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EN LA RAÍZ DE LA POLÍTICA:
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https://doi.org/10.14718/SoftPower.2023.10.2.7
Sandro Luce
Università degli Studi di Salerno
Es investigador en Filosofía Política en la Universidad de Salerno, donde actualmente enseña Nuevos sujetos políticos y organiza un laboratorio en
Democracia participativa. Ha publicado varios ensayos en revistas y volúmenes colectivos y
algunas monografías que incluyen Soggettivazioni antagoniste. Frantz Fanon e la critica postcoloniale (Meltemi, 2018).
https://orcid.org/0000-0002-8366-0770
sluce@unisa.it
* Este trabajo es fruto de un proyecto de investigación desarrollado en el Dipartimento di Scienze Politiche e della Comunicazione de la Università degli Studi di Salerno.
Fecha de recepción: 13 de febrero 2023
Fecha de aceptación: 31 de marzo 2023.
Resumen
La crisis de consenso del modelo de democracia liberal es, desde un punto de vista teórico, inseparable de la crisis del mecanismo de representación política, lo que ha resultado en el vaciamiento de su fundamento trascendental. El artículo realiza un análisis crítico de algunas propuestas postfundacionalistas (Rancière, Mouffe, Laclau) que, a pesar de su profundas divergencias , intentan radicalizar la política, poniendo en primer plano la cuestión del poder popular. Este poder activo no se apoya en los mecanismos clásicos de delegación, y actúa por su cuenta, antagonizando con las prácticas dominantes de la gobernanza neoliberal, cuya hegemonía se considera generalmente la causa principal de un amplio proceso de despolitización. Con respecto a estas propuestas, se destaca que el entramado político y social está atravesado por una multiplicidad de subjetividades sumamente heterogéneas. Estas rechazan ser "fijadas" dentro de los significantes políticos hegemónicos, para intentar actuar y encontrar espacios comunes de autonomía y expresión dentro de las mallas de la máquina neoliberal.
Palabras clave: pueblo; democracia; antagonismo; movimientos
Abstract
From a conceptual point of view the crisis of liberal democracy within contemporary society cannot be separate from the crisis of the political mechanism, resulted in the emptying of its transcendental foundation. The paper critically analyzes some post-foundationalist proposals (Rancière, Mouffe, Laclau) that, despite their profound distance, attempt to radicalize politics by foregrounding the question of the people's power, meant as an active power, not relied on traditional delegation mechanisms but able to act on its own by antagonizing with the dominant practices of neoliberal governance, whose hegemony is generally considered as the main cause of a broad process of depoliticisation. From the perspective carried out by this paper, these proposals run the risk of neglecting the specific connotations and the concrete conditions of the subjects involved. Indeed, the paper emphasizes how the political and the social framework are crossed by a multiplicity of extremely heterogeneous subjectivities which refuse any attempt to 'set' them within hegemonic political significants and try to pursue self-determination, finding common spaces of autonomy and expression within the meshes (o tangles) of the neoliberal machine.
Keywords: people; democracy; antagonism; movements
La democracia representativa y su crisis
Las democracias liberales que han gobernado la vida política occidental a partir de la Segunda Guerra Mundial atraviesan una profunda crisis, que se manifiesta en toda su evidencia en la intensificación de la desconexión entre gobernantes y gobernados. Rosanvallon (2006) ha definido esta fase como la "era de la desconfianza", para subrayar el creciente sentimiento de apatía y la pasivización de los ciudadanos, cada vez más escépticos y desencantados con las instituciones democráticas. Su sensación de impotencia ante la imposibilidad de influir y dirigir concretamente las opciones políticas destaca la insuficiencia de los mecanismos procedimentales que sufren, en la actual fase de desterritorialización dictada por la racionalidad económica neoliberal, un mayor vaciado respecto de su capacidad de influir y decidir.
Sin embargo, esta crisis adquiere también un significado más amplio, de tipo 'estructural', cuando la ponemos en relación con la representación política, entendida como el lugar simbólico que configura la identidad colectiva de un pueblo. La representación remite más a una manera de investidura y ejercicio del poder —es decir, la delegación representativa— que a un dispositivo conceptual, que alude a la operación en virtud de la cual se constituye la fictio de la totalidad del cuerpo político como distinta de la suma de las voluntades de los individuos que lo componen (Bazzicalupo, 2012). La persona rapraesentativa —encarnada en el cuerpo del Soberano— no se limita a ocupar el lugar de otro, recogiendo una voluntad ya existente y determinada, sino que, actuando en nombre y por cuenta de todos, crea una voluntad unitaria que antes no existía, reduciendo la pluralidad a unidad.
