas por artistas, escritores y filósofos, entre otros, en su mayoría han expresado sus intereses ideológicos, aunque no falten esquiroles que han preferido plegarse al de los dominadores.

Resulta muy significativo que una larga lista de los más reconocidos representantes de la cultura latinoamericana —en la que se destacan entre los más recientes a César Vallejo, Pablo Neruda, Nicolás Guillén, Ernesto Sábato, Julio Cortázar, Gabriel García Márquez, Oscar Niemeyer, Alicia Alonso, Alejo Carpentier, Paulo Freire y Oswaldo Guayasamín— son reconocidos por sus posturas de enfrentamiento a las dictaduras militares y las políticas imperialistas. No es necesario, en estos casos, revelar ocultas posturas ideológicas, porque estas fueron públicas.

Sin duda donde mejor se expresa el componente ideológico en la cultura latinoamericana es a través de las diversas formas de pensamiento, bien sea político, filosófico, jurídico, religioso, literario, científico, etc., pero en cada una de estas formas lo hace en diverso grado. Es misión de los investigadores de cada una de ellas develar sus ingredientes ocultos.

Lo ideológico en el pensamiento latinoamericano hasta el proceso independentista

Este breve análisis solamente pretende valorar determinados componentes ideológicos en algunos representantes latinoamericanos del pensamiento político y filosófico, con el objetivo de demostrar que su validez para este contexto les hace acreedores de alcanzar reconocimiento por parte de la cultura universal.

Por supuesto que la tarea es mucho más sencilla cuando se trata del pensamiento político en comparación con el filosófico, pero no siempre resulta así, pues en algunos casos el primero se cubre de un disfraz abstracto al presentarse como representante de los intereses de todos los grupos y las clases sociales, como es común en los discursos de campañas electorales. Winston Churchill sostenía, con razón, que nunca se decían tantas mentiras que antes de unas elecciones o después de una cacería.

Durante la mayor parte de la época colonial el pensamiento político estuvo asfixiado por la escolástica, que no le permitía emprender vuelo independiente; sin embargo, aun en esas desfavorables condiciones el fermento ideológico subyacía en numerosas ocasiones, en riesgosas declaraciones.

Este es el caso de Bartolomé de las Casas, —quien acudiendo al cristianismo originario y lo mejor de la tradición del pensamiento filosófico y político desde la Antigüedad hasta su época cuando los derechos humanos no eran un tema recurrente— planteó:

Todo hombre, toda cosa, toda jurisdicción y todo régimen o dominio, tanto de las cosas como de los hombres, de que tratan los dos referidos principios son, o por lo menos se presumen que son, libres, si no se demuestra lo contrario. Pruébese por qué desde su origen todas las criaturas racionales nacen libres (Digesto, De iustitia et iure, ley Manumissiones) y por qué en una naturaleza igual Dios no hizo a uno esclavo de otro, sino que a todos concedió idéntico arbitrio. (De las Casas, 1965, p. 1251)

La represión que sufrió este sacerdote por tales planteamientos constituye suficiente validación de su riesgoso contenido ideológico para el poder monárquico.

La mayoría de los conquistadores distaban mucho del humanismo de aquel sacerdote, pues le preocupaba más enriquecerse que evangelizar a los indígenas, como es el caso de Hernán Cortés, quien con franca honestidad ideológica declaró: "La causa principal a que venimos a estas partes es por ensalzar y predicar la fe de Cristo, aunque juntamente con ella se nos sigue honra y provecho, que pocas veces caben en un saco" (Zabala, 1947, p. 25).

En las primeras universidades que se fundaron en América, predominó inicialmente un pensamiento de mayor carácter ontologicista y metafísico, que reproducía las temáticas tradicionales de la escolástica europea, del mismo modo que afloraban las discusiones sobre temas naturalistas, los cometas, estructura del sistema solar, etc., en las que el componente ideológico subsistía bajo el manto religioso.

Sin embargo, la condición humana de los indígenas obligó a mantener los debates antropológicos y aspectos éticos, jurídicos y, en menor medida, de sentido político.

Con el advenimiento de la Ilustración y ciertas libertades que posibilitaron en particular el despotismo ilustrado de Carlos III, hubo mayores posibilidades de que el pensamiento filosófico y político alcance algunos grados de emancipación intelectual.

El jesuita mexicano Francisco Javier Alegre se opuso abiertamente a la esclavitud considerándola injusta, pues "para que los hombres sufran alguna disminución de la natural libertad que todos por igual gozan, menester es que intervenga su consentimiento" (Navarro, 1962, p. 43). No es necesario develar la raigambre ideológica de tal planteamiento. Por estas razones, y no aceptar la autoridad ni del rey, ni del papa, sino del consenso de la comunidad, fue expulsado de América.

