HACIA UNA TEORÍA NO REDUCCIONISTA DE LA LAICIDAD:
UNA REFLEXIÓN ALREDEDOR DEL CASO MEXICANO

TOWARDS A NON-REDUCTIONIST THEORY OF SECULARITY:
A REFLECTION ON THE MEXICAN CASE


HISTORIA DE LAS IDEAS Y DE LA CULTURA


Eder Palomo Hatem 1

1 Doctor en Estudios Latinoamericanos en Territorio, Sociedad y Cultura, por la Facultad de Ciencias Sociales y Humanidades de la Universidad Autónoma de San Luis Potosí (México).
Maestro en Estudios Latinoamericanos en Territorio, Sociedad y Cultura por la Universidad Autónoma de San Luis Potosí.
Maestro en Teología por la Universidad Juan Calvino Internacional (México).
Licenciado en Historia por la Universidad Autónoma de San Luis Potosí.
0000-0001-9604-0530
eder.hatem@uaslp.mx


Fecha de recepción: 15 de octubre de 2024
Fecha de aceptación: 30 de enero de 2025.


Referencia: Palomo Hatem, E. (2024). Hacia una teoría no reduccionista de la laicidad: una reflexión alrededor del caso mexicano. Cultura Latinoamericana, 40(2), 88-109. https://doi.org/10.14718/CulturaLatinoam.2024.40.2.4



Resumen

La laicidad es un tema vigente, pese a que, actualmente, se habla de sociedades secularizadas, que cada vez recurren menos al tema religioso. En los países latinoamericanos, profundas discusiones continúan respecto a la relación que debe tener el Estado con las instituciones religiosas. Tales discusiones generan conflictos debido a la falta de claridad que se tiene acerca del concepto de religión, lo que ha llevado a malentendidos que sitúan a la Iglesia y al Estado, o bien, al Estado y a la religión, como si se tratara de elementos irreconciliables e incompatibles.

Uno de los casos más representativos del proceso de laicización es el mexicano, por lo que es imprescindible construir una teoría no reduccionista de la laicidad que proporcione precisión en los conceptos de religión, secularización, laicidad y laicismo, al tiempo que coadyuve al establecimiento de caminos de pacificación para México.

Palabras clave: Religión; secularización; laicidad; laicismo; iglesia.


Abstract

Secularism remains a relevant issue, even though today we speak of secularized societies that increasingly distance themselves from religious matters. In Latin American countries, profound debates continue regarding the relationship the State should have with religious institutions. These discussions generate conflicts due to a lack of clarity about the concept of religion, which has led to misunderstandings that position the Church and the State, or the State and religion, as if they were irreconcilable and incompatible elements. One of the most representative cases of the secularization process is the Mexican case, which is why it is crucial to construct a non-reductionist theory of secularism that provides clarity on the concepts of religion, secularization, secularity, and secularism, while contributing to the establishment of pathways towards pacification in Mexico.

Keywords: Religion; secularization; secularity; secularism; church.


Introducción

En México, la relación entre la iglesia y las instituciones religiosas está enmarcada por conflictos que van desde discusiones y falta de unidad hasta guerras civiles. Con matices diversos, tal problemática es una constante en el escenario sociopolítico de esta nación.

El presente trabajo sostiene que, para erradicar el discurso conflictivo y encaminarnos a un proceso de pacificación y acuerdos, es necesario construir una teoría no reduccionista de la laicidad, para lo cual es imprescindible esclarecer el concepto de religión, pues un análisis limitado o prejuicioso del término ha llevado al surgimiento de dilemas generadores de conflicto como Estado-Iglesia y Estado-religión.

Para realizar lo mencionado, se intentará mostrar la imposibilidad de que las teorías estén desprovistas de alguna creencia religiosa, ya que aun cuando niegue tenerla, no la contenga explícitamente, o bien, expresamente se asuma como un sistema arreligioso, de modo imprescindible presupondrá alguna creencia de este tipo. Se evidenciará que las teorías, ideologías y paradigmas que han dado sustento en la conformación del Estado laico mexicano y que se establecen en leyes positivas, brotan inevitablemente de compromisos religiosos. El hecho de tener un concepto amplio de la teoría de la religión y su influencia en las teorías, abrirá la brecha inicial para abonar a la solución del constante conflicto entre el Estado y las instituciones religiosas.

Con el fin de lograr lo mencionado en el párrafo anterior, se hará referencia al caso mexicano, así como a su influencia francesa. Comenzando por México, que es un país con una larga tradición de laicidad, desde la radical separación entre la Iglesia y el Estado, decretada por Benito Juárez el 12 de julio de 1859 (Rosas, 2012), hasta la legislación positiva en 1895, la cual es incluso anterior a la francesa (Baubérot, 2005).

El proceso de laicización no fue una tarea sencilla, la conformación de un Estado laico tuvo consecuencias violentas que se concretaron con la Guerra de los Tres Años (1858-1861) y la Guerra Cristera en sus dos etapas (1926-1929 y 1932-1938).

El discurso relativo al proceso de laicización versa en la neutralidad religiosa del Estado y, por consiguiente, la neutralidad religiosa en la educación pública. Para cumplir este objetivo, se procuró partir de teorías que proporcionaran sustento y dirección a las políticas públicas, con el argumento de que estas no se fundamentaran en ninguna religión o recibieran influencia de ella.

Sin embargo, para lograr una teoría de la laicidad que genere una sociedad más justa, al tiempo que establece factores de paz, se debe tener claro el concepto de religión, de tal manera que vaya más allá del anticlericalismo tan marcado en México y en Francia.