El paso de lo múltiple al Uno, que concibe al sujeto de la identidad política, marca la emergencia del protagonista de la acción política: el pueblo, que ya con Hobbes (1996) se presenta como el resultado de un artificio ordenador creado por la razón humana para sustraer al hombre mismo de los riesgos ligados a su naturaleza. En el origen del mecanismo sacrificial que se injerta en el mecanismo representativo hobbesiano, el pueblo como tal no puede existir antes del poder soberano. Solo con la unicidad del soberano creada por el pacto, de hecho, se crea la unicidad del pueblo, a partir de la multitud dispersa de los que negocian en el estado de naturaleza: el pueblo es artificial al igual que el soberano. La soberanía popular, sin embargo, nunca será ejercida directamente por el pueblo, quien, aunque se constituye como autor, está ausente y necesita representación. El profundo significado político de este concepto será retomado más tarde por Carl Schmitt (2010) quien, trabajando sobre la diferencia de significado entre Reprasentation y Vertretung, subraya cómo "representar es hacer perceptible y actualizar un ser imperceptible mediante un ser de presencia pública" (p. 232) pero en la representación (Reprasentation) "adquiere apariencia concreta una alta especie del ser" (p. 233), es decir, la idea de que un pueblo existe como unidad política. El pueblo es, por tanto, el sujeto del poder constituyente, que se "autotrasciende" en el representante, que hace presente su ausencia y expresa su voluntad de forma unívoca y unificada. La representación es una puesta en escena, un hacer presente lo que está ausente en público y que de otro modo permanecería no expresado. Así, el centro de gravedad de la representación se desplaza del ámbito jurídico-formal —correspondiente al mecanismo técnico del mandato, es decir, ser el apoderado sobre la base de una relación fiduciaria— al ámbito mucho más delicado de la manifestación de la identidad, viendo en ello no tanto un procedimiento regulado por normas, sino algo existencial.
Es evidente que, desde esta perspectiva —afirmada como predominante en el curso de la Modernidad— la política, aunque "trata del estar juntos y los unos con los otros de los diversos" (Arendt, 2013, p. 45), no pretende en modo alguno realzar la dimensión de la acción, esto es, de la actividad compartida para manifestar la propia posición en el espacio público, como hubiera deseado una erudita refinada como Hanna Arendt, muy atenta a las reflexiones de los antiguos griegos sobre el sentido de la política. En cambio, la política se ha ocupado de crear orden y seguridad, que no se consideran en absoluto datos naturales, sino el resultado contingente y frágil de la creación humana. La máquina racionalista de la soberanía, al instituir un orden policial y garantizar la vida humana, pone de relieve la cifra técnica e instrumental de la política moderna, que no tiene sentido como actividad político-participativa —así como podría haber sido la praxis griega—, sino que tiene el objetivo preciso de borrar el conflicto desordenado del estado de naturaleza, eliminando al mismo tiempo también la riqueza y el desorden de las diferencias.
Es con la Revolución Francesa cuando, una vez anulada la idea jacobina de democracia directa, se realiza plenamente la concreción de esta instancia unitaria, consolidada por la idea de que la representación de la voluntad general no puede fraccionarse ni puede tener vínculos limitantes. Según Lefort (1981), la democracia se afirma como el proceso instituyente por excelencia que surge de una revolución, y es precisamente esta característica la que la hace tan innovadora y radical, inaugurando un cambio de paradigma decisivo. El poder del Antiguo Régimen necesitaba, en efecto, una figuración que encauzara la esfera de lo simbólico a lo real: la persona monárquica, su "inmortalidad" constituía lo que fagocitaba toda distinción en su interior, a partir de la separación entre simbólico y real, en un "todo" indistinto que disolvía las divisiones y los conflictos de los que estaba impregnado. Después de la Revolución, el poder aparece en cambio "como un lugar vacío y quienes lo ejercen como simples mortales que lo ocupan sólo temporalmente", ya no hay una ley fijada para siempre, gracias a la cual "los enunciados no sean contestables, los fundamentos susceptibles de ser cuestionados" (Lefort, 1981, pp. 172-173). El poder democrático ya no puede "encarnarse" en los sujetos reales que reclaman la soberanía: es un lugar "vacío" (Alagna, 2020) que no puede ocultar la ausencia de un fundamento estable y trascendente.
La sociedad, tal como la define el artificio moderno de la soberanía, deja de estar representada en un centro físico, y la definición de sus límites ya no puede recomponerse en una unidad capaz de superar establemente las divisiones sociales. Este es el deslizamiento puesto en marcha por la democracia moderna, inevitablemente inestable, en la que el pueblo, por soberano que sea, siempre estará "en vías de construcción" y cuya identidad será constantemente cuestionada. Es precisamente este cuestionamiento constante de la identidad del pueblo y de lo que se hace en su nombre lo que constituye el núcleo de la invención democrática. En otras palabras, el momento democrático inaugura un proceso en el que la autoridad política ya no goza de una legitimidad absoluta: quien ejerce el poder en la sociedad democrática está empeñado en la reafirmación constante de su legitimidad a través de la búsqueda de consenso, típica del sistema de partidos y de las elecciones. Este vaciamiento del fundamento trascendental abre un espacio público inédito, marcado por la emergencia de conflictividades múltiples y nuevas subjetividades políticas, en el que la política de las democracias representativas de los últimos años se ha limitado a registrar los deseos del pueblo tal y como son, sin contribuir a determinar cuáles podrían ser; reducida a un mero procedimiento en el que el pueblo no decide a través de sus representantes, sino que simplemente elige quién decide, radicalizando el mecanismo expropiatorio inherente al modelo de democracia representativa (Luce, 2016).