Igual suerte corrió Francisco Javier Clavijero quien divulgó los valores culturales de los pueblos indígenas al declarar:

Sus almas son radicalmente y en todo semejantes a las de otros hijos de Adán y dotados de las mismas facultades; nunca los europeos emplearon más desacertadamente su razón, que cuando dudaron de la racionalidad de los americanos. El estado de cultura en que los españoles hallaron a los mexicanos excede en gran manera al de los mismos españoles cuando fueron conocidos por los griegos, los romanos, los galos, los germanos y los bretones. (Navarro, 1962, pp. 5-6)

Este planteamiento es totalmente válido, pero proponerlo a finales del siglo XVIII era demasiado peligroso para el poder colonial.

El jesuita peruano Juan Pablo Viscardo fue uno de los precursores del pensamiento independentista, como se evidencia en esta declaración de 1791:

El Nuevo Mundo es nuestra patria, su historia es la nuestra, y en ella es que debemos examinar nuestra situación presente, para determinarnos, por ella, a tomar el partido necesario a la conservación de nuestros derechos propios, y de nuestros sucesores. (Viscardo, 2007, p. 51)

De la misma manera serían consideradas las ideas del médico ecuatoriano Eugenio de Santa Cruz y Espejo al plantear:

La primera vista que demos sobre la naturaleza del hombre, hallaremos que él es dotado del talento de observación; y que las necesidades que le cercan le obligan a todos momentos a ponerlo en ejercicio. Si el hombre se ve en la inevitable necesidad de hacer uso de ese talento desde los primeros días de la infancia, es visto que de este principio depende el que vaya sucesivamente llenándose de ideas, comparando los objetos, distinguiendo los seres. De aquí la feliz progresión de sus conocimientos destinados a la conservación de la vida, al cultivo de la sociedad y a la observación de la piedad. Ese talento ilustrado con la antorcha de la verdad, conducido por el camino de la justicia y moderado con las amables cadenas de la religión, vuelve al hombre sencillo en su conducta, severo en sus costumbres, pío hacia el autor de su existencia, dulce y obsequioso para con sus semejantes. Pero a la verdad que este estado de la cultura del hombre supone haber pasado por grados desde la noche y tinieblas de la ignorancia y barbarie hasta la aurora y el día de la ilustración. (Espejo, 1981, p. 162)

En este discurso en que se combina el análisis filosófico con el científico, aun cuando se resguarda por su fidelidad al catolicismo, se destila su postura ideológica que se radicalizaría mucho más, lo que conllevó que fuera condenado a prisión y al exilio.

El precursor de la independencia y la integración de los pueblos latinoamericanos, el venezolano Francisco de Miranda argumentó:

Pues que todos somos hijos de un mismo padre: pues que todos tenemos la misma lengua, las mismas costumbres y sobre todo la misma religión; pues que todos estamos injuriados del mismo modo, unámonos todos en la grande obra de nuestra común libertad. Establezcamos sobre las ruinas de un gobierno injusto y destructor un gobierno sabio y criador: sobre la tiranía, la libertad, sobre el despotismo, la igualdad de derechos, el orden y las buenas leyes. (De Miranda, 1982, pp. 261-262)

Como puede apreciarse en la medida que se aproximaba el necesario proceso independentista, el componente ideológico se revelaría de manera más clara en el discurso político de sus gestores.

La filosofía moderna en Latinoamérica tenía la misión de barrer con los rezagos de la escolástica e instaurar presupuestos epistemológicos acordes con los avances de las ciencias, pero esto no presuponía que se desarraigara de compromisos ideológicos, como se observa en el neogranadino José Domingo Duquesne quien planteó:

Nosotros deseamos propagar las ciencias útiles que nos impriman el amor patriótico y nos unan en el vínculo de la sociedad. Dejaos de sacrificar la razón a las sombras vanas de nombres fantásticos. Extermínese de entre los doctos esta idolatría filosófica. Acordaos que solo la verdad tiene derecho para dominar nuestros entendimientos, como es el origen y el fin de la verdadera filosofía. (Duquesne, 1990, p. 39)

En Argentina varios sacerdotes participaron en las luchas independentistas, entre ellos Luis José Chorroarin quien, oponiéndose al escolástico principio de autoridad, sostuvo:

No conviene jurar sobre la doctrina de cualquier filósofo, sino sobre la verdad probada. Pues no hay hombre alguno, por más docto que sea, que no pague el tributo a la condición de la naturaleza humana, esto es, que no yerre. Por la misma razón no debemos circunscribir el imperio de las ciencias entre los límites de la propia Patria, Religión o Secta, pues Dios ha dado a cada uno de los hombres el ingenio, la potencia de pensar y el amor a la verdad. (Monal, 1985, p. 529)

Como puede apreciarse, en la misma medida en que se aproximaba el largo proceso emancipador, numerosos sacerdotes y otros intelectuales radicalizaban sus posturas ideológicas, sin demeritar su valiosa labor cultural.

