'JUGANDO' CON CARL SCHMITT:
GUERRA, POLÍTICA Y DERECHO ENTRE JOHAN HUIZINGA Y GIORGIO AGAMBEN*

'PLAYING' WITH CARL SCHMITT:
WAR, POLITICS, LAW BETWEEN JOHAN HUIZINGA AND GIORGIO AGAMBEN


https://doi.org/10.14718/SoftPower.2023.10.2.5



Francesco Mancuso

Departamento de Ciencias Jurídicas de la Universidad de Salerno. Sus intereses de investigación se centran en las relaciones entre derecho, política y violencia. Su última monografía es II limite del diritto (Giappichelli, 2022). En 2022-2023 editó Diritto e violenza de Ch. Menke (en colaboración con G. Andreozzi); Decisione e norma de A. Catania (en colaboración con V. Giordano); Conoscenza, volontà, diritto. Studi in memoria di Alfonso Catania (en colaboración con G. Bisogni, V. Giordano, & G. Preterossi); Pensare il nemico, affrontare leccezione de J.C. Monod (en colaboración con E. Sferrazza Papa); Il sole nero del parossismo de Ch. Ingrao (en colaboración con G. Traina); actualmente está editando la edición Leviathan: Body Politic As Visual Strategy in the Work of Thomas Hobbes de H. Bredekamp.
fmancuso@unisa.it


* Este trabajo es fruto de un proyecto de investigación desarrollado en el Dipartimento di Scienze Giuridiche de la Università degli Studi di Salerno.


Fecha de recepción: 12 de febrero 2023
Fecha de aceptación: 30 de marzo 2023.


El texto es una adaptación e integración de la ponencia "Jouer" avec Carl Schmitt: Johan Huizinga critique du "politique" presentada para el ciclo de conferencias Raison(s) pratique(s) organizado por el Centre de philosophie contemporaine de la Sorbonne (8/12/2022). La investigación fue apoyada por el PRIN 2017 The Dark Side of the Law.



Resumen

Las páginas dedicadas al análisis de la relación entre derecho, juego, reglas y guerra por Johan Huizinga y Giorgio Agamben ayudan a iluminar no solo algunos aspectos decisivos del pensamiento de Carl Schmitt, sino también la cuestión más amplia que representa el nexo entre política, derecho y normas. Se trata de un nudo conceptual de gran importancia para comprender la relación profundamente dialéctica (aunque sin síntesis) entre derecho y violencia.

Palabras clave: Carl Schmitt; Giorgio Agamben; Johan Huizinga; derecho y violencia; juego; guerra


Abstract

The pages devoted to the analysis of the relationship between law, play, rules and war by Johan Huizinga and Giorgio Agamben help illuminate not only some decisive aspects of Carl Schmitt's thought, but also the broader issue represented by the nexus between politics, law and norms. This is a conceptual junction of great importance for understanding the profoundly dialectical (yet synthesis-free) relationship between law and violence.

Keywords: Carl Schmitt; Giorgio Agamben; Johan Huizinga; law and violence; play; war



En las páginas finales de The Myth of the State, Ernst Cassirer decía que la filosofía no puede destruir los mitos políticos: el mito es esencialmente 'invulnerable'; y, sin embargo, la filosofía puede "hacernos conocer al adversario" (Cassirer, 2009). Desde mi punto de vista, adversario es todo aquello que va demoliendo progresivamente (por desgracia cada vez más tenues) vestigios de civilización: una visión del derecho que oblitera su tensión hacia la emancipación y la protección de la persona (piénsese en las solemnes Proclamaciones/Declaraciones de 1789 y 1948), su ser 'límite' y 'medida', su contrarrestar la fuerza de los 'poderes salvajes', es un poderoso adversario.

Incluso para quienes comparten una idea evolucionista del derecho, la égaliberté de Balibar es —y quizá siempre ha sido— más un ideal normativo que una realidad efectiva (Balibar, 2010). Esto, sin embargo, no solo no produce nuevas luchas "por el derecho" sino que acentúa, de este último, más el lado de la opresión o incluso de la estaticidad sistémica que el lado dinámico y transformador de la garantía y la promoción. Esto llega hasta el punto de crear una paradoja ya que el contraste con uno de los principales adversarios de la égaliberté, el neoliberalismo, resulta llamativamente ajeno, al menos, a las distinciones crucianas. El liberalismo tout-court propugna, tras una culpable omisión de la relación entre Carl Schmitt y el ordoliberalismo, y a partir de una remodelación de las orientaciones expresadas por el primero en Die Geistesgeschichtliche Lage Des Heutigen Parlamentarismus, una idea de democracia identitaria y antipluralista, prepopulista y reactiva, discriminatoria y fundamentalmente pro oligárquica y, por tanto, íntimamente contradictoria.