Radicalizar la democracia
Una respuesta a la crisis política de la democracia representativa, o al menos un efecto de esta en el plano filosófico-político, ha producido una serie de reflexiones cuya ambición explícita ha sido radicalizar la cuestión de la democracia, en el sentido literal de ir a la raíz de la democracia (Bazzicalupo, 2013, pp. 230-232). Este tipo de operación ha significado poner en primer plano la cuestión del poder popular, es decir, de un poder activo que no se apoya en los mecanismos clásicos de delegación y que actúa por su cuenta, luchando con las prácticas dominantes de la gobernanza neoliberal, a cuya hegemonía se considera generalmente la causa principal de un amplio proceso de despolitización. La operación de radicalización de la democracia es también decisiva para hacer emerger la síntesis imposible entre el momento estatal y el momento popular de la soberanía. Muestra, esto es, la tensión teórica que se deriva de la pretensión, propia de la soberanía popular, de apretar en un Uno sin fracturas aparentes —la llamada reductio ad unum— al soberano y al sujeto político, es decir, el pueblo, que solo existe si está representado. Por un lado, el pueblo es la fuente de una necesaria legitimación desde abajo del poder político; por el otro, esa legitimación no puede constituirse sino a través de un mecanismo trascendente que crea el orden político de la soberanía. Como ha señalado Balibar (2001), esta tensión ha estado históricamente mediada por una serie de dispositivos —desde la referencia a la Nación como concepto y fuerza concreta, coagulante y esencialista, pasando por los instrumentos de la Polizeiwissenschaft, es decir, la ciencia policial (Foucault, 2004)1, hasta los más recientes del Estado social— que han permitido atenuar y dislocar en el tiempo esta aporía interna en la construcción del concepto de soberanía popular.
Las crisis —económica, sanitaria, ecológica, alimentaria— que se han superpuesto en los últimos tiempos han, sin duda, acelerado la necesidad de repensar la política y las antinomias internas al mecanismo de conformación del pueblo y del poder político. Se trata, entonces, de comprender hasta qué punto las propuestas de radicalización de la democracia son capaces de emanciparla del espacio ordenante y lleno de la policía, en el sentido que Rancière (2005) le atribuye, y de hacer emerger el escándalo que constituye su esencia, es decir, "revelar que este título no puede ser más que la ausencia de título, que el gobierno de las sociedades no puede reposar en última instancia más que sobre su propia contingencia" (Rancière, 2005, p. 54).
Según Rancière, el problema con el que ha tropezado la teoría política de Platón a Rousseau, pasando por Hobbes, radica en una especie de paradoja que hace de la igualdad una ficción necesaria para hacer funcionar una sociedad profundamente desigual que, a través de la representación, ha encontrado una fórmula para organizar la política democrática en su peculiar declinación liberal-occidental. Evocar el escándalo democrático es arrojar luz sobre el entrelazamiento entre igualdad y desigualdad, mostrando cómo la representación no ha sido más que "una forma oligárquica, una representación de minorías que tienen título para ocuparse de los asuntos comunes" (Rancière, 2005, p. 60). La democracia representativa es, en el mejor de los casos, un pleonasmo, que remite a la posible aparición de un pueblo cuyo rasgo específico es que no coincide con el pueblo nombrado a nivel jurídico y sociológico. La police corresponde a este "estado de derecho oligárquico", que define una disposición específica del orden social en la que los lugares, los tiempos, las funciones y las ocupaciones de los individuos están bien definidos. En la perspectiva de Rancière, la police no se limita a desempeñar una función puramente simbólica en la esfera social: a través de esta especie de encasillamiento jerárquico de los vivos, más bien define una distribución (partage) del mundo sensible que produce mecanismos de prepotencia y exclusión de la participación efectiva en las decisiones políticas, impidiendo una configuración alternativa basada en la distribución conflictiva del espacio común de la experiencia. El escándalo de la democracia consiste, pues, en la "naturalización" de la exclusión de la escena política de la "parte de los sin parte", de todos los que no son contabilizados, de modo que "desde la Atenas del siglo V hasta los gobiernos de nuestros días, el partido de los ricos no dejará de decir que no hay partido para los sin partido" (Rancière, 1995, p. 34).