Religión y secularización

El concepto de religión pasa por diversas conceptualizaciones, desde su aproximación de percibirla como una actitud de explicación de los fenómenos naturales en vista de la carencia de conocimiento científico (Boyer, 2002), o concentrarse en ella meramente como un hecho social (Durkheim, 2013). En todo caso, sea que se perciba a la religión como un constructo social o como una opción de fe que proporcione cierta esperanza en las cosas últimas (Boyer, 2002; Taylor, 2014). Sin embargo, tales aproximaciones conceptuales, asumen a la religión como un factor potestativo para el ser humano, por lo que tiene la posibilidad de abstenerse de ella (Comte-Sponville, 2006) y, por lo tanto, se concluye que existen individuos sin religiosidad, así como estructuras sociales que tienen la posibilidad de estar desprovistos de religión, e incluso, se posicionan como indubitablemente arreligiosas.

Conjuntamente, debido a que uno de los orígenes culturales del mundo occidental es el judeocristianismo, el entorno está impregnado de expresiones religiosas de este corte, a través de templos, tradiciones, ministros y actos cúlticos; de tal manera que se produjo un concepto de religión vislumbrado con características similares a tales expresiones, en razón de que resultan habituales. Tal situación, sumada a la historia particular de los Estados modernos, comportó la restricción de la religión a la esfera privada (Comte-Sponville, 2006; Farrés, 2014), enclaustrándola en templos o edificios destinados al culto público (Palomo y Delgado, 2019). En ese mismo sentido, se asume que imperativamente debe tener un ritual o un acto cúltico comunitario (Durkheim, 2013), en el que se evidencie una lealtad a su divinidad.

Lo anterior es evidente en el proceso de laicización de México, pues tal proceso encuentra su origen en una "confrontación con el poderío de la Iglesia católica" (Rivera, 2010, p. 21), por lo que el concepto de religión fue emparentado con las características de la expresión de culto de esta organización eclesiástica, y así se normalizó su relegación a la esfera privada.

En razón de lo anterior, se han realizado separaciones, tanto conceptuales como en la praxis, al establecer falsos dilemas que recrudecen los conflictos entre la población; sin embargo, tales contraposiciones, aunque representan una problemática, solo son superficiales, pues al no tener claridad en el concepto de religión, inevitablemente se alude a nociones prejuiciosas. La falta de claridad conceptual, o bien, los falsos dilemas, hacen estériles las discusiones, pues no se exponen las presuposiciones, muchas veces ni siquiera se conocen; en consecuencia, se parte de una falsa idea que provoca dificultad para llegar a conclusiones o acuerdos, ya que, al estar sitiados en distintos compromisos teóricos, con normas de autoridad conceptual distintas, se imposibilita cualquier tipo de diálogo.

Por otro lado, las instituciones religiosas son usualmente desprestigiadas o menospreciadas con el estandarte de teorías sociales que sostienen que una sociedad sin una autoridad divina sería mejor (Ayala Choque y Esperante, 2020), o bien, el falso dilema entre ciencia y fe o Iglesia y ciencia (Minois, 2016), que sitúa al conocimiento científico por encima del religioso, como si se tratara de dos formas opuestas de entender el mundo.

Esta perspectiva implica que la religión es un elemento prescindible, ante lo cual queda bajo la libre elección humana asumir una creencia en lo divino (Comte-Sponville, 2006) o bien, vivir sin la necesidad de algún tipo de fe. Esto supone una visión exclusivista de la realidad y del ser humano, al asumir que la vida humana puede explicarse únicamente mediante alguno de sus aspectos (Clouser, 2022). No obstante, la religión no puede explicarse solo por medio del fenómeno social, sino también debe comprenderse a través de un fenómeno antropológico, en tanto que "todo lo humano es ipso facto religioso" (Berger, 1971, p. 244), puesto que no se trata solamente de creencias en divinidades de tipo personal, de espíritus o de un encantamiento del mundo (Weber, 2010); en otras palabras, no solo se trata de la creencia en alguien divino, es decir, en una divinidad personal, sino también en la creencia de algo divino, como puede ser la naturaleza, un elemento del cosmos o algún concepto de verdad que evoque un sentido a la vida, pues todo lo que hace el ser humano y le proporciona significado y propósito es precisamente su inherente religiosidad, de tal manera que "ser —o más bien devenir— un ser humano significa ser religioso" (Eliade, 1998, p. 8).

De tal manera que la religión no puede restringirse a una esfera privada del ser humano, en tanto que orienta sus pensamientos y acciones, ya sea de manera individual o colectiva (Dooyeweerd, 2020). Como una de sus acepciones etimológicas lo precisa con el vocablo que proviene de la palabra latina religio, cuyo significado histórico sostiene que se trata de "una atadura firme del hombre a Dios y a la voluntad divina revelada" (García, 2002, p. 24).

En esa misma línea, el filósofo neerlandés Herman Dooyeweerd (1998), en su análisis de las raíces de la cultura occidental, introduce el concepto de motivos religiosos básicos, los cuales se refieren a "las dimensiones profundas de la estructura religiosa que subyace a toda cultura y pensamiento humano" (Wolters, 1986, párr. 1); en otras palabras, es una fuerza motriz que impulsa a la humanidad, en tanto que gobierna todas las expresiones temporales de la vida desde su centro religioso (Dooyeweerd, 1998; Van der Walt, s. f.).

El motivo religioso básico es de carácter colectivo, por lo que fundamenta el decurso de la vida social; con este argumento se imposibilita cualquier tipo de neutralidad religiosa (Palomo, 2023). Dooyeweerd (1998) propone cuatro motivos religiosos básicos en el desarrollo de la civilización occidental:

1.   El motivo básico "forma-materia" de la antigüedad griega en alianza con la idea romana de imperium.

2.   El motivo escritural básico de la religión cristiana: creación, caída y redención a través de Jesucristo en comunión con el Espíritu Santo.

3.   El motivo básico católico-romano "naturaleza-gracia", el cual busca combinar los dos mencionados arriba.

4.   El moderno motivo básico humanista "naturaleza-libertad", en el cual se intenta traer los tres motivos previos a una síntesis religiosa concentrada en el valor de la personalidad humana (pp. 15-16).