El optimismo epistemológico e ideológico que fomentaron sus maestros Simón Rodríguez y Andrés Bello condujeron a Bolívar, consecuentemente con su actitud, a sostener:

Observaréis muchos sistemas de manejar hombres, mas todos para oprimirlos; y si la costumbre de mirar el género humano conducido por pastores de pueblos no disminuye el horror de tan chocante espectáculo, nos pasmaríamos al ver nuestra dócil especie pacer sobre la superficie del globo como viles rebaños destinados a alimentar a sus crueles conductores. La naturaleza a la verdad nos dota al nacer del incentivo de la libertad; más sea pereza, sea propensión inherente a la humanidad, lo cierto es que ella reposa tranquila, aunque ligada con las trabas que le imponen. (Bolívar, 1947, p. 91)

Solo profundas convicciones ideológicas emancipadoras hicieron posible que un hombre que tuvo que sortear tantas dificultades emancipara a varios pueblos.

En el caso de Cuba, donde se postergó el proceso independentista, sus ilustrados contribuyeron a su fermentación a través del discurso filosófico y teológico, como el caso del sacerdote Félix Varela (1961) quien sostuvo que "la vista de Dios en el acto no impide que yo opere libremente" (p. 154). La radicalización de su postura ideológica lo obligaron al exilio para, desde allí, contribuir notablemente a la fermentación de ideas emancipadoras.

El pensamiento independentista latinoamericano tiene una de sus cumbres en José Martí (1975), quien en cierto modo sintetiza en la breve frase: "Ser culto es el único modo de ser libre" (p. 289), el significativo nexo entre cultura e ideología.

Conclusiones

Antes de incursionar en las interrelaciones entre la cultura y las ideologías en el pensamiento latinoamericano, resulta imprescindible asumir o elaborar una precisa definición de ambos conceptos, que posibiliten evitar confusiones indebidas.

Un bien cultural, como lo indica este término, debe poseer una carga axiológica positiva, enriquecedora y contribuyente al permanente perfeccionamiento humano, así como propiciar un grado superior de libertad.

Las ideologías son las ideas, las creencias y los valores que funcionan como instrumentos de poder, con independencia de su veracidad o no, orientadas a la gestación de algún tipo de opinión pública, que en numerosas ocasiones manipulan las conciencias de múltiples sujetos sociales.

Las manifestaciones culturales pueden tener una relación conflictiva o armónica con las ideologías, pues estas no siempre constituyen formas tergiversadas de falsa conciencia, aunque en algunos casos lo sean.

Las posturas ideológicas de pensadores, escritores y artistas se desarrollan en determinadas condiciones históricas que pueden ser pacíficas o de conflictividad social, que, en épocas de guerra, revoluciones, huelgas, crisis, etc. En estas últimas situaciones es cuando con mayor riesgo se pone en tela de juicio la calidad de culturas de su labor, pues puede que sus orientaciones ideológicas las afecten.

Tres siglos de dominación colonial impregnaron de algún modo la actitud ideológica de pensadores, escritores y artistas. La vida republicana facilitó que el nexo entre lo ideológico y lo cultura se decantara mejor.

La mayor parte de los intelectuales latinoamericanos que desde distintas disciplinas han enriquecido diversas expresiones culturales, lo han hecho imbuidos de un humanismo práctico en favor de los intereses de los sectores populares. Aunque algunos en menor cuantía se han plegado a los diferentes grupos privilegiados, los más auténticos han asumido posturas contrahegemónicas de enfrentamiento a distintos poderes dominantes.

En la misma medida en que las nuevas generaciones intelectuales conozcan y valoren las ideas de los mejores representantes del pensamiento latinoamericano, tanto en el plano político como en el filosófico, jurídico, científico, religioso y literario, entre otros, podrá sentirse orgulloso de esa rica herencia y posibilitará que asuman adecuados protagonismos para continuarla, cultivarla y superarla.



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