Según Rancière (2004), la política no tiene nada que ver con ningún principio o ley de la comunidad, no tiene archè, como indica el nombre mismo de la palabra democracia: "la singularidad del acto del demos, un kratein en lugar de un archein, atestigua un desorden o un error de cálculo originario. Demos es a la vez el nombre de la comunidad y el de su división, el nombre del tratamiento del daño. Más allá de toda controversia específica, la 'política del pueblo' hace daño a la distribución policial de los puestos y de las funciones porque el pueblo es siempre más y menos que sí mismo. Es el poder del uno más el que causa estragos en el orden policial" (Rancière, 2004, p. 114). La política, por tanto, no consiste en el ejercicio y en la lucha por el poder, ni mucho menos en la búsqueda del fundamento de su legitimidad, sino que debe entenderse como la reconfiguración conflictiva del espacio común en el que el movimiento de subjetivación produce, en primer lugar, una des-identificación, es decir, la alteración o la ruptura de ese reparto policial, que configura el orden político-social, de tal manera que una parte se presume incapaz de participar políticamente en él. Esta parte es capaz de hablar, sin embargo, a pesar de ser escuchada, no es entendida porque lo que quiere decir en su acto de palabra no está contemplado. El desacuerdo, de hecho, no es malentendido, "no es el conflicto entre quien dice blanco y quien dice negro. Es el existente entre quien dice blanco y quien dice blanco pero no entiende lo mismo o no entiende que el otro dice lo mismo con el nombre de la blancura" (Rancière, 1995, p.12).
Rancière, para subrayar las ambigüedades de la dinámica institutiva de la escena política, retoma de Tito Livio (1997) el famoso apólogo de Menenio Agripa pronunciado a los plebeyos en rebelión, que habían abandonado la ciudad y ocupado el Sacro Monte en señal de protesta, porque "mientras fuera luchaban por la libertad y el imperio, en casa eran esclavizados y oprimidos por sus conciudadanos" (Tito Livio, 1997, p. 329). El problema que se plantea, más allá de la metáfora organicista propuesta por Menenio Agripa a los plebeyos, es ante todo saber si existe una escena común e igualitaria en la que patricios y plebeyos puedan debatir: una discusión que solo sería posible a través del reconocimiento de los excluidos como "parte" de la comunidad política. Según Menenio Agripa, los plebeyos tienen "una palabra que es un sonido fugitivo, una especie de mugido, signo de la necesidad y no manifestación de la inteligencia"2 (Rancière, 1995, p. 46). Aun así, tienen un lenguaje que no es legítimo inscribir en el orden político porque procede de "seres sin nombre, privados de logos, es decir de inscripción simbólica en la ciudad" (Rancière, 1995, p. 45): no están incluidos en el orden político de lo visible y lo decible, sino solo en el lugar y el papel invisibles de la policía. Menenio Agripa les ofrece un reconocimiento que consiste en comprender sus reivindicaciones, esto es, sus "mugidos'", y en ser entendido en su discurso, haciendo que los plebeyos parezcan iguales a sí mismos y a los demás gobernantes. Pero su reconocimiento no es otra cosa sino el del señor que sin lucha reconoce al otro como un plebeyo, como un ser destinado a trabajar o a luchar en tierras extranjeras, pero incapaz de participar en los procesos de decisión de la ciudad: es un reconocimiento policial (Campailla, 2019). En este juego conflictivo, sin embargo, los plebeyos han transgredido, han huido de la ciudad y, autorrepresentándose como sujetos capaces de actos de palabra, han instituido una partición diferente de lo sensible, relanzando el enfrentamiento sobre la existencia de la escena política. El pueblo logra constituirse como sujeto fundamental de la política, causando estragos en el orden constituido de la desigualdad, erigiéndose como una "parte suplementaria en relación con cualquier recuento de las partes de la población" (Rancière, 2004, p. 234).
Siguiendo los pasos de Platón, Rancière subraya cómo, antes de representar el nombre de la comunidad, el demos se refería solo a una parte de la comunidad, los aporoi, es decir, los pobres, pero no en el sentido económico del término, sino por el hecho de que constituían "todos los que no cuentan, los que no tienen títulos para ejercer la potencia del arche, los que no tienen títulos para ser contados" (Rancière, 2004, p. 234). La emancipación, como movimiento de afirmación de una igualdad no ficticia, se da en la comunidad política solo reconduciéndola a la contingencia constitutiva del gesto de irrupción en la escena pública de los invisibles, los excluidos, las víctimas del agravio de no tener importancia, aunque estén representados como parte del pueblo. Un pueblo que, según Rancière, se presenta en la mala democracia como ochlos más que como demos, es decir, como una degeneración del mismo que deriva de la "pasión del Uno que excluye" frente a la cual el "demos no sea otra cosa que el movimiento por el que lo múltiple se arranca al destino inercial que lo arrastra a tomar cuerpo como ochlos, en la seguridad de su incorporación a la imagen del todo [...] habrá democracia siempre que el demos exista como poder de división del ochlos" (Rancière, 2004, p. 46). El demos constituye una garantía para la democracia en la medida en que le hace recuperar su rasgo antagónico, haciendo presente esa igualdad que solo se inscribe poderosamente en el orden social.