La detección de los motivos religiosos básicos que orientan el desarrollo cultural de una sociedad determinada, elimina las perspectivas de sociedades secularizadas, definidas así en el entendimiento de que son sociedades sin creencias religiosas, o bien, en las que la fe se considera como una opción humana, entre otras (Taylor, 2014). Ciertamente, existe un fenómeno de secularización social, pero este no supone un desarraigo de fe, sino, en primera instancia, es una emancipación del dominio de instituciones religiosas, tales como la Iglesia que, en algunos periodos históricos, como en la Edad Media, dominaba gran parte de la vida del ser humano (Le Goff, 1999), así como en algunos Estados nacionales modernos, en los que inicialmente actuó de manera indiferenciada (Dooyeweerd, 1998), al rebasar sus funciones inherentes y gozar de privilegios ajenos a su esencia (Rivera, 2010).

Se argumenta que la secularización social le quitó al ser humano las ataduras de la religión, pero esto es inexacto, pues solo le quitó las ataduras de la jerarquía eclesiástica (Van der Walt, s. f.); por otro lado, se produjo una disminución de los valores del judeocristianismo en la cultura y en la sociedad. Sin embargo, este proceso de secularización únicamente conllevó un cambio de sistema religioso, no una exclusión de la religión de la sociedad, en razón de que forma parte inherente del ser humano, tal como Mircea Eliade (1998) argumenta, al vincular a la religión con la experiencia de lo sagrado, entendido como "un elemento de la estructura de la conciencia y no de su historia" (p. 8); por tanto, no es posible erradicarla.

En ese mismo sentido, otra acepción de la secularización social implica "la reducción de los preceptos cristianos, despojados de sus vestigios supramundanos, a un conjunto de derechos y deberes que son el sustrato imprescindible para la convivencia ciudadana" (Camps, 2014, p. 22). Aunque los Estados nacionales de Occidente han intentado erradicar las raíces judeocristianas de la vida pública, esto entendido por la influencia histórica de este sistema religioso, esto tampoco supone una eliminación de la religión, puesto que los derechos y deberes a los que se alude, surgen casi siempre de un punto de partida religioso (Dooyeweerd, 1998; Van der Walt, s. f.).

Por ejemplo, los procesos de laicización de México y Francia surgen de las pugnas con la Iglesia católica, y tal organización eclesiástica proporcionaba valores a la población, por lo que era imposible eliminarlos sin instaurar otros, de tal manera que se fomentaron valores cívicos (Rivera, 2010); en esa línea de pensamiento, laicidad no solamente se trata de derechos, sino también "de valores que trata de lograr la laicidad" (Inneraty, 2019, p. 3).

Fundamentar la vida humana en valores como "la caridad o la solidaridad y la responsabilidad cívica" (Camps, 2014, p. 22), con la premisa de que estos eliminan la necesidad de religión; o bien, aducir que en "una sociedad secularizada la religión, sus reglas morales y canónicas, han perdido el dominio de la conciencia individual y sus valores han dejado de regir la sociedad" (García, 2010, p. 61), resulta paradójico, puesto que tal sustitución valórica no despoja de religión, sino que necesariamente crea otra religiosidad, pues dichos valores emanan de algo o alguien al que se le debe rendir lealtad, al grado que se establece como nuevo eje rector de la vida, llámese Estado o pueblo.

Por otro lado, afirmar que la religión ha perdido dominio en la conciencia individual y social, es igualmente discordante, ya que, como se argumentó en párrafos anteriores, se deduce que forma parte esencial de la estructura de la conciencia, de tal forma que la motivación religiosa es la que determina la cosmovisión de vida. No se trata de una sociedad que se sostiene únicamente de valores cívicos, sino de compromisos religiosos que dirigen tales valores.

Entonces, desde esta línea argumentativa, no es posible hablar de sociedades sin religión, puesto que las motivaciones más profundas del ser humano se consideran de carácter religioso (Van der Walt, s. f.), aun cuando estas se nieguen (Clouser, 2022; Dooyeweerd, 1998), en la medida en que la religión no se trata de un fenómeno incidental, sino de un elemento ineludible de la ipseidad humana.

Derivado de lo anterior, la religión no está en confrontación con la ciencia, el Estado o las leyes civiles, sino que, como elemento de la estructura de la conciencia (Eliade, 1998) y como impulso de la ipseidad humana (Dooyeweerd, 2020), subyace en todas las expresiones de la vida humana. A su vez, tampoco puede asumirse un tipo de secularización cuyo significado implique la carencia de creencias religiosas en el ámbito público (Blancarte, 2017; Taylor, 2014), o la no influencia de estas en la vida social, en tanto que los compromisos religiosos son inherentes en el ser humano (Dooyeweerd, 1998), de tal modo que solo se generan nuevas expresiones religiosas.

Por tanto, para esclarecer qué es religión, es necesario definir el concepto de creencias religiosas, por lo que partimos de la tesis de Roy Clouser (2022), al definir creencia religiosa como "una creencia en algo como divino per se, sin importar cómo se le describa ulteriormente, donde divino per se significa tener una realidad incondicionalmente independiente" (p. 27). Con base en la tesis de Clouser, lo que es considerado esencialmente divino no necesariamente es un ser personal u objeto de culto en rituales comunitarios, sino que algo divino es en principio "considerado como incondicionalmente real o como teniendo más poder divino que los humanos" (Clouser, 2022, p. 31).

Con base en lo anterior, se concluye que la religión no se trata de un mero constructo social, tampoco de un elemento del que se pueda prescindir, en razón de que todos los seres humanos poseen compromisos religiosos, los cuales determinan las hipótesis y las teorías, en tanto que estas presuponen alguna creencia en lo que consideran divino (Clouser, 2022; Dooyeweerd, 1998; Van der Walt, s. f.), así como el quehacer científico está sesgado religiosamente (Dooyeweerd, 1998).

Por tanto, entenderemos a la religión como "un compromiso inherente de vida que se fundamenta en la creencia acerca de lo divino, entendiendo lo divino como el Origen autoexistente del que depende toda la realidad" (Palomo, 2023, p. 11).