Esta constituye la estrategia, tanto consciente como inconsciente, adoptada por muchos de los corifeos pasados y presentes de Schmitt: hacer del hiperrealismo una especie de prenda de contención, negar todo universalismo emancipador, iluminando solo el lado mentiroso e hipócrita, rechazar la complejidad y abrazar la táctica de desdiferenciación que opera dentro de una lógica interna íntimamente simplista (Kervégan, 2021), característica del populismo y del plebiscitarismo (sería interesante investigar desde un punto de vista psicoanalítico cuánta ansiedad y angustia, malestar en el sentido del Unheimlich freudiano, hay detrás de este rechazo antimoderno, incluso metodológico, hacia la complejidad).

Schmitt nos ofrece una imagen de la juridicidad y de su relación con la política que no puede sino calificarse de esquizofrénica: más correctamente, se trata de una visión mitológica o teológica del derecho. Esta visión es a la vez poder absoluto e irresistible, "terrible" e impotencia desconsolada: Katéchon, es decir, aquello que frena al Anticristo de la disolución social; un Leviatán que mantiene a raya a Behemoth, el rostro deformado y aún más monstruoso de la estatalidad (para una comparación entre Hobbes, Schmitt y Neumann sobre la estrategia visual de la estatalidad encarnada en la figura de Behemoth, véase Bredekamp, 2016).

Pero el derecho es y no puede dejar de ser, para Schmitt, un mero instrumento actuado por la política: Der Führer schützt das Recht, como reza el título de uno de los ensayos más comprometidos del jurista alemán. El derecho es, como subraya Schmitt en varios puntos de Nomos der Erde, un factor de secularización (de ahí la repetición de la orden de Gentili "¡Silete Theologi in munere alieno!"), pero también un vehículo de moralización discriminatoria. Dado que la unidad política soberana se funda en un "enemigo", cualquiera que este sea, para Schmitt, el derecho es esencialmente legitimidad que supera, anulándola, la legalidad, en perpetua suspensión entre el orden y el desorden. Es un elemento que produce forma y estabilidad, pero que oculta en sí mismo el desorden más caótico e informe, el de la guerra civil. El derecho político es fundamentalmente inmediatez, decisión soberana, poder constituyente siempre potencialmente subversivo (pero haciéndose pasar por "defensor") de los poderes constituidos.

La figura del enemigo, tan central en toda la obra del jurista alemán, expresa bien esta tendencia oscilatoria de las múltiples, y a veces oportunistas, visiones del derecho de Schmitt. Se ha argumentado con notable lucidez que Schmitt es víctima de un autoengaño al construir una figura del enemigo que es, por un lado, un elemento de "necesidad metafísico-política" (Sferrazza Papa, 2023): sin hostilidad no puede pensarse ni la política ni mucho menos el derecho; y, por otro, que tal figura pueda resistir el inevitable deslizamiento hacia los extremos (la figura vatteliana del justus hostis), hacia la "ferocidad de aniquilación" del Otro.

De estos péndulos de Schmitt, que son también oscilaciones entre el hiperrealismo y el normativismo igualmente extremo (por ejemplo, el "pueblo" no existe, sino que debe existir representado por un líder o un partido que lo haga "todo") (Sferrazza Papa, 2022), derivan no solo un inagotable atractivo en su obra, que a pesar de las (malas) intenciones ideológicas del autor, proporciona útiles herramientas heurísticas, sino también la incubación de modelos fundamentalmente tóxicos del derecho (y de la política): la postura decisoria, la inclinación teológico-política y su impulso "a conformar una forma de gobierno total, basada en una concepción del mundo capaz de configurar por completo la subjetividad y la objetividad, la libertad y la necesidad, la ley y la conciencia, y así garantizar una adhesión íntimamente voluntaria a esa forma de gobierno que por lo demás se apoya en un sentido fuerte de poder" (Villacañas, 2020) alteran la orientación del derecho para ser, como decía el doctor Rieux en La peste de Camus y como sostenían positivistas jurídicos como Kelsen, un mero "instrumento de curación", no un camino hacia la salvación o la condenación.