La tarea teórica de Rancière se concreta, pues, en la elaboración de un proyecto de emancipación trans-histórico y evenemencial que no quiere pasar por las herramientas clásicas del marxismo —la clase, el economicismo, etc.— conservando su elemento conflictivo. La radicalidad de su proyecto de emancipación, aunque se centra en la emergencia del demos —concebido como un suplemento que, al producir una desviación del orden constituido, instituye la igualdad contingente de los hablantes— , no lo implica sin embargo en las nuevas formulaciones teóricas del populismo, cuya preocupante capacidad para crear una síntesis entre un pueblo hostil a los gobernantes y a la élite económico-financiera y un pueblo hostil a los "otros", negros, emigrantes, homosexuales, etc., reafirmando el rasgo excluyente de la representación política del pueblo típico de la Modernidad, que unifica expulsando a algo o a alguien.
El momento populista
En los últimos años se han construido muchos discursos en torno al pueblo, a menudo divergentes y provenientes de diferentes áreas políticas, pero convergentes en un aspecto: el pueblo es el sujeto decisivo de la política o, al menos, llega a serlo cuando se reafirma, es decir, se hace efectiva, su soberanía. Pero ¿cómo hacer que el pueblo sea concretamente soberano? ¿Cómo reafirmar su poder de decisión? A la luz de esta breve reconstrucción inicial, se plantea otra cuestión sobre las razones que llevan a relanzar una categoría totalmente solidaria con la lógica moderna de la representación en la que hemos encontrado los pródromos de la crisis política actual.
El proyecto populista de refundar la democracia restableciendo la centralidad de la categoría del pueblo se basa ante todo en el abandono de los análisis del mundo social en términos de clase. Los desarrollos de dos de los principales defensores del populismo de izquierdas, Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, son muy esclarecedores a este respecto. Sus investigaciones, así como las de Rancière, a la vez que se sitúan en el surco de la tradición marxista, han tenido que enfrentarse a los límites de una manera de ordenar la división social basada esencialmente en la propiedad privada de los medios de producción y en las relaciones de explotación que de ella se derivan, con la consiguiente edificación de un sujeto privilegiado de emancipación que aparece exclusivamente en el ámbito de la lucha de clases, donde la clase es esencialmente la clase obrera y se caracteriza por una profunda homogeneidad interna. La fragmentación de esa homogeneidad social constituida por clases, que ha caracterizado la extensión global de la dominación capitalista neoliberal en las últimas décadas, ha favorecido la proliferación de nuevos conflictos que atraviesan el espacio público y se extienden a nuevos ámbitos: relaciones de género, cuestiones identitarias, desigualdades territoriales, etc. Estos dos elementos —la explosión de lo social y la multiplicación de las luchas— han abierto una coyuntura histórica inédita marcada, según Mouffe, por una nueva frontera política, a saber, la que se ha establecido entre el pueblo y la oligarquía. En este contexto, la posibilidad de recuperar la fuerza emancipadora inscrita en el modelo democrático no puede prescindir del "momento populista", entendido como "la expresión de un conjunto de demandas heterogéneas que ya no pueden formularse simplemente en términos de intereses ligados a categorías sociales específicas" (Mouffe, 2018, p. 6).
El problema, desde un punto de vista teórico, es poder construir una articulación entre estas diferentes reivindicaciones que no les haga perder su especificidad y que, al mismo tiempo, sea capaz de crear un frente antagonista. En otras palabras, nuestra época está marcada por un proceso de despolitización inducido por una progresiva colonización de la esfera política por la racionalidad neoliberal; de ahí la necesidad de un "retorno" a lo político que requiere la construcción de un populismo "transversal" capaz de reactivar "la dimensión antagónica intrínseca a todas las sociedades humanas" (Mouffe, 2013, p. 2).
El impulso hacia el conflicto se basa, para Mouffe, en una premisa conceptual fundamental: la distinción entre "político" y "política". Mientras que esta última se refiere al conjunto de técnicas, actividades, prácticas y procedimientos que afectan de diversas maneras a la vida de la polis, es decir, el espacio público y las modalidades de su gobierno, y puede considerarse, por tanto, como el arte o la ciencia de gobernar, lo "político" se presenta más bien como la base profunda, íntimamente conflictiva y no racional que atraviesa las sociedades humanas. El referente es claramente Carl Schmitt para quien —como es bien sabido— lo político (Politichen) no se refiere ni a un ámbito, ni a una lógica, sino más bien indica el riesgo siempre presente de una radicalización extrema de las relaciones humanas. Lo político es por su propia naturaleza un concepto polémico, que tiene su propio criterio específico de distinción y cuya esencia no reside en la lucha tomada en sí misma, sino en la posibilidad de remontar todo "contraste religioso, moral, económico, étnico o de otro tipo" (Schmitt, 1932, p. 25) a la oposición constitutivamente política amigo/enemigo (Freund/Feind).