En consecuencia, ninguna teoría de laicidad puede ser religiosamente neutral, pues de modo inevitable partirá de presuposiciones religiosas, lo que hace imprescindible reflexionar acerca de la laicidad desde un concepto preciso de religión, con el fin de evitar posturas reduccionistas y encaminarnos hacia una teoría de la laicidad que coadyuve a la construcción de un Estado justo para todos los habitantes, indistintamente de sus creencias religiosas (Clouser, 2022).

Laicismo y laicidad

Con el fin de tener mayor claridad, retomaré las discusiones históricas para precisar la terminología, pues de dicha conceptualización se derivan políticas públicas que coadyuvan o bien, socavan la posibilidad de una sociedad justa para todas las personas. La discusión conceptual se puede rastrear desde el origen francés del proceso de laicización, dado que fue la principal influencia conceptual para la laicidad mexicana, pese a que la legislación de México fue pionera en el establecimiento de leyes laicas (Baubérot, 2005). Estos dos casos son emblemáticos en la reflexión, sin embargo, cada uno tiene los matices propios de su historia y su cultura.

Empezaré examinando uno de los ejes de la laicidad que se sostiene desde una perspectiva de arreligiosidad, al asumir el término como "neutral frente a las religiones" (Martínez Cerda, 2005), pues dicha condición se asume como necesaria para el resguardo de la libertad religiosa y libertad de conciencia.

La Iglesia católica impugnó la vinculación del término laico con arreligioso, así como el concepto más radical que lo relaciona como antirreligioso, al propugnar que el Estado, si bien debe ser laico, esto no implica que deba ser arreligioso, mucho menos antirreligioso, sino que únicamente debe ser aconfesional (Corral, 2004). Incluso, fue a partir de la discusión de la Iglesia que se inició la distinción entre laicismo y laicidad, con la argumentación de Pío XII (Bovero, 2015); a dicha distinción, pero desde una perspectiva distinta, se sumó Norberto Bobbio, con el fin de erradicar la intransigencia de las teorías de laicidad, al punto que se negó a firmar el manifiesto laico de 1998, con el argumento de que este tenía

un tono beligerante utilizado por los redactores del texto para defender su propia tesis. Un lenguaje insolente, de rancio anticlericalismo, irreverente y, para decirlo en una palabra, nada laico, emotivo y visceral, que no se expresa con argumentos y, por lo tanto, parece querer rechazar cualquier forma de diálogo, y todo esto desde la primera línea. Esto ha sido lo que me ha indispuesto a leer lo demás benévolamente: "repugnante" — dice— es la tesis adversaria; "descabellado", quererla reivindicar. (p. 147)

Bobbio (1999) no estaba de acuerdo con la actitud de intolerancia hacia las instituciones religiosas, como tampoco lo estaba en cerrarse en principios definitivos que minaban el diálogo y la buena relación entre instituciones, por lo que argumentaba que la cultura laica no debería convertirse en laicismo.

Tal diferenciación conceptual es igualmente argumentada por Roberto Blancarte (2017), al afirmar que el laicismo conlleva una militancia combativa que es "tan intransigente en los principios y actitudes como la contraparte que se pretende eliminar" (pp. 19-20). De tal manera que uno de los aspectos que implica la laicidad, es la erradicación de la intransigencia de algunas instituciones que persiguen la supremacía, que puede implicar una pretensión hegemónica de la totalidad de la vida social.

La intransigencia produce un clima social de violencia, puesto que pone en conflicto los sistemas de pensamiento desde los que se interpreta la realidad, los cuales, al ser enarbolados por instituciones que tienen poder, persiguen su imposición, en muchas ocasiones mediante la educación, pero en otras a través la coerción. No se trata solamente de una lucha por la supremacía institucional, sino también por el sistema de valores de una población determinada (Rivera, 2010).

Sin embargo, la hegemonía de una institución, cuya pretensión es el establecimiento de un tipo de sociedad que erradica otras maneras de ver la realidad, no corresponde a un Estado justo, pues coarta la libertad y monopoliza el terreno de las ideas, por lo que, tal actitud beligerante no corresponde a los principios de laicidad (Inneraty, 2019), sino laicismo (Ramos, 2010).

Asimismo, se aboga por erradicar la distinción entre laicidad y laicismo, en gran medida por la animadversión que algunos teóricos tienen respecto a la Iglesia católica, al uso que esta le dio al concepto, ya que lo utilizaba de manera peyorativa en las encíclicas papales del siglo XIX, con la pretensión de mantener la preeminencia en los Estados, al tiempo que minaba también la libertad de prensa y de culto (Valadés, 2015). Esta es una de las causas por la que disgusta esta distinción (Bovero, 2015). Pese a esto, considero pertinente hacerla, debido a que con ello se determina el ejercicio de políticas públicas, pues el concepto de laicidad está vinculado a las funciones de un Estado hacia las instituciones religiosas, pero también está ligado a una perspectiva social.

No obstante, con base en la discusión del subtema anterior, no es necesario manifestarse como arreligioso o antirreligioso para ser laico; de hecho, es imposible, puesto que todo ser humano tiene compromisos religiosos. Por otro lado, debido a que toda teoría presupone una creencia en lo que considera divino (Clouser, 2022), es posible deducir que las teorías desde las que el Estado construye la perspectiva de laicidad asimismo están sesgadas religiosamente.

Pese a que en algunos casos la distinción entre laicidad y laicismo no se considera pertinente, con el argumento de que esto causa más confusión, además de que se recupera la diferenciación conceptual iniciada por la Iglesia católica, cuyo objetivo implicaba justificar su participación en la vida pública (Bovero, 2015). Con todo, esta distinción resulta necesaria, pues a través de la historia es evidente que la percepción de la laicidad y el Estado no es unívoca, en razón a que corresponde a valores sociohistóricos de cada nación (Blancarte, 2017).

