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ARTÍCULO FASCISMO Y DEMOFASCISMOS: INMANENCIA BÉLICA Y ESTÁSICA EN LA DEMOCRACIA NEOLIBERAL *FASCISM AND DEMOFASCISMS: WARLIKE AND STASIS IMMANENCE IN NEOLIBERAL DEMOCRACY |
https://doi.org/10.14718/SoftPower.2024.11.1.3
Juan Pablo Arancibia Carrizo1
1 Universidad de Santiago de Chile
Doctor en Filosofía.
Académico de la Universidad de Santiago de Chile.
Profesor del Magíster en Ciencias de la Comunicación, Usach.
Director del Grupo de Estudios Clásicos en Comunicación (GRECCO).
Ha centrado su investigación en el campo de la Filosofía Política y la Comunicación.
Autor de numerosos artículos publicados en revistas nacionales y extranjeras. Autor de
los libros: Comunicación Política: fragmentos para una genealogía de la
mediatización en Chile, Universidad Arcis, 2006. Extraviar
a Foucault, Palinodia, 2006. Tragedia y Melancolía: idea de lo trágico
en la filosofía política contemporánea, La Cebra 2016. Comunicación
Política y Democracia en América Latina (co-editor), Gedisa-Ciespal,
2016. Información, Democracia y Cibersociedad: una
mirada desde Chile, (co-editor), Ariadna, 2019. Pólemos y Stásis:
Vestigios y bordes trágicos de lo bélico y lo político, La Cebra-Palinodia, 2023. Stásis, Tragedia y Democracia: ensayos sobre tragedia y política (editor), La Cebra, 2024. Actualmente adelanta la investigación Fondecyt Regular N°1240201 "Tiempo trágico, anagnórisis y sintagma trágico en la
diégesis tucidídea: estudio y caracterización de la filosofía trágica de la Historia y la Política en Tucídides".
juan.arancibia.c@usach.cl
* El ensayo es fruto de un proceso de investigación desarrollado en el Grupo de Estudios Clásicos de la Comunicación (GRECCO) y se enmarca en el Proyecto Fondecyt Regular N°1240201.
Fecha de recepción: 15 de marzo del 2024;
Fecha de aceptación: 15 de abril del 2024.
Resumen
El presente artículo expone un ejercicio analítico que interroga la conceptualización del fascismo y su distinción con la democracia, señalando la inmanencia bélico-estásica que coexistiría tanto en el fascismo y los neofascismos en que deviene la democracia capitalista-neoliberal eurocéntrica-occidental. Primero, examina algunos rasgos centrales en la definición de fascismo. Segundo, advierte un conjunto de signos que vinculan el neofascismo y la democracia neoliberal.
Palabras clave: fascismo; neoliberalismo; democracia; capital; stásis
Abstract
This article presents an analytical exercise that interrogates the conceptualization of fascism and its distinction from democracy, highlighting the warlike-stasis immanence that would coexist in both fascism and the neo-fascisms into which Eurocentric-Western capitalist-neoliberal democracy evolves. First, it examines some central features in the definition of fascism. Second, it identifies a set of signs linking neo-fascism and neoliberal democracy.
Keywords: fascism; neoliberalism; democracy; capital; stasis
Introducción
Una vasta literatura de la tradición filosófica y politológica —producida frenéticamente desde la segunda mitad del siglo XX— ofrecía la esperanza y el consuelo de que las democracias occidentales de cuño liberal nos ponían a salvo de la amenaza totalitaria. Numerosos estudios sobre su tipología y caracterización consagraban aquella distinción y oposición radical entre totalitarismo y democracia (Bobbio, 2003; Habermas, 1999; Macpherson, 2003; Rosanvallon, 2009; Touraine, 2006; Lefort, 1990). Este consuelo afirmaba una adscripción democrática basada en una supuesta prerrogativa orgánico-institucional de las democracias liberales de tornarse inmunes a los principios y prácticas que definían el flagelo totalitario, fuese en cualquiera de sus distintas fisonomías: fascismo, nazismo y comunismo1.