El intento de Schmitt de autonomizar el campo de lo político a partir de esta oposición vertical entre amigo y enemigo constituyó una importante respuesta a la crisis de la autoridad estatal, alimentada por su creciente incapacidad para controlar las organizaciones económicas, que posteriormente tuvo un considerable número de interpretaciones y transposiciones, desde el ámbito estrictamente jurídico y politológico hasta el filosófico.
El objetivo de Mouffe va en la dirección de utilizar "Schmitt contra Schmitt" (Mouffe, 2005, p. 14) a través de la elaboración de un modelo de "pluralismo agonístico" en el que dentro del "nosotros" que constituye la comunidad política, el que se opone no es considerado como un enemigo a aniquilar, sino como un adversario cuya existencia es legítima y cuyas ideas podrán ser contrastadas, sin por ello cuestionar su derecho a defenderlas3. La insistencia en la importancia del conflicto y en su capacidad para captar pasiones a menudo divergentes constituye también el principal argumento utilizado para criticar los modelos teóricos liberales, cuya preocupación fundamental reside precisamente en eliminar el conflicto, reduciendo todo el discurso de la política a una cuestión de consenso. Sin embargo, para comprender lo "político" como una posibilidad siempre presente de antagonismo, es necesario reconocer la ausencia de un fundamento último y la indecidibilidad que impregna todo orden social (Marchart, 2007). Se trata, por tanto, de elaborar teóricamente el populismo como esquema de acción política democrática preocupado por la construcción de sujetos colectivos, en particular del sujeto colectivo artificial por excelencia, el pueblo, teniendo en cuenta estas premisas posfundacionalistas.
La formulación sin duda más completa y articulada es la ofrecida por Laclau, que relanza —también en la estela de sus experiencias latinoamericanas que vieron abrirse, a finales del siglo pasado, un importante ciclo progresista de matriz populista— el populismo como una manera de construir lo político. La necesidad de repensar filosóficamente la dimensión colectiva del "nosotros" significa, para Laclau, tener necesariamente en cuenta el carácter abierto de lo social, que, atravesado continuamente por fuerzas centrífugas y contrastantes, nunca podrá ser completamente "suturado" ni "totalizado" y, como tal, servir de fundamento universalizante (Laclau & Mouffe, 1985, pp. 149-194). Pero, por imposible que sea el objeto, para Laclau la totalidad es necesaria: por eso la operación hegemónica es "catacrética". La catacresis consiste en "nombrar algo que es esencialmente innombrable" (Laclau, 2008, p. 71), es decir, el uso de un término figurado cuando falta uno literal. Como cualquier discurso político no es más que un ensamblaje contingente de elementos que no pueden entenderse conceptualmente, la atribución de un nombre sigue la misma dinámica inherente a la lógica hegemónica que a la hora de nombrar la totalidad del vínculo social excluye, incluyendo.
La unidad del pueblo se mueve, por tanto, a partir de una heterogeneidad, constituida por la multiplicidad de diferentes demandas —en el sentido de reivindicaciones sociales— que no son más que significantes, podríamos decir símbolos, que hacen reconocibles las pasiones, las exigencias, las necesidades de la plebs. El espacio social se concibe, así, como un campo discursivo abierto y políticamente negociable en el que cada identidad está recíprocamente sobredeterminada por las demás, independientemente de su posición dentro de los mecanismos capitalistas: su misma insatisfacción excavará una frontera antagónica con el poder y las instituciones. En consecuencia, el pueblo, que no existe antes de su denominación equivalencial, hegemónica y retórica, "no constituye una expresión ideológica, sino una relación real entre agentes sociales" (Laclau, 2008, p. 73). Es la articulación equivalencial de sus diferentes reivindicaciones lo que les permite "encarnarse" en un significante vacío, metáfora de una plenitud imposible y, sin embargo, necesaria. Precisamente esta "operación por la que una particularidad asume una significación universal inconmensurable consigo misma es lo que denominamos hegemonía" (Laclau, 2008, p. 71), que revela cómo —para Laclau— la trascendencia nunca deja de actuar sobre lo social, sin por ello determinarlo en alguna forma fija o estabilizable.