El término laicidad no se refiere a una actitud intransigente, ya que no se debe construir este concepto a partir de la disputa con la Iglesia, aun cuando este conflicto estuvo presente, sino en el "proceso de secularización de las instituciones sociales" (Blancarte, 2019, p. 19); este entendimiento del concepto solo alude a una separación de funciones, con el fin de evitar el predominio de las organizaciones eclesiásticas en asuntos públicos.

El laicismo, como todo ismo, supone la construcción de una doctrina o un sistema (Muñoz, 2011), la cual absolutiza la interpretación de la realidad únicamente mediante sus cánones; además, si se considera que lo absoluto tiene prerrogativa de existencia total en la religión (Dooyeweerd, 1998), se confrontan dos motivos religiosos, por lo que se genera una actitud militante e intransigente (Bobbio, 1999; Pineda, 2019), al grado que busca eliminar toda competencia y anteponerse como la única opción viable, de tal manera que el laicismo implica que las creencias religiosas

deben ser privatizadas, confinadas al ámbito privado sin que puedan salir de ahí, para que no entorpezcan los debates políticos, los cuales tienen que estar ligeros de carga emocional distorsionante que supondría la expresión de fe, algo que después de siglos de secularización tendría que haberse resguardado definitivamente en la intimidad de cada cual. (Farrés, 2014, p. 119)

Esta actitud conlleva un desconocimiento de la fe o las creencias religiosas, al suponer que únicamente es religioso lo que en el contexto occidental es más evidente: el judeocristianismo y sus expresiones cúlticas. Como se argumentó, no siempre las creencias religiosas se expresan en cultos públicos comunitarios, sino que estas subyacen en las proposiciones y, en general, en todo lo que hace el ser humano, puesto que, siguiendo a Eliade (1998), incluso las cosas más elementales como la alimentación o el trabajo "tienen un valor sacramental" (p. 8), de tal manera que "vivir como ser humano es en sí mismo un acto religioso" (p. 8). Por consiguiente, las creencias religiosas no están confinadas a las instituciones religiosas (Berger y Luckmann, 2019), después de todo, igualmente forman parte de las presuposiciones teóricas del ejercicio político.

Por otro lado, la mencionada carga emocional no se asocia solo a cuestiones de fe, sino que es un elemento que forma parte de la vida humana. Además, tal aseveración denota un desconocimiento de la fe, puesto que esta igualmente involucra una confianza fundamentada en el conocimiento y no una creencia sin argumentos (García de la Sienra, 2022).

Existe también el concepto de Estados pluriconfesionales, en los cuales "la confesionalidad se declina en clave del pluralismo, y la religiosidad sigue permeando la esfera pública" (Capdevielle, 2019, p. 106).

Este entendimiento de la laicidad, aunque no necesariamente establecido en códigos legales, es recurrente en las naciones latinoamericanas, en las que la afianzada tradición eclesiástica está presente. Pese a que la iglesia institucional ha sido remitida a la esfera privada, su influencia social no se niega, por lo que muchos candidatos recurren a instituciones eclesiásticas, ya sea para legitimar su mandato (Barranco y Blancarte, 2019), o bien, para atraer votos.

Por esta razón, una estrategia política que puede resultar en cierta conveniencia, tiene que ver con el hecho de no eliminar del todo los privilegios históricos de la Iglesia, pues se puede convertir en capital político. Una vez que los candidatos ocupan el puesto público, suelen favorecer a las instituciones que los apoyaron. De esta forma, mientras en el discurso oficial se sostiene la histórica separación entre Iglesia y Estado, en la práctica se vive un conveniente Estado pluriconfesional.

Ciertamente los países occidentales son plurales, pero no por ello deben ser pluriconfesionales a partir de la referenciada definición, pues laicidad no implica tener un Estado que favorezca alguna institución religiosa o imponga una moral, más bien se trata de una delimitación de funciones de las diferentes esferas sociales (Palomo y Delgado, 2019).

Otra argumentación se refiere a la inclusión de lo religioso en el ámbito público, como la "tendencia a sacralizar la política o politizar lo religioso" (Blancarte, 2017, p. 12), ya que esto parte de la noción de lo religioso como únicamente a lo expresado en culto comunitario; por otro lado, remite al elemento religioso al ámbito privado, como si al negarlo dejara de incidir.

Cuando lo que se pretende es restringir a la religión al ámbito privado, es necesario proporcionar cánones que realmente sustituyan el papel de las instituciones religiosas y sus implicaciones, de tal forma que el laicismo se va configurando como otra forma de religiosidad o, más bien, otro sistema religioso.

Lo anterior no abona al diálogo, en razón de que no se trata de imponer un sistema supremacista de alguna estructura social, sino de laicidad, que no conlleva una actitud militante, sino un entendimiento de funciones esenciales de cada estructura social, específicamente las instituciones religiosas, sin que alguna pretenda la hegemonía; contrario a esto, un accionar recíproco sin invasión de funciones, al operar de manera diferenciada las distintas organizaciones sociales (Palomo y Delgado, 2019).

Los casos emblemáticos de México y Francia

México es uno de los países que más se ha caracterizado por su perspectiva de laicidad, la cual principalmente surgió por las pugnas entre liberales y conservadores, enfocada primero en la separación de la Iglesia con el Estado (Ramos, 2010; Valadés, 2015). No obstante, era necesario partir de un paradigma teórico que diera sustento a los nuevos valores laicos.

En primera instancia estuvo marcado por la influencia francesa en el concepto de laicismo, el cual "es también sin lugar a dudas anticlerical" (Ramos, 2010, p. 92), debido a que se trataba de minar la influencia de la Iglesia y todo lo que brotara de ella en el espacio público (Baubérot, 2005; Farrés, 2014).

Gran parte de la influencia mexicana con respecto al proceso de laicización remite al caso francés, cuyos orígenes se encuentran en la Revolución, al pretender erradicar todo lo referente al antiguo régimen, incluida, por supuesto, la Iglesia. El motivo religioso que orientó a la Revolución francesa era el de naturaleza/libertad que implicaba la autonomía de la voluntad del ser humano (Dooyeweerd, 1998).