Transcurridas dos décadas del siglo XXI, a la luz de cruenta y cuantiosa evidencia (Agamben, 2004; Esposito, 1996; Nancy, 2009; Todorov, 2017; Wolin, 2008; Badiou, 2016), se constata que aquella resignación y demiurgo democrático se ha tornado cada vez más frágil y problemático, acusando los límites del formalismo jurídico y su desmedida confianza -en que los mecanismos del Derecho serían capaces de regular y sofocar aquellas ominosas amenazas.
Actualmente se aprecia en Occidente el resurgimiento de concepciones, ideologías y prácticas políticas que enarbolan con tenebroso entusiasmo ciertos principios y valores totalitarios, retornando la promesa moral-civilizatoria de un Bien supremo absoluto, disponible y realizable para cierta porción específica de la humanidad, cuya raza, clase y género está llamado a vencer y destruir a su enemigo, "natural portador y promotor del mal".
A la ya histórica e imperial política-belicista de Estados Unidos —hoy puntualmente desplegada en Ucrania—, se ha de sumar el pogromo desatado por el Estado Israel contra el pueblo palestino, las sediciones incitadas por Trump en EE. UU., por Bolsonaro en Brasil y por Boluarte en Perú, así como la excepcionalidad instaurada por Bukele en El Salvador, o la razia neoliberal desatada por Milei contra el Estado y los derechos sociales, devastando y reprimiendo a la población más desamparada. Estos signos trazan un cuadro inquietante si se advierte que aquellas políticas emergen y se legitiman desde el paradigma jurídico-político de la democracia liberal occidental-capitalista.
Este resurgimiento "totalitario" notifica al menos dos problemas inmediatos. Primero, la necesidad de repensar y reexaminar críticamente los límites, vigencia o agotamiento de la conceptualización canónica del totalitarismo. Segundo, sugiere interrogar analítica y críticamente la densidad de los límites de la disyunción entre totalitarismo y democracia, entre fascismo y liberalismo.
Quizás aquella aberración política conceptualizada como "totalitarismo" no haya podido ser desterrada en cuanto conserva una relación genética, orgánica y consustancial a la configuración política de las democracias liberales, de modo que el fascismo no sería una mera amenaza exterior, sino la potencia íntima e inconfesable de la inmanencia bélica de la matriz democrática capitalista-occidental.
Adviértase que la expresión "totalitarismo" fue acuñada a comienzos de la década del 20, principalmente por autores liberales y católicos, críticos al fascismo y al bolchevismo de la época. Empero, resulta significativo que no pocos comentaristas liberales expresaban su preferencia y mayor tolerancia al avance del fascismo, pues todavía este obedecía y contenía los ideales de la libertad occidental, esencialmente opuesto al barbarismo bolchevique (Traverso, 2001, pp. 29-39).
Cabría entonces examinar la concepción que se formuló del fascismo, descifrado solo como respuesta contingente a una amenaza histórica específica, gatillada por las abyecciones del comunismo soviético (Nolte, 1995, pp. 77-99). Asimismo, antes que explicar el fascismo como desventura episódica, cabría interrogar por aquella potencia bélica inmanente a una concepción y matriz histórica específica de la comunidad política. Dicho radicalmente, antes que concebir el fascismo como un accidente y una desnaturalización de la política, cabría inscribirlo en la inmanencia bélico-estásica de una racionalidad histórico-política que asienta sus raíces en el canon metafísico eurocéntrico-civilizatorio capitalista de la modernidad occidental.