El molde de la teología política tiende a exagerar el alcance del concepto de excepción, confundiéndolo con el de emergencia y el concepto de "terrorismo"; tiende a amplificar las contradicciones haciéndolas insolubles, en lugar de mantener una vigilante atención crítica sobre los procesos de des-democratización y des-constitucionalización (Mancuso, 2022; Croce & Salvatore, 2022).

En resumen, la teología político-jurídica de Schmitt no es solo el registro de un "excedente" latente en la modernidad y en los símbolos de la estatalidad (Preterossi, 2022), sino que es también, y ahí radica la toxicidad fundamental de los residuos de Schmitt, la búsqueda frenética e imposible de un sucedáneo de este excedente, de una superlegi-timidad que sustituya por la fuerza a la autoridad "desaparecida" y que, finalmente, habiendo constatado la inalcanzabilidad de "esferas de sentido" trascendentes, se contente con teologizar-personalizar el momento económico-naturalista.

Es por ello que la teoría de Schmitt requiere, como si se tratara de una droga poten­cialmente mortal, numerosas "advertencias preliminares"; es ambivalente, "críptica", es el antecedente teórico de las negaciones a menudo sangrientas de los postulados democráticos, racionalistas y personalistas de la modernidad; es, además, un puro conductor de cortocircuitos conceptuales, pero es, también, un refinado instrumento interpretativo de las patologías tardías de la vida política y jurídica contemporánea. Y, sin embargo, y esta es la tesis principal de mi exposición, si el derecho es un intento de equilibrio entre dos extremos, el de la comunidad de discurso por un lado y, por otro, el de la no-comunidad de opresión, el pensamiento de Schmitt resulta ser íntimamente antijurídico porque devalúa y considera disparatada toda hipótesis de equilibrio posible, de mediación, de composición no violenta y no excluyente entre unidad y pluralidad, entre dentro y fuera, entre derecho y política, entre decisión y norma, entre violencia y reducción de la violencia. El resultado del antagonismo metodológico de Schmitt es precisamente el de producir no simples análisis científicos, sino posiciones polémicas (que, sin embargo, escapan al carácter complejo, histórico, ambivalente de muchos de los conceptos de derecho y política). Esto, sin embargo, acaba por convertirse, como mínimo, en el hundimiento de un pensamiento que quiere ser crítico, en la noche en la que todo parece negro.

Otra complicación: Schmitt fue a menudo un autor intelectualmente deshonesto. Pensemos, por ejemplo, en su reticencia ante la tercera edición de Der Begriff des Politischen, sobre la que Heinrich Maier llamó la atención. Reticencia comprensible y autocensura edulcorada repetida de manera totalmente acrítica (la edición de 1933, llena de anotaciones elogiosas para Hitler, sería para Schmitt "solo" una editio minor, "considerablemente reducida" de la de 1932), incluso en la edición italiana incluida en el silogio, a cargo de Miglio y Schiera, Le categorie del politico, libro que lanzó el rotundo éxito de Schmitt en Italia. ¿Cuáles fueron las razones? La obra de Schmitt constituía un gran tesauro teórico plenamente funcional para llenar el vacío creado por la incipiente crisis del marxismo, en periodos (que recordaban, mutatis mutandis, las convulsiones y radicalizaciones ideológicas del periodo de Weimar) atravesados por fallas de conflicto y sacudidos por crisis de estructura y de sistema (Kervégan, 2013).

Nuestro tiempo es diferente, pero no menos conflictivo. Si hoy el derecho, de instrumento de pacificación parece reconvertirse en vector de teologías del bien y del mal absolutas, no mediadas, destinadas a luchar a muerte, el ambiguo Schmitt, jurista y pensador antijurídico al mismo tiempo, no puede sino —peligrosamente— volver a ponerse de moda.

El punto de partida del discurso es una (aparente) contradicción en un autor, Johan Huizinga, que fue uno de los primeros en someter la teoría de lo "político" de Schmitt a un minucioso escrutinio crítico, incluso ideológico. La cuestión de las primeras recepciones de Schmitt, que no fueron ni acríticas ni ideológicas, es un punto que merece un examen independiente que no puede llevarse a cabo aquí. Se trata de una vertiente de la investigación que hoy se descuida casi por completo: Karl Löwith y Leo Strauss (que es un crítico, por así decirlo, pero que capta perfectamente en la comparación Schmitt-Hobbes la clave para comprender la teoría de lo "político"), pero también Guido De Ruggiero y Hans Morgenthau. El primero, que lee en el paroxismo teórico de Schmitt el signo de su fundamental, oculto pero poderoso antihobbesismo (Alfieri, 2021); el segundo, teórico hiperrealista de las relaciones internacionales que traslada a lo 'político' una crítica a medio camino entre la de un jurista y la de un freudiano que ha leído a Norbert Elias. Escribe Morgenthau, en 2009, que la esencia de la sociedad es la medida y la limitación; entonces, donde coexisten múltiples esferas individuales de la vida, cada una libre de extender indefinidamente su impulso, y donde por tanto cada existencia, por el mero hecho de existir, pone en cuestión la existencia integral de la otra, el vínculo social no puede nacer ni perdurar.