Esta operación teórica, que hace un uso refinado de conceptos procedentes tanto de la lingüística como del psicoanálisis postestructuralista, lleva a Laclau a hacer coincidir el pueblo con lo político: no hay política sin pueblo. El pueblo, que emerge a lo largo de una frontera dentro del campo social, no tiene ninguna "escayola identitaria", no está esencializado ni puede referirse a ninguna presunta pureza, ya que siempre se forma en el curso del proceso político, agregando diferencias que se sintetizan en un "todo" provisional y precario. La elaboración de este proyecto de democracia radical deja claro cómo —según Laclau— para hacer política es necesario un sujeto unitario que, juntando diferencias frágiles y dispersas, se 'autorepresente' como una totalidad. Se trata de un proceso que alcanza su culminación contingente y provisional cuando la articulación de las diferencias se logra mediante la simple enunciación de una palabra que solo puede estar vacía, ya que no es portadora de ninguna verdad objetiva —la que aún inervaba la lucha de clases marxiana—, pero en torno a la cual pueden aglomerarse las batallas más dispares.
La primacía atribuida al campo discursivo capta perfectamente la fuerza de los populismos actuales en los que, superado el esquema clásico 'derecha vs. izquierda', las oposiciones políticas nunca se fijan de una vez por todas, siempre dispuestas a agregar nuevas demandas, reabsorbidas dentro del significante maestro, cuyo carácter vago y retórico constituye el prerrequisito necesario para su éxito popular. En los populismos actuales, ese significante puede tranquilamente "encarnarse" en la figura de un líder, capaz de dar su nombre y voz al 'pueblo real' a través de una lógica mediática vacía e indeterminada. Laclau recurre a numerosos casos en los que el movimiento popular ha sido literalmente nombrado con el nombre del líder —del peronismo al berlusconismo, pasando por la larga marcha de Mao, etc.— con el que establece un vínculo libidinal que, como demostró Freud (2020), conduce a la identificación de la masa con el líder, pero también consolida el vínculo 'horizontal' entre los miembros de la sociedad. El líder, independientemente de sus capacidades carismáticas, consigue dar forma al mensaje capaz de agregar el mayor descontento posible, recogiendo y haciendo intercambiables y equívocas las diferentes demandas sociales. La equivalencia se construye a lo largo de una línea de antagonismo que, sin embargo, permanece completamente indiferente al contenido del mensaje, poniendo de relieve la contradicción interna del populismo, constantemente atravesada por la necesidad de ofrecer una mayor representatividad y el riesgo del nihilismo.
De las personas a los movimientos
Más allá del paradigma laclausiano, es evidente que en el marco político actual, marcado por la crisis de representatividad y la apatía de los gobernados cada vez más desvinculados de cualquier lógica solidaria, la eficacia del mecanismo populista radica en su intento de reavivar ese plus de politicidad ahora evanescente, que logra captar más fácilmente a ciudadanos a menudo indiferentes a los argumentos racionales y cada vez menos críticos frente el flujo de noticias y estímulos procedentes de los medios de comunicación. El populismo es lo "político" en los tiempos de la crisis de la "política": aunque permanece dentro de un modelo tradicional de política democrática, quiere radicalizar la instancia de autogobierno y participación, manifestándose a través de un cuerpo unificado y compacto que a menudo se identifica en la figura del líder, juntando así la necesidad de 'más política' y de antagonismo con las posiciones de la antipolítica. Es precisamente en este movimiento contradictorio, en los márgenes pero dentro de la lógica representativa, donde el populismo encuentra sus límites. Por un lado, se formula una nueva forma de trascendencia, de naturaleza discursiva más que sustantiva, que se desencadena por el mecanismo a través del cual el significante vacío —sea el líder o cualquier eslogan o discurso— hegemoniza el campo político mediante la denominación equivalencial de reivindicaciones insatisfechas que chocan con una alteridad. Por otro lado, se hacen totalmente irrelevantes, en su equivalencia, diferencias que también existen y que, en esta fase de crisis del orden neoliberal, desarrollan posibilidades inéditas de inestabilidad y transformación al margen de cualquier reafirmación autoritaria de un sujeto político.
Hemos visto que, para Laclau, la construcción del sujeto político siempre es contextual a la creación de una hegemonía; así, la democracia es vista como una construcción de parte: nunca se sale del mecanismo de realización de hegemonías y contrahegemonías. En Rancière, la subjetivación política es la presentación en escena de lo "no contados". Solo el gesto de subjetivación política de los que no están contados en la esfera de la police gubernamental crea el corazón de la politique democrática: también aquí hay una subjetivación que fractura el espacio público y que, precisamente al fracturarlo, lo hace revivir. El riesgo común a estas lecturas es que la revitalización del espacio democrático pasa inevitablemente por un movimiento perpetuo de conflictividad, que prescinde de los contenidos y las condiciones concretas de los sujetos, sin imaginar ningún excedente ulterior respecto a este movimiento de continua ruptura y recomposición4 .
Si intentamos ahondar la diferencia generada por la "razón neoliberal" en términos de producción de subjetividades, emerge un cuadro mucho más complejo, irreductible a la erosión de las identidades tradicionales y a la neutralización de la lógica decisional de lo político, en el que se multiplican subjetividades extremadamente heterogéneas y difícilmente resumibles en la gramática clásica del sujeto moderno. Se trata de formas y prácticas de resistencia que rechazan su 'fijación" dentro de los significantes políticos hegemónicos para intentar actuar y encontrar espacios de autonomía y expresión en el interior de las mallas de la máquina neoliberal.