Cabría atender a la íntima y orgánica nervadura que existe entre la antropología filosófica capitalista que encarna el neoliberalismo, con la axiomática necropolítica y sacrificial del fascismo, lo que sería una articulación crucial para comprender la relación genética que existe entre la democracia capitalista occidental y el neofascismo, que deviene ineluctablemente en lo que hoy entendemos como demofascismo (Arancibia, 2010, pp. 344-355). Pensado así, no resulta tan extraña la emergencia de modulaciones político-democráticas, cuya matriz genético capitalista-neoliberal linda muy sutilmente con liderazgos y escenificaciones estético-políticas muy próximas a la mitología política del nazi-fascismo (Lacoue-Labarthe y Nancy, 2002). Al fin y al cabo, tal como explica Traverso, si en los años treinta del siglo XX las élites industriales, financieras y militares europeas apoyaron al fascismo como solución a las crisis políticas endémicas, "hoy en día, respaldan al neoliberalismo" (Traverso, 2021, pp. 16-18).
En virtud de estas disquisiciones, nos limitamos a insinuar un sucinto ejercicio analítico que interroga la conceptualización del fascismo y su distinción con la democracia, señalando la inmanencia bélico-estásica que coexistiría tanto en el fascismo como en los neofascismos en que deviene la democracia capitalista-neoliberal eurocéntrica-occidental.
Fascismo y democracia neoliberal
Un axioma primo del fascismo sería la vocación por la dominación total a partir de un precepto político-moral absoluto. Su lengua nativa es la violencia, cuya pulsión mayor es la guerra. Una guerra incesante e insaciable hasta conseguir la dominación total. Hannah Arendt en su célebre estudio sobre el totalitarismo consigna que la lucha por la dominación total sobre toda la población de la Tierra y la eliminación de toda realidad no totalitaria es inherente a los regímenes totalitarios (Arendt, 1998, p. 482). De allí que la racionalidad bélico-totalitaria reconstruya, una y otra vez, la categoría de un enemigo objetivo.
El concepto de "enemigo objetivo" cuya identidad cambia según las circunstancias predominantes —de forma tal que, tan pronto como es liquidada una categoría, puede declararse la guerra a otra— corresponde exactamente a la situación de hecho reiterada una y otra vez por los gobernantes totalitarios; es decir, que su régimen no es un gobierno en ningún sentido tradicional, sino un movimiento permanente, cuyo avance constante tropieza con nuevos obstáculos que deben ser eliminados. (Arendt, 1998, p. 519)
Arendt señala que el problema de la guerra y el de la revolución constituyen los dos temas políticos principales de nuestra época, confrontándose uno como la amenaza de una aniquilación total mediante la guerra, otro como la esperanza de una emancipación de toda la humanidad mediante la revolución. En contraste con la revolución, el propósito de la guerra escasamente expresa la idea de libertad (Arendt, 2019, pp. 13-14).
Para Arendt, la justificación de la guerra es muy antigua, y esta supone la convicción de que las relaciones políticas no están sujetas al imperio de la violencia. Tal convicción se encontraría por primera vez en la Grecia antigua, una vez que la polis griega, la ciudad-Estado se definió a sí misma como un modo de vida basado exclusivamente en la persuasión y no en la violencia (Arendt, 2019, p. 15)2.
La actualidad y relevancia de este debate en el siglo XX sitúa dos concepciones de la política que cristalizan dos motivos radicalmente opuestos: libertad y dominación. Esta distinción rápidamente adoptó las dicotomías entre democracia y totalitarismo; liberalismo y fascismo; la teoría democrática contemporánea se ocupó de fortalecer y amurallar esta diferencia (Traverso, 2001, pp. 15-44). En ese empeño, Hannah Arendt destinó su acucioso trabajo a describir y sistematizar los principios del totalitarismo (Arendt, 1998), y Claude Lefort postuló la "lógica totalitaria" como categoría para definir la racionalidad totalitaria, como un nuevo tipo sociohistórico de amenaza a las democracias (Lefort, 1990, p. 38).
Así, una amplia literatura convencional se limitó a identificar y circunscribir la racionalidad totalitaria a la acotada experiencia nazi-fascista, mientras los medios de comunicación y los productores de opinión presentaron una visión extremadamente reductiva y simplificada del totalitarismo (Traverso, 2001), lo cual, de paso, levantó muros imaginarios que eximían y liberaban a la democracia de tales aberraciones. Como explica Nolte (1995), desde el punto de vista de la historia mundial, en aquella época la principal diferencia oponía "democracia" y "totalitarismo", donde la categoría de "totalitarismo" se impuso para distinguir a la democracia de estas formas aberrantes de la política, así como para caracterizar cualquier tipología política que adoptara formas institucionales y acciones que amenazaran a la democracia, léase, al "mundo libre" (p. 107).