Pero es en Huizinga donde podemos leer una estrecha comparación con Schmitt, particularmente en Homo ludens y Crisis de civilización (que apareció en español bajo el título: Entre las sombras del mañana). Así, el historiador holandés en Homo ludens (2007) argumenta con una referencia directa a la teoría del amigo-enemigo de Schmitt:

Es lógico que los partidarios de esta teoría, que sólo consideran como política seria la guerra y su preparación, sostengan la opinión de que se le debe negar todo carácter de competición y, por lo tanto, de juego. Es posible, dicen, que en períodos anteriores el factor agonal haya operado intensamente en la guerra, pero la guerra de nuestros días está por encima de los viejos agones. Descansa en el principio de "amigo-enemigo". Todas las relaciones políticas reales entre naciones y estados estarían dominadas por este principio. El otro grupo es amigo o enemigo. Enemigo no quiere decir propiamente inimicus, έχθρός, es decir el personalmente odiado, ni mucho menos algo malo, sino, sencillamente, hostis, πολέμος, es decir, el extranjero que se cruza en el camino del grupo propio. Ni siquiera como rival o como contrincante se quiere considerar al enemigo. No es sino el contrario, en el sentido más literal de la palabra, es decir, el que contraría porque es un obstáculo en el camino, que hay que echar a un lado. Si algo, alguna vez en la historia, ha correspondido exactamente a esta forzada reducción del concepto de enemistad a una relación mecánica, ése sería el caso de la contraposición arcaica entre fratrias, clanes o tribus, en la que el elemento lúdico tenía todavía una gran significación y del que nos ha ido alejando el desarrollo de la cultura. Si en esa cavilación inhumana [de Schmitt, ausente en la traducción castellana] que es el principio amigo-enemigo existe alguna chispa de verdad, entonces la conclusión será que no es la guerra del caso serio [Ernstfall], sino la paz. Porque solamente al superar esa lamentable relación amigo-enemigo puede la humanidad pretender el pleno reconocimiento de su dignidad. La guerra, con todo lo que la provoca y la acompaña, permanece siempre enredada en el demoníaco círculo mágico del juego. (pp. 266-267)

Como es bien sabido, el juego constituye para Huizinga una función fundamental para la civilización de la sociedad, no solo en términos de canalización de las energías destructivas, sino también por la inseparabilidad del nexo entre juego y reglas (y sociedad), que se condensa en la idea de juego limpio. Y, sin embargo, no todo juego es en sí mismo un mecanismo regulador que limite el paroxismo destructor de esa guerra civil que Nicole Loraux juzgaba constitutiva de los mecanismos íntimos de formación y disolución de la polis. No obstante, sigue sin explicación la referencia a los "cordones demoníacos del juego", que permanece un tanto misteriosa en la economía del discurso de Huizinga, enteramente centrada en el nexo cultura-regulación de la función lúdica: se explica sobre todo por la pluralidad de significados no solo del juego en sí, sino también de las figuras de los "jugadores". De hecho, Huizinga establece una distinción fundamental entre jugador tramposo y aguafiestas (Spielverderber: estropeajuegos): el primero altera las reglas del juego, pero no lo subvierte, a diferencia del segundo. La relación entre legitimidad y legalidad podría ser útil a este respecto, ya que son distintas y se mantienen juntas en una relación (que Schmitt deconstruye, anulando el valor del lado de la legalidad, de las reglas) de mutua dependencia (Mancuso, 2015). El adjetivo "demoníaco" indica, por otra parte, la radicalización del elemento dualista de la agonalidad, que es tan dura que no solo ignora, sino que destruye cualquier posible terceridad. En definitiva, también la guerra es un juego, pero demoníaco, burdo y primitivo destinado no a "reconocer", sino a "quitar de en medio" a un adversario que ya no lo es: es un enemigo absoluto (Esposito, 2013). En sus matrices originarias está presente esa distinción absoluta y teológica entre el bien y el mal que extrema y sacraliza, legitimando todo conflicto, que se convierte así en una guerra absolutamente justa, en una cruzada.