Así, la Revolución francesa llevó a una modificación radical de la sociedad, con la pretensión de erradicar todo lo que procediera del judeocristianismo, al grado que Groen Van Prinsterer (2005) afirma que la "Revolución en su totalidad no es otra cosa que el resultado lógico de una incredulidad sistemática, la obra de la apostasía respecto del Evangelio" (p. 115), aludiendo a que no solo se trataba de un cambio de régimen, sino al "total trastrocamiento del espíritu general y del modo de pensar" (p. 3), pues se trataba de ideas que conformaban el espíritu de los tiempos (García de la Sienra, 2010) .

Asimismo, la Revolución francesa encumbró a la Razón como eje rector de la vida humana y autoridad última, al grado que se le rendía culto como una nueva divinidad (Baubérot, 2005), al establecerse como absoluta, de tal forma que "el racionalismo supuso que el corazón del hombre era la Razón" (Runner, 2001, p. 58); así que lo que se observa es un cambio de motivación religiosa.

Los axiomas de la Revolución francesa influyeron en los procesos de desarrollo de las incipientes naciones latinoamericanas, por lo que la visión anticlerical eventualmente incidió en México (Palomo, 2023). Dicha influencia convergió con el proceso de laicización mexicano, que derivó de la contienda por el poder del Estado con Iglesia (Rivera, 2010), en razón de que no se contaba con una sociedad diferenciada, en la que se tuviera claridad en la delimitación de funciones de las diversas instituciones sociales; en ese contexto histórico, la Iglesia contaba con una gran presencia en diversos rubros, por lo que desarrollaba actividades que no eran de su competencia y, en consecuencia, invadía otras esferas sociales.

Es evidente que la Iglesia rebasaba sus funciones inherentes y que era necesaria una delimitación de estas, sin embargo, la actitud beligerante hacia esta avanzó, al grado de que surgieron pretensiones de erradicación del catolicismo en México que llevaron a conflictos bélicos como la Guerra de Tres Años (1857-1861) y la Guerra Cristera (1926-1929) (Fowler, 2020; Olivera, 2019).

Tanto en Francia como en México, se construyeron teorías que proporcionaran sustento y estructura al Estado laico, no obstante, en ninguno de los casos se observa la neutralidad religiosa; contrario a ello, se sustituyeron los valores que proporcionaba el catolicismo, por valores cívicos, los cuales, como ya se ha mencionado en párrafos anteriores, tienen como punto de partida una motivación religiosa. A la vez, en una dinámica sustitutiva, se utilizaron las mismas estrategias de la Iglesia, sacralizando edificios públicos (Díaz Patino, 2016), estableciendo rituales para fomentar el amor a la patria y a la razón (Baubérot, 2005), e incluso, los héroes de la historia oficial ocuparon los espacios de los santos cristianos (Blancarte, 2017).

De esta manera, los casos de México y Francia nos permiten observar la imposibilidad de neutralidad religiosa, puesto que ambas naciones en sus inicios fomentaron el laicismo, más que la laicidad; por ello, proveyeron otro sistema religioso que, aunque no se le reconozca de esta forma, desde su presuposición teórica hasta su expresión pública, tiene características religiosas.

Lo anterior hace imprescindible el desarrollo de una teoría no reduccionista de la laicidad, que reconozca los compromisos religiosos, al tiempo que garantiza las libertades de su población, en el entendimiento de la teoría de la soberanía de las esferas.

La soberanía de las esferas

La teoría de la soberanía de las esferas tiene sus orígenes en el discurso que Abraham Kuyper enuncia en la fundación de la Universidad Libre de Amsterdam, y que se sistematiza aludiendo a los "varios aspectos de la realidad" que tienen "una esfera soberana con respecto a los otros" (Dooyeweerd, 1998, p. 44).

Esto presupone que existen distintas áreas en las que está dividida la sociedad humana, teniendo cada una su propia autoridad, debidamente delimitada para que no se invadan entre sí. Esto es pertinente para comprender la laicidad y la naturaleza del Estado (Clouser, 2022)puesto que establece que cada estructura social tiene sus funciones inherentes, con el fin de que no invada funciones de otra, de tal manera que ninguna tenga supremacía y se respete la autoridad esencial de cada una.

En razón de que, históricamente, las estructuras sociales que tienen el poder han tratado de tener supremacía y dominar la totalidad de la vida, invadiendo instituciones y realizando funciones que no corresponden a su relación, se producen falsos dilemas que complican el entendimiento de la laicidad.

Con esto enfatizo el tema de la diferenciación social, con el ya citado ejemplo de la hegemonía de la Iglesia en la Edad Media, proceso que produjo indiferenciación social (Dooyeweerd, 1998), pues una sola estructura social era omniabarcante al dominar todos los aspectos de la vida. Esto minaba a las otras estructuras como la familia o la ciencia. Un fundamento para la laicidad es la diferenciación en esferas sociales limitadas, cada una cumpliendo con su propia función (Palomo, 2023).

Además, esto favorece la comprensión de los motivos religiosos subyacentes que orientan la actividad humana, incluida la tarea del Estado. Esto no implica que se favorezca o prohíba alguna práctica religiosa, sino que reconoce sus presuposiciones para evitar, también, los falsos dilemas que han propiciado discusiones y conflictos a lo largo de la historia.

Iglesia y Estado

En las discusiones para establecer un Estado laico y una sociedad laica en los países hispanoamericanos, se encuentra la histórica separación entre la Iglesia y el Estado, que inició con las reformas liberales en la segunda parte del siglo XIX. Los ejes rectores de las reformas que establecieron los fundamentos de laicidad en México, en primera instancia estuvieron enfocados en reducir o, incluso, eliminar la influencia de la Iglesia católica en la vida política, pero también en la vida social (Rivera, 2010).