En dicho contexto, una reducción específica muy frecuente fue la sola asociación salvífica entre Estado de derecho y democracia, pues en el plano analítico de la teoría política —tal como indica Habermas— es sabido que toda dominación política se ejerce bajo alguna forma específica de derecho (Habermas, 1999, p. 247), de modo que la sola presencia de la dimensión jurídica resulta insuficiente para trazar dicha distinción, pues ella sería constitutiva de la "racionalidad de excepción" (Agamben, 2004, pp. 23-83).
Será el propio devenir histórico de la democracia neoliberal-capitalista de la modernidad occidental el que ha tornado gris esta inicial disyunción, paradójicamente cuando el "fantasma totalitario" parecía ya vencido y disuelto.
El totalitarismo pertenece entonces a la modernidad. Es un producto perverso de la era democrática, marcada por el ingreso de las masas en la vida política, en el seno de sociedades que han abandonado las antiguas jerarquías de casta y rango. Por un lado, solo puede afirmarse destruyendo la democracia en el plano político, jurídico, institucional; por otro, sin embargo, despliega un dispositivo de reclutamiento y de activación de las masas que implica necesariamente el advenimiento de las sociedades democráticas, en el sentido en que las definía Tocqueville. (Traverso, 2001, p. 22)
El escenario actual acusa dos síntomas que problematizan internamente a la democracia. Primero, la caracterización histórica que se hizo del totalitarismo —hace ya 70 años—en muchos aspectos decisivos sirve para describir a las democracias neoliberales contemporáneas. Segundo, el carácter bélico y expansionista de la democracia capitalista-neoliberal comporta principios y acciones que claramente contravienen el "virtuoso" ideario democrático.
Así, no resulta extraño que en las últimas décadas hayan surgido al interior de las democracias fuerzas políticas institucionalmente reconocidas y legitimadas que encarnan idearios antidemocráticos y abiertamente neofascistas. Reaparece esta amenaza, que ahora asedia desde su propia conflictividad, pues "mientras la democracia tuvo un enemigo externo al que odiar —el totalitarismo nazi o comunista—, podía vivir sin conocer sus amenazas internas, pero hoy debe enfrentarse a ellas" (Todorov, 2017, p. 189).
Tal como señala Traverso, actualmente el fascismo, más que un área de estudios históricos, vuelve a ser una cuestión de la agenda contemporánea, pues si en el siglo XX el fascismo fue un proyecto de "regeneración" de la nación, vista como una comunidad étnica y racial homogénea, este núcleo del fascismo, reaparece hoy en los movimientos de extrema derecha, "como los herederos del fascismo clásico". Efectivamente el léxico fascista ha cambiado, hoy exhibe nuevas características y nuevos mitos (Traverso, 2021, pp. 11-15).
Recordemos que un rasgo central y decisivo que define la lógica totalitaria, según la tipología arendtiana, es que el mito totalitario no se limita a lo nacional. La captura y dominio de un territorio, de una nación o de una región del planeta no le basta, pues el totalitarismo tiene en su lógica esencial un carácter invasivo, expansionista e imperial (Arendt, 1998, pp. 479-483).
Paradójicamente, disuelta ya la amenaza nazi-fascista y el comunismo internacional, explica Todorov, en la actualidad conocemos "guerras humanitarias" que suscitan poca resistencia en los países que las infligen, que incluso gozan de apoyo y buena reputación, convirtiéndose en la norma de las intervenciones militares occidentales, expresando el resurgimiento del mesianismo político, propio del totalitarismo.