De todo ello surgen una serie de problemas distintos pero decisivos que conciernen tanto a Huizinga como a Schmitt. Primera cuestión: la relación del derecho con la agonalidad. La agudísima respuesta de Huizinga nos dice que el derecho es más competencia que "conservación", casi como para subrayar su naturaleza íntimamente democrática: el derecho es "el poder de una comunidad", según la célebre expresión de Freud. Segunda cuestión, espinosa: el carácter extremo de la guerra (la guerra teológica de la que habla Schmitt en Nomos der Erde). ¿La guerra justa, teológica, se sitúa fuera de los códigos de la guerra, o es, como bellum internecinum, la guerra en su grado máximo? Con la guerra teológica primero, e ideológica después, al menos desde la Revolución Francesa, se salta toda relación posible, incluso la de hostilidad, y se disuelve toda posibilidad de reconocimiento: solo queda la Vernichtung. No solo inter arma silent leges, sino que la propia figura del enemigo se deshumaniza. El enemigo se convierte así en un absolutamente otro, un extranjero, con respecto al cual es imposible proceder a ninguna mediación: el extranjero solo puede ser eliminado. La relación hostil encuentra su sentido —como comprendió perfectamente Clausewitz— en el carácter extremo del ἀγών, que se convierte en una contienda "a muerte"; la paradoja es que la montée aux extremes subvierte el propio juego, trastocando incluso sus reglas mínimas: la guerre en forme es una ilusión, si la idea de guerra oculta la deformidad de la extremeización.

La tercera cuestión: la relación entre la guerra exterior y la guerra interior, destacando la perspectiva de Schmitt que parece privilegiar el primer tipo cuando, por el contrario, su teoría trata de la prevalencia de la guerra civil: el Leviatán aparece en Schmitt "no como un soberano hobbesiano que garantiza el orden con una aplicación justa y legal de la violencia y el miedo distribuidos entre todos los sujetos, sino como un mecanismo de consenso que unifica y orienta a los sujetos movilizándolos contra un enemigo al que no pueden vencer", un enemigo imaginario, es decir, un elemento esencial de toda violencia persecutoria (Alfieri, 2021); cuarta cuestión, en mi opinión la más aporética: el tema (explorado pero no resuelto por Bõckenfõrde y Chantal Mouffe) de los límites posibles que impiden la inversión destructiva, ante todo para la unidad política, del agonismo en antagonismo.

Por último, y preeminente sobre las demás, la cuestión efectivamente teológica de la relación entre unidad y pluralidad.

Giorgio Agamben, el más célebre conservador del legado de Benjamin sobre la ley "intrínsecamente podrida", ha reparado en el entrelazamiento de problemas que surgen de la confrontación entre Huizinga y Schmitt, empezando por la cuestión del juego y su "seriedad", hasta el punto de convertirlo en el tema principal de una densa adición a Homo sacer, titulada Nota sulla guerra, il gioco e il nemico (Agamben, 2018; Crosato, 2022). El ensayo es de una claridad impecable, y comienza con un análisis de las observaciones de Leo Strauss sobre lo "político" y la relación inseparable entre lo político y la guerra. A continuación, Agamben analiza la posición de Schmitt sobre la relación, que Huizinga niega rotundamente, entre "seriedad" y guerra. La conexión que establece Schmitt entre la seriedad de la guerra y la presencia de un lenguaje extremo que refleje la extrema seriedad del compromiso bélico es evidente. Se necesitaría la capacidad de análisis lingüístico de Jonathan Littell para cribar el enjambre, en el texto de Schmitt, de expresiones como "sacrificio", "derramar sangre", "tragedia", "matar a otros hombres".

Finalmente, Agamben concluye la exploración afirmando, con razón, que toda la teoría de Schmitt sobre lo "político" se vería socavada por el descubrimiento de actividades agonísticas que no terminan necesariamente con la destrucción del otro: desde las guerras ritualizadas también en los antiguos juegos griegos, estudiados por Vernant, pasando por los simulacros de batalla analizados por Brelich, hasta la idea de la guerra como "duelo" que, curiosamente, Schmitt tacha de "guerra de gabinete" (con una expresión que recuerda la sarcástica nota de Gramsci dedicada a Guglielmo Ferrero, sobre las "guerras de cicisbei"), salvo para luego —con una contradicción desarmante— convertirla en el eje del jus publicum europaeum, al identificar en la teoría de la guerre en forme de Vattel la cúspide de la civilización, la moderación, la limitación jurídica de la guerra moderna.