Como ya se ha dicho, en diversos periodos de la historia, la Iglesia desempeñaba funciones que no eran correspondientes a su esfera de actividad, y en algunos temas había intromisión en asuntos competentes al Estado; no obstante, esto era entendible en la medida en que había una influencia histórica en los países hispanos, cuya estructura respondía a una herencia de la Corona española, que, igualmente, mantenía elementos del otrora sacro Imperio romano y germánico, en el que la diferenciación social no estaba precisada.

En el caso mexicano, las pretensiones de Benito Juárez no se limitaban a una mera separación funcional, sino a un intento de trastrocamiento del clima social en México, del que necesariamente tiene como una de sus raíces al catolicismo, el cual se pretendía erradicar al sustituirlo por otras vertientes religiosas: desde el protestantismo hasta una religión de Estado (Díaz Patino, 2016; Ramos, 2010; Rivera, 2010).

La Iglesia también reaccionó y, en algunos casos, propuso una limitación correcta; sin embargo, predominó una actitud de intransigencia que limitaba las libertades individuales y pretendía establecer una supremacía del Estado (Rivera, 2010). De este conflicto nació el falso dilema entre la Iglesia y el Estado en México, de la invasión mutua que estas instituciones sostuvieron en la construcción de la nación. Sin embargo, es un falso problema conceptual, en la medida en que no se trata de instituciones cuyas inherentes funciones converjan, ya que su función social es distinta, por lo que no deben entrar en competencia. El Estado está para la impartición de justicia y la administración de los bienes públicos en un territorio determinado (Kalsbeek, 2018), es decir, tiene una función diquética, mientras que la Iglesia corresponde a la esfera fídica (Clouser, 2022).

En ningún momento se oponen o antagonizan en sus oficios esenciales, por lo que ambas pueden convivir en los límites territoriales de un país, con las libertades propias que se garantizan en un Estado laico. El conflicto se debe a que, en distintas épocas, se ha invadido la actividad propia de estas estructuras que al rebasar sus propósitos y perseguir una supremacía, genera una percepción de intransigencia, y el Estado, al contar con las herramientas estructurales creó una conceptualización de laicidad que se convirtió en laicismo. Un Estado laico no debe pretender la erradicación de ninguna institución religiosa y, por antonomasia, instaurarse en la vacante de la institución eclesiástica, sino establecer sus funciones inherentes, sin invadirse, de tal forma que operen de manera diferenciada.

Este falso dilema no solo se argumenta desde el caso mexicano, sino también de las luchas históricas que se mantuvieron para limitar el poder de la Iglesia católica; dicho poder contaba con una influencia milenaria que tenía una estructura, pero también perpetuaba su tradicional hegemonía (Minois, 2016).

Con el nacimiento de los Estados nacionales y, posteriormente, con las independencias hispanoamericanas, surgieron nuevas estructuras sociales que asimismo reclamaban ciertos espacios, e incluso, reclama­ban la hegemonía que la Iglesia había mantenido por siglos.

La época de la Ilustración significó un momento de ruptura al luchar contra los poderes dominantes de su tiempo: el poder del Estado y de la Iglesia, encumbrando un nuevo eje rector de la vida pública, es decir, una nueva divinidad como la razón (Runner, 2001). No se perseguía únicamente un cambio de forma de gobierno, sino una transformación total del espíritu de sus tiempos y el sistema de valores que sustentaban a la sociedad.

En este movimiento, así como en la ya citada Revolución francesa, se encuentra la génesis de la laicidad, pero vale la pena preguntarse: ¿cómo un movimiento abiertamente anticlerical sirve de sustento para la teoría de la laicidad? Resulta antitético, en razón de que laicidad no implica llevar a la religión al ámbito privado, puesto que, desde el marco referencial propuesto, resulta imposible.

Las repercusiones de las ideas revolucionarias se evidenciaron en la construcción de las nuevas naciones latinoamericanas que, aunque nacen como católicas y restrictivas a otras religiones, al tiempo establecieron leyes de carácter liberal (García de la Sienra, 2010). En el caso mexicano, esto produjo la reducción de la religión judeocristiana al ámbito privado, al tiempo que se generó otro sistema religioso para la vida pública.

A la delimitación de la religión a la esfera privada suele denominársele laicidad, sin embargo, la laicidad no trata de hegemonía de una estructura o institución social, sino del entendimiento correcto de las funciones inherentes de las diferentes estructuras de la sociedad (Palomo y Delgado, 2019).

Por tanto, en el sentido conceptual, una laicidad que parte de las nociones de una mera separación de Iglesia y Estado, presenta un falso dilema, puesto que no son instituciones antagónicas y sus funciones son distintas en el espectro social. Aun cuando se dieron las distintas guerras en México, cuyos protagonistas eran estas estructuras sociales, esto se trató de una invasión de funciones, e incluso, un atentado a la libertad de conciencia (Meyer, 1994), por lo que eran principios contrapuestos a los de un Estado laico.

Ambas instituciones en su momento lucharon por la supremacía en la incidencia social y en la toma de decisiones, pero para que se llegue a la pacificación, es menester que cada una se limite a sus funciones inherentes y cumpla sus tareas con plena libertad, de tal manera que pueda convivir en el Estado laico.

Estado-religión

Otro de los falsos dilemas presentes en la discusión de la laicidad es el que sitúa al Estado y a la religión como incompatibles, a partir de la idea que alude a la necesidad de neutralidad religiosa del Estado, que también puede entenderse desde la imparcialidad del Estado frente a las religiones (Vázquez, 2021), en la medida en que "deben desarrollar su acción fuera del ámbito estatal" (Martínez Cerda, 2005, p. 2), hasta la suposición de que el Estado es capaz de prescindir de compromisos religiosos.