Pese a las crisis que provoca, la ideología ultraliberal sigue dominando los círculos gubernamentales de muchos países. La globalización económica priva a los pueblos de su poder político, y la lógica del management, que lleva al formateo de las mentes, se expande por doquier. El populismo y la xenofobia aumentan y aseguran el éxito de los partidos extremistas. La democracia está enferma de desmesura, la libertad pasa a ser tiranía, el pueblo se transforma en masa manipulable, y el deseo de defender el progreso se convierte en espíritu de cruzada. La economía, el Estado y el derecho dejan de ser los medios para el desarrollo de todos y forman parte ahora de un proceso de deshumanización. (Todorov, 2017, p. 186)
En ese tenor, Calveiro explica que la globalización impuso un modelo económico único, el neoliberal, y un modelo político también único, la democracia restringida. En principio, se trataría de dos procesos contradictorios y opuestos, sin embargo, esta contradicción sería solo aparente, pues el modelo neoliberal ha incrementado la marginación social, y a la vez ha alentado todas las formas de acumulación, ya sean legales o ilegales (Calveiro, 2012, p. 303). Asimismo, señala que uno de los rasgos principales de la reorganización neoliberal del mundo es la extensión de la racionalidad del mercado y la forma "empresa" a todos los ámbitos de la vida. De ello se desprende una desestructuración de la política y un debilitamiento de la autonomía del Estado. La figura por excelencia de ese control económico que penetra y restringe el ámbito de la política es la "corporación" (Calveiro, 2012, p. 304).
Las nuevas formas de dominación pasan por el control corporativo —es decir, descentrado del Estado y concentrado en diferentes grupos de poder económico, jerárquicos y cerrados— de la totalidad de los recursos sociales. Se trata de una red financiera-militar-tecnológica-comunicacional en sus nodos centrales, con muchos focos o centros de poder diferenciados por sus funciones y por su potencia, pero siempre interconectados. (Calveiro, 2012, p. 304)
A este principio se suma un segundo rasgo de la racionalidad totalitaria, advertido por Arendt y Lefort como el carácter totalizador que busca tomar el control de un territorio para tomar control total de su economía. En principio, el Estado totalitario captura, somete y controla la economía a su precepto, sin embargo, en la lógica neoliberal es el mercado el que subsume al Estado, generando el mismo efecto totalitario, obliterando la distinción entre "lo político" y "lo económico", donde lo político sucumbe al servilismo de lo económico.
El objetivo del capital siempre es la toma del poder continuada, la "guerra de conquista" (o la guerra civil) es la condición de existencia política del capitalismo en cuanto dispositivo de constitución de clases. Hace falta nada menos que la guerra, y la guerra luego prolongada a través de las normas, las instituciones, la producción y el consumo, para realizar una distribución tan violenta del poder, expropiado a unos y concentrado por otros, que se repetirá con cada cambio de régimen de acumulación. (Alliez y Lazzarato, 2021, p. 22)
Lefort identificó un principio revelador que define la especificidad de la lógica totalitaria: "nada escapa a ese Poder" (Lefort, 1990, p. 39). Se instaura así un nuevo tipo de poder absoluto, capaz de subsumir toda lógica extraña a su fin último. Sin embargo, como indica Todorov, en nuestros días esta amenaza parece verificarse cotidianamente:
El poder político no puede, o no quiere, limitar el poder económico de las multinacionales, los bancos y agencias de calificación. El rasgo que todas estas desviaciones comparten es que proceden no de ataques externos, sino de principios internos a la propia democracia. (Todorov, 2017, p. 185)
La lógica del desarrollo del capitalismo se reconoce nítidamente ya en estos primeros signos totalitarios. Lefort (1990) señala que, en un mundo sacudido por la expansión del capitalismo, el liberalismo ha producido ya su propia mitología, inventando la ficción de una sociedad que se ordenaba espontáneamente bajo el efecto de "una libre competencia entre propietarios independientes, y en la que el Estado solo se limitaba a hacer respetar las reglas del juego y a proteger personas y bienes" (p. 39). Sin embargo, Harvey (2007) explica la concepción de libertad del Estado neoliberal, que concibe y reduce la libertad personal al mercado, donde cada individuo es responsable de su propio bienestar y este principio "se extiende a toda la esfera del sistema de protección social, del sistema educativo, de la atención de salud e incluso al sistema de pensiones" (Harvey, 2007, p. 75).