En la nota agambeniana, muy refinada, resuena el vacío de una ausencia, la del derecho, sobre la que no hay notación. En el análisis de la sutil, casi intangible distinción/ implicación entre política y guerra, entre hostilidad y hospitalidad, entre reconocimiento y combate, no hay nada que intente identificar en el derecho (es decir, en las reglas constitutivas del juego) un posible freno al paroxismo de la lucha. Sin embargo, la lucha solo es tal, y no mera destrucción, si existen reglas reguladoras. Pero el derecho no son solo reglas: es lo que para Huizinga hace serio el juego, la interacción social, toda actividad humana como "relación". De ahí la nota, que no es solo una observación polémica de Huizinga contra Schmitt, de que el verdadero caso decisivo y serio, Ernstfall, no es la guerra, sino la paz. El carácter constitutivo de las reglas —que crean el juego, la relación— es lo que para Huizinga subyace a su carácter sagrado. Sin embargo, aquí estamos muy lejos del topos agambeniano, según el cual "el edificio jurídico-político de Occidente" produce, y no puede dejar de producir, vida que se puede matar, sagrada porque es prescindible.

Lo 'sagrado' del derecho reside, pues, en la horizontalidad de las reglas en una contienda esperablemente justa, cuya imparcialidad debe ser garantizada por terceros y por lo que el historiador holandés llamó las 'formas consagradas' de las reglas: una imagen de mediación necesaria para el juego y para las reglas mismas, si es cierto que la mediación es la forma químicamente pura del derecho (Quiviger, 2018). De la institución es importante pensar, con Paul Ricoeur, su devenir institución de mediación, sus prácticas instituyentes, su 'componer, no su 'comenzar' (Ricoeur, 2007). Por supuesto, no se trata de tener una fe ciega e incluso ingenua en la capacidad del derecho para neutralizar los conflictos y producir la integración social. Se trata simplemente de ir más allá de una perspectiva que en la imposibilidad del orden, de cualquier orden, disuelve cualquier perspectiva de emancipación de la dominación. Y, sin embargo, aunque uno no sea un ávido lector de Benjamin, es fácil que valore más el lado opresor del derecho que su lado emancipador.

Analicemos, para un pequeño incursus en el tema, la escena de la entrada de Josef K. —el protagonista de El proceso de Kafka— en el estudio del pintor oficial del tribunal Titorelli. El acusado, que aún no conoce, ni conocerá nunca, su propia acusación, ve atraída su mirada hacia un cuadro en el que la Diosa de la Justicia resulta ser la de la Caza. De esta inquietante epifanía surge una imagen cinegética, asimétrica y depredadora de la impartición de justicia. El mecanismo de la caza, sin embargo, es ambivalente (Calasso, 2016): tradicionalmente se concibe y practica como un juego casi horizontal, dotado de reglas, constitutivo de la forma. En definitiva, un dispositivo de mediación y reconocimiento, nada irenista, a menudo sangriento, que tiene sus propias y sagradas reglas.

Ciertamente, el paradigma cinegético, el linchamiento o la violencia persecutoria pueden aplicarse al derecho penal. ¿Pero el derecho civil? ¿No es un juego, una apuesta, un concurso en el que al final hay un ganador y un perdedor? Sin embargo, lo importante es que ese ganador y ese perdedor lo son no en virtud de una justicia plena y absoluta, sino en virtud del resultado, aleatorio, afortunado, de una lucha que no pretende eliminar, sino solo ganar. Como escribe Huizinga muy claramente, evocando a Jhering, "el juicio es una lucha por el derecho, por ganar o perder", aunque "el concepto de ganar o perder, es decir, el concepto puramente agonal, eclipsa en la conciencia de la comunidad el concepto de justicia o injusticia", y más adelante afirma, "los conceptos de voluntad divina, de destino y de resultado de la fortuna se funden completamente. La balanza [homérica] de la Justicia (... ) indica el riesgo de la empresa arriesgada. Y no se trata aquí de un triunfo de la verdad moral, de la idea de que «la justicia pesa más que la injusticia» (Huizinga, 2007, pp. 106-107). De la falta de fundamento emerge la posibilidad del caso serio, aunque juguetón, de la paz, con una inversión completa del modelo persecutorio de Schmitt, que ve el derecho contra alterum, no ad alterum (Cotta, 2018), la guerra como ultima rabies, no ultima ratio (la expresión no está presente en la traducción española de Homo ludens, pero sí en la italiana), el Estado 'muerto' si ya no es 'capaz de guerra ni de pena de muerte'.