Al respecto, sostengo que el problema de estas interpretaciones de la laicidad, se asocian con dos factores: el primero, el concepto de religión; y el segundo, el trato que se le da al sentido religioso. Esto concuerda con el tratamiento que se le da a la religión como una expresión que se encuentra en las alternativas sociales (Luhmann, 2009; Taylor, 2014) y, como tal, se puede prescindir de ello (Comte-Sponville, 2006).

No obstante, como se ha señalado en párrafos anteriores, la religión forma parte inherente de la vida humana (Eliade, 1998), por lo que impregna la totalidad de la vida (Dooyeweerd, 2020), de tal manera que es imposible que el Estado se construya con teorías arreligiosas, irreligiosas o antirreligiosas; además de que el propio Estado puede asumirse como dogma de un creyente. Al respecto, Eric Voegelin (2014), asevera que

en la vivencia que este tiene del mundo, la existencia del hombre pierde realidad y es el Estado quien se la apropia, convirtiéndose así en lo verdaderamente real, para luego trasvasar una parte de esa realidad al individuo y, recreándolo, volver a darle vida, ahora como parte de una realidad suprapersonal. Con ello, desembocamos en el centro mismo de una vivencia religiosa, y nuestras palabras constituyen la descripción de un proceso místico. (p. 30)

Por otro lado, el Estado moderno, definido como "aquella comunidad humana que, dentro de un determinado territorio (el territorio es un elemento distintivo), reclama (con éxito) para sí el monopolio de la violencia física legítima" (Weber, 1979, p. 83); o bien, como "una organización monopolística interna del poder de la espada sobre un área cultural particular dentro de los límites territoriales" (Kalsbeek, 2018, p. 247).

Ambas definiciones sostienen que el Estado tiene el poder de ejercer la fuerza, sin embargo, esta no debe ser aplicada tiránicamente, sino que debe sustentarse mediante normas jurídicas (Kalsbeek, 2018), que brotan de teorías que, inevitablemente, de modo consciente o no, emergen de presuposiciones religiosas que les dan forma (Clouser, 2022).

Preciso que, con lo anterior, no estoy proponiendo que el Estado debe estar amalgamado con una institución religiosa, tampoco debe instaurar un sistema religioso mediante la instrumentalización de políticas monopólicas que prohíba o favorezca alguna creencia religiosa o incida en las prácticas de las instituciones religiosas; esto sería invadir una estructura social de la cual no tiene jurisdicción (Clouser, 2022; Palomo y Delgado, 2019).

Las sociedades occidentales tienen el elemento de la pluralidad, por lo que no se trata de homogeneizar la sociedad. Se trata de reconocer que el Estado y la religión no representan factores antagónicos, por lo que es imprescindible que, para llegar a acuerdos en la pluralidad nacional, se reconozcan los motivos religiosos presentes en las diversas teorías que permitan, de una forma honesta, dialogar con base en la realidad y no en premisas falaces.

A modo de síntesis y póngase énfasis en esto: sostengo que el Estado debe cumplir sus funciones inherentes sin favorecer a ninguna institución religiosa; así mismo que es una organización distinta a las comunidades eclesiales, y, por tanto, debe actuar de manera diferenciada. Además, debe garantizar las libertades de su ciudadanía, incluida la libertad religiosa.

Sin embargo, lo anterior no implica que el Estado pueda liberarse completamente de elementos religiosos, pues debido a la naturaleza religiosa del ser humano, se decanta por teorías, cuyos compromisos religiosos subyacen en ella, ya que "toda concepción de la justicia y del Estado presupone alguna creencia de divinidad" (Clouser, 2022, p. 374) y, con base en esas presuposiciones orienta la vida pública, así como sus funciones de administración de los bienes públicos y la aplicación de la justicia.

El Estado y la religión no son dos categorías disociadas, y el Estado no tiene la función de neutralizar a la religión; de hecho, como se ha argumentado, esto resulta imposible. Más bien, debe garantizar la libertad de conciencia y la expresión de las creencias de su ciudadanía. En otras palabras, debe aspirar a promover una sociedad justa para todos, indistintamente de sus creencias religiosas (Clouser, 2022).

Palabras finales

Para algunos, el proceso de laicización es inacabado (Blancarte, 2017), pues se vincula únicamente con los cambios de las sociedades y sus procesos de secularización. Ciertamente, es menester la continua reflexión por el tema en cuanto a la diversidad y pluralidad de las naciones, la incursión de gobernantes que fusionan organizaciones religiosas con proyectos de Estado, o bien, por la reconfiguración constante de las poblaciones, entre otras cosas.

La historia del proceso de laicización de México deja en claro que la consideración de la religión como un elemento opcional para el ser humano, supone la posibilidad de prescindir de ella. De tal manera que, desde esta perspectiva, en distintos periodos históricos hubo intentos de erradicación de la religión de la vida de la ciudadanía; no obstante, esta fue una pretensión estéril, puesto que ningún individuo o estructura social debe tener dominio sobre las conciencias, por lo que, al atentar, ya sea de manera pasiva o activa, con la libertad de conciencia, puede tener como resultado el conflicto.

Por tanto, uno de los aspectos que abonará a la pacificación de las naciones y, particularmente de México, es la claridad en el concepto de religión, de modo que no se reduzca a una opción, una incidencia o a un mero constructo social, sino como parte inherente del ser humano, por lo que debe analizarse con la amplitud y la complejidad que representa en la vida social humana.

Por otro lado, es imprescindible la precisión conceptual en las funciones inherentes de las estructuras sociales, pues de esta manera se evitará lo que históricamente ha ocurrido: el reclamo de una esfera social por el dominio de la totalidad de la vida. Al estar debidamente delimitadas las estructuras sociales, soberanas en su propia esfera social, se evita todo tipo de usurpación de funciones y, en consecuencia, los conflictos.

En consecuencia, una teoría no reduccionista de la laicidad coadyuva en la pacificación social, al tener claridad conceptual y fomentar el autoconocimiento que, al final, hará factible la disminución, e incluso, la resolución de conflictos, impulsando el orden y la pacificación social, indistintamente de las creencias religiosas de la ciudadanía.



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