En nuestros días, la única religión política es tal vez, como mucho, la idolatría del mercado. El mercado es una entidad sagrada constantemente celebrada y postulada como indiscutible. Esa es la premisa de todas las políticas sociales y económicas de las naciones desarrolladas, sean sus gobiernos de derecha o de izquierda [...] La ideología del mercado es la religión política de nuestro tiempo. (Traverso, 2021, p. 149)
Esta lógica de subsunción total de la vida al capital, a muy corto andar acusa sus tensiones y constricciones para la democracia, pues, como señala Foucault, a la base del pensamiento neoliberal encontramos una antropología problemática del homo oeconomicus (2007, p. 286). Trátase del hombre como un ser autosuficiente, "básicamente solitario y que solo de forma puntual necesita a otros seres a su alrededor, cosa que contradice a la psicología, la sociología y la historia" (Todorov, 2017, p. 104).
El neoliberalismo no es solo una doctrina económica o una floja teoría de la autorregulación de los mercados, sino una organización general de los cuerpos de acuerdo con criterios productivistas que emanan de una determinada antropología filosófica no exenta de elementos fascistas. Para sostener dicho supuesto debemos aventurarnos más allá de la naturalizada oposición entre fascismo y democracia, solo así podremos entender el neofascismo contemporáneo no como una excepción con respecto a los regímenes neoliberales, sino como su puesta en escena más distintiva. (Villalobos-Ruminott, 2020, p. 14)
Tal como señala Villalobos-Ruminott, la concepción liberacionista del neoliberalismo deriva de los presupuestos antropológicos de la Escuela Austriaca que radicalizan el individualismo posesivo del primer liberalismo histórico y lo convierten en una racionalidad económica elevada a dogma irrenunciable del Homo economicus. Así, la identificación del neoliberalismo con la idea de libertad individual inalienable se hace hegemónica a partir de "una tramposa homologación entre capitalismo y democracia", y su consiguiente oposición entre democracia liberal y totalitarismo (2020, pp. 14-15).
Se advierte entonces una transmutación del fascismo histórico inicial empeñado en el exterminio racial y los campos de exterminio, con la cual este se reconfigura en una serie de prácticas de regulación de la vida y de asimilación con la democracia y suspende los conflictos bélicos monumentales, reemplazados ahora por una proliferación de guerras temporal y geográficamente limitadas, aunque no menos devastadoras (Vietnam, Corea, Irak, Afganistán, etc.). "Es en este contexto de metamorfosis del fascismo donde habría que encontrar su plegamiento con las formas contemporáneas de gubernamentalidad neoliberal" (Villalobos-Ruminott, 2020, p. 15). En ese sentido, apunta Traverso (2021):
Tras décadas de políticas neoliberales, las clases dominantes han incrementado enormemente su riqueza y su poder, pero también han sufrido una significativa pérdida de legitimidad y de hegemonía cultural. Estas son las premisas para el ascenso del neo o posfascismo: por un lado, la creciente "caída en el salvajismo" de las clases dominantes y, por otro, las extendidas tendencias autoritarias que su dominación engendra. (p. 16)
Por su parte, Badiou (2016) advierte, en clave semejante, aquella nervadura que imbrica la axiomática capitalista neoliberal y la reconfiguración del fascismo:
De manera general, pienso que podemos llamar "fascismo" a la subjetividad popular generada y suscitada por el capitalismo [.] El fascismo es una subjetividad reactiva. Es intracapitalista, puesto que no propone otra estructura de mundo. Se instala en el mercado mundial, de hecho, en la medida en que le reprocha al capitalismo no estar en estado de cumplir sus promesas. Al fascizarse, el decepcionado del deseo de Occidente se vuelve el enemigo de Occidente porque, en realidad, su deseo de Occidente no se satisface [...] En cuanto a su forma, se puede definir a este fascismo moderno como una pulsión de muerte articulada en un lenguaje identitario. (pp. 67-68)
Esto exige repensar una tercera característica de la lógica totalitaria, pues aquella no se reduce o limita a una mera forma aberrante o una experiencia específicamente violenta de la política, sino que concierne a una racionalidad que, por principio, niega, impide y constriñe lo político. Esta obliteración de lo político define a la racionalidad totalitaria, no así la forma específica o contingente de dicha negación.