Agamben es perfectamente consciente de la íntima contradicción del 'jurista' Schmitt, atrapado entre dos opuestos irreconciliables. Por un lado, la arbitrariedad elevada a fuente del derecho, el Führer que no solo emana, sino que 'protege' el derecho que es su presa, así como su producto; por otro, el jus publicum europaeum, con todo su tejido destinado a construir y al mismo tiempo a mitigar (exportando el corazón de las tinieblas más allá de los confines de las líneas de amistad), hasta el resultado de la autolimitación prevista por Georg Jellinek, el poder del Estado; cuyo "fin irrevocable" (la expresión es de Agamben) no reside en la neutralización pasiva del liberalismo y del parlamentarismo como pretendía Schmitt, sino precisamente en los "principios fundamentales del Estado nazi"; ese "doble Estado" del que hablaba Ernst Fraenkel y que operaba simultáneamente un proceso de destrucción de la estatalidad y al mismo tiempo de acentuación absoluta de su violencia y terror (Ginzburg, 2015). La cuestión del "terror" permanece y resurge incluso después del coloso nazi. Como ha señalado Villacañas (2020), "el neoliberalismo es la autopresentación del capitalismo como naturaleza divinizada dirigida por un poder invisible en toda la desnudez de su capacidad de producción de terror". Escribe Agamben, en la hermosa introducción a un silogio de escritos schmittianos que editó en 2012:

È per lo meno singolare - e questa contraddizione è uno dei tratti piü oscuri dell'attivita di Schmitt come giurista - che sia proprio quest'ultimo rappresentante dello jus publicum europaeum che nel 1933, scrivendo Stato, movimento, popolo, si assume il compito di delineare, nella sua veste di organo del diritto sostanziale del popolo tedesco, i principi fondamentali dello Stato nazionalsocialista, che di quel diritto rappresenta l'irrevocabile fine. Fra queste due identità contraddittorie, il giurista Schmitt non ha mai scelto, non ha mai «deciso» - o meglio, ha tentato fino all'ultimo di conciliarle, anche a costo di dover ricorrere a un mito. (p. 11)

El juego, como el juicio fallido o aplazado (pero no la ejecución, el "ajusticiado" Josef K.) o como el falso juicio de La panne de Dürrenmatt, puede convertirse en una máquina penal despiadada, insensata, nihilista, trágica. Pero los procedimientos, las ritualizaciones procedimentales y procesales, la sacralidad misma del juramento, constituyen un conjunto de límites necesarios —ciertamente insuficientes, bizcos o ciegos respecto a la fuerza desnuda y a la injusticia— y que hay que preservar: se piensa en la representación de la justicia con los ojos vendados que no ve y no quiere ver la particularidad del caso concreto (Prosperi, 2008; Greco, 2023). No se trata, por tanto, de liberarse del juego, como paradójicamente parecía sugerir Huizinga, sino de esa demonicidad que produce cosmovisiones centradas en el aut aut (no et et), y que solo puede generar una política "absoluta", en el sentido que da a este adjetivo Alessandro Pizzorno.

Para Schmitt, lo contrario de la política extrema es la despolitización extrema (jurídica y liberal). Nos encontramos así ante una elección imposible, casi un lecho de Procusto: hiperpolitización o despolitización. El derecho, región media entre estos extremos, parece no poseer para Schmitt ninguna capacidad morfogenética. Pero el derecho es, como ya dijo Jhering, no solo un elemento plástico que puede producir mediación, sino también una mezcla inextricable de guerra y paz: el fin del derecho es la paz, el medio para conseguirla es la lucha. Hay un pasaje esclarecedor en Masse und Macht de Canetti (1981) en el que parece condensar, frente al "estar por la muerte del político" de Schmitt, tan teñido de romanticismo y existencialismo, ansioso solo de concreción negativa (el sueño/pesadilla de la Gran contienda), todo el análisis nada ingenuo de Huizinga sobre el juego, las reglas y lo sagrado:

La elección del delegado está emparentada en principio con los sucesos en el parlamento. Se considera ser el mejor de los candidatos, el vencedor, aquel que se muestra como el más fuerte. El más fuerte es aquel que obtiene mayoría de votos. Si los 17562 hombres que le apoyan se formaran como ejército cerrado contra los 13204 que siguen a su adversario, deberían conquistar la victoria. Tampoco aquí ha de llegar a haber muertos. Con todo eso la inmunidad de los electores no es tan importante como la de las papeletas de voto que entregan y que contienen el nombre de su elección. Es permitido influenciar a los electores por casi todos los medios, hasta el momento en que se comprometen definitivamente con el nombre de su elección, en que lo escriben o marcan. El candidato opositor es escarnecido y entregado al odio general de todas las maneras posibles. El elector puede parecer que no se decide en muchas batallas electorales; sus cambiantes destinos tienen para él, si está orientado políticamente, el mayor encanto. Pero el instante en que vota realmente es casi sagrado; sagradas son las urnas selladas que contienen las papeletas de voto; sagrado el proceso del recuento. Lo solemne de todos estos quehaceres proviene de la renuncia a la muerte como instrumento de decisión.