Los movimientos que se han difundido en los últimos años, tanto los transnacionales como Black Lives Matter y NiUnaMenos, como los locales —desde los gilets jaunes, pasando por las movilizaciones de las comunidades indígenas amazónicas, hasta el movimiento de protesta campesina en la India contra la reforma agraria— han tenido como característica común, precisamente la de prescindir de liderazgos. No solo han rechazado sistemáticamente las formas tradicionales de organización política centralizada y representativa, sino que han introducido diferentes tipos de organización en los que el momento asambleario es la expresión del poder de unirse y actuar políticamente de forma concertada (Hardt & Negri, 2017). La política, en estas formas variables de asambleas, deja de estar en el orden de la representación y de sus instituciones, para pasar a estar en el espacio de lo "in-between" es decir, en el espacio de la relación entre cuerpos que se aparecen unos a otros. La especificidad de la presencia corporal y la relación que se establece entre esos cuerpos adquiere una dimensión política que, como señala Butler (2015), constituye una "forma performativa plural" (p. 8), ya que en esas asambleas toman forma como actos lingüísticos capaces de cambiar una realidad preexistente. No solo se abre un espacio de visibilidad compartida, sino que estar en presencia colectiva requiere un desarrollo ulterior, que es la elaboración de una reivindicación que necesita capacidades lingüístico-discursivas. No estamos en la escena de los "no contados", y mucho menos en la de un pueblo que se identifica en un significante vacío. No basta en absoluto la irrupción de un movimiento, que, además, se piensa haber brotado de forma espontánea para agrietar el escenario en el que prevalece el poder político constituido, ni ese movimiento tiene una 'nominación' preventiva que acabe por aniquilar las diferencias en su interior e, incluso, el sentido de sus reivindicaciones.
La multiplicidad de las instancias que atraviesan las movilizaciones requiere una salida tanto de un pluralismo que corre el riesgo de quedar inmovilizado en su fragmentación como de la subsunción de esa pluralidad en un significante maestro y universalista. El encuentro de movimientos que expresan reivindicaciones diferentes y que a menudo proceden de lugares distintos no necesita ningún acuerdo de tipo nominalista, sino que adquiere un carácter procesual y abierto, como tan bien han ilustrado las luchas feministas. Verónica Gago (2019), relatando la experiencia de NiUnaMenos, subraya cómo lo que caracterizó a la huelga feminista, reinventada para politizar la violencia contra las mujeres, fue ante todo la necesidad de sacarla de su carácter de acontecimiento, para repensarla como un proceso en continuo desarrollo, con todo lo que ello conllevaba en términos de organización, coordinación, construcción de una red común y, por tanto, de utilización concreta del tiempo de vida. Evidentemente, esto implicó el rechazo del modelo de temporalidad del capitalismo neoliberal, instruido en la maximización de las performances dictadas por los dispositivos neoliberales, y la necesidad de implementar prácticas de sabotaje de todas aquellas formas de explotación y extracción de valor vinculadas no solo a la esfera productiva, sino en particular a la reproductiva. La importancia atribuida a las prácticas es decisiva —sobre todo en contraste con la prioridad reconocida por los populismos al campo discursivo— junto con otro aspecto, a saber, la creación de una red de intersecciones entre las luchas transnacionales.
Se trata de alianzas, a veces insólitas (a menudo entrelazan prácticas relacionadas con reivindicaciones salariales con activismo relativo a la orientación sexual, con iniciativas sobre la violencia contra las mujeres y los menores, hasta antirracistas, ecologistas, de descolonización epistémica, etc.) que germinan en el seno de los espacios asamblearios. Coaliciones insurgentes que son cada vez más importantes no solo para introducir un análisis crítico de las formas de opresión que valorice sus interconexiones y las 'comprenda' como mutuamente constitutivas, sino también y sobre todo porque de esas alianzas pueden nacer subjetividades inéditas, sincréticas, no esencializadas, ciertamente precarias, y sin embargo necesarias para romper la narración dominante de la razón neoliberal y ofrecer una alternativa al deseo de comunión y participación política.
Notas
1 Según Foucault, se trata de uno de los dispositivos de la nueva racionalidad estatal destinada a salvaguardar no solo la mera supervivencia, sino la mejora de la vida.
2 Rancière se enlaza a Ballanche (1830).
3 Sobre la recepción schmittiana de Mouffe, Palano (2008) señala una importante carencia ligada a la insuficiente importancia atribuida al fundamento "espacial" de la política, que conduce su discurso a un plano muy similar al que se mueve el "espíritu postpolítico" .
4 Sobre los riesgos de construir un modelo exclusivamente formal que se contenta con replantear el conflicto por el conflicto mismo, véase Amendola (2010).
Referencias
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