Con cada una de las papeletas, la muerte, por decirlo así, se descarta. Pero lo que ella habría logrado, la fuerza del opositor, es concienzudamente consignado en un número. Quien juega con estos números, quien los borronea, quien los falsifica, vuelve a hacerle lugar a la muerte y no lo advierte. Los entusiastas amantes de la guerra, que de buena gana se burlan de las papeletas de voto, sólo confiesan con ello sus propias sanguinarias intenciones. Las papeletas de voto como los tratados son para ellos meros jirones de papel. El que no estén empapados de sangre les parece despreciable; para ellos sólo valen las decisiones por la sangre. (Canetti, 1981, pp. 236-237)

Institucionalización jurídica no equivale a inmovilización conservadora: partiendo ya de la dimensión democrática latente en la teoría de Hobbes (Alfieri, 2021), emerge una imagen de la juridicidad que no puede reducirse a la polarización. El derecho es algo que oscila entre la democracia y el poder absoluto (y el poder se convierte en absoluto cuando se transforma en obediencia legal, cuando existe el imperio de la ley. El derecho puede ser un límite, pero también un factor legitimador del positivismo ideológico: justum quia jussum); que oscila entre la comunidad de comunicación y la de avasallamiento, y no hay posibilidad de eludir uno de los dos polos, teniendo en cuenta la plurivalencia de significados, su naturaleza, suspendida entre la norma y la decisión, hiperdialéctica, en el sentido de la copresencia de contrarios: piénsese en el lenguaje.

La ley es lenguaje; la muerte de la ley es la muerte del lenguaje. Y la muerte del lenguaje es la muerte tout-court. Pero el lenguaje mismo puede ser muerte y portador de violencia. Blanchot señala que ne la palabra es 'siempre' orden, terror, seducción, adulación, resentimiento: es siempre violencia. Y, sin embargo, algo puede actuar como límite a este poder irresistible de lo negativo que adopta la forma de violencia absoluta: el rito de exorcizar la muerte, como ese conjunto de procedimientos jurídicos que dejan de lado la muerte como instrumento de decisión. La condición de existencia de lo político, como hemos visto en Canetti, no es la expulsión de la guerra sino su institucionalización; es decir, la extrema urgencia de que la frontera, el límite, permanezca sólido, y de que la masa no implosione en una trágica montée aux extremes. El hecho de que el derecho pueda estar "intrínsecamente podrido", que exprese una fuerza violenta intrínseca en su ser "deber ser", en su establecimiento de fronteras entre lo no jurídico y lo jurídico, no significa que haya que escapar de él y que esto, como parece decir Agamben en la breve intervención Il lecito, lobbligatorio, ilproibito, equivalga al "paraíso", a la ausencia de dominación (Agamben, 2022).

Se trata, en conclusión, de abordar las múltiples caras del derecho adoptando una perspectiva distinta a la de Benjamin y Agamben, que se limita a derrocar a Schmitt, sin salirse de sus polarizaciones (Mancuso, 2019). La corrección del error de paralaje podría ser esta: no se trata de desestimar el derecho, ni de seguir pensando las instituciones como un bloque compacto de pura represión, sino de salvaguardar su función (residual) garantista y emancipadora, hoy cada vez más cuestionada. La protesta contra la heteronomía y la jerarquía, en la que Kelsen leía la esencia de la democracia, debe convertirse en una actitud crítica y autocrítica ante un derecho estructurado precisamente sobre la heteronomía y la sanción negativa (en el sentido ofrecido por Christoph Menke en Recht und Gewalt). Salir del círculo mortífero (e hipnotizado por la muerte) del pensamiento "absoluto", criticando los trucos conceptuales de Schmitt, puede ser un primer paso para pensar críticamente —sin quedar aprisionado por él— la interminable oscilación entre orden, conflicto y libertad, entre identidad, alteridad y terceridad.



Referencias

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