En última instancia, el totalitarismo no es más que la liquidación de lo político en cuanto lugar de la alteridad, la anulación del conflicto, del pluralismo que atraviesa el cuerpo social sin el cual ninguna libertad sería concebible. El terror, una violencia de Estado cuyas víctimas se cuentan por millones, revela el totalitarismo como una síntesis monstruosa de Leviatán y de Behemoth, de ilegalidad y de potencia. El terror totalitario ignora y pisotea el derecho, pero presupone el monopolio estatal de la fuerza, que despliega según métodos y procedimientos concernientes a la racionalidad de los Estados modernos. (Traverso, 2001, pp. 23-24)
Tal como sostiene Di Cesare, solo puede haber política donde las relaciones ya no se vean degradadas por la subordinación y donde la isonomía, la igualdad sea operativa. El llamado "nacimiento de lo político" se debe pues a un destronamiento del arché. Simplemente porque ese orden se ha disuelto, resulta posible discutir las formas en que la polis está articulada y organizada. "En este sentido podemos decir que el gesto anárquico inaugura el espacio político y al mismo tiempo pone en marcha la democracia" (Di Cesare, 2024, pp. 6, 92). Así, la legitimación simbólica del poder y de las relaciones sociales instauradas consiste en que dicha legitimidad del poder se funda en el "pueblo"; pero a la imagen de la soberanía popular se le une la de "un lugar vacío", imposible de ocupar y de colmar por quienes ejercen la autoridad pública. "La democracia alía estos dos principios en apariencia contradictorios: uno, que el poder emana del pueblo; otro, que ese poder no es de nadie. La democracia vive de esta contradicción" (Lefort, 1990, p. 42)3.
De allí que una de las iconografías centrales del totalitarismo sea la construcción de una identidad del "Pueblo", de quien este poder es garante y representante. Obviamente, se le llama pueblo a la porción de la población que adhiere, obedece, secunda y legitima el orden, mientras que a todo actor o grupo disidente al sistema totalitario se le llama "enemigo". La definición y existencia de un enemigo es constitutiva de la identidad monolítica del pueblo; así, la lógica totalitaria despliega una profilaxis destinada a la preservación y resguardo del cuerpo social, para lo cual "debe asegurar la eliminación de los parásitos que le amenazan" (Lefort, 1990, pp. 48-49).
En cuanto este "lugar vacío" es representado y encarnado por una esencia o identidad específica ajustada a la proclama totalitaria, adviene una identificación que Jean-Luc Nancy denominó «inmanentismo», precisamente para referirse a una racionalidad contemporánea que determina y subsume toda la mundanidad a esta pretendida esencia.
El vínculo económico, la operación tecnológica y la fusión política representan o más bien presentan, exponen y realizan necesariamente por sí mismos esta esencia. Allí está ella puesta en obra, allí se convierte en su propia obra. Es lo que hemos llamado «totalitarismo», y que, tal vez, sería mejor llamar «inmanentismo», si no es necesario reservar esta designación a ciertos tipos de sociedades o regímenes, en vez de ver en ella, por una vez, el horizonte general de nuestro tiempo, que engloba también las democracias y sus frágiles parapetos jurídicos. (Nancy, 2001, p. 16)
Este «inmanentismo» también se ha denominado "indeterminación democrática", refiriéndose a esa región en común o de indistinción entre democracia y aquello de lo que esta pretendía distinguirse. Se disipa ahí la frontera entre democracia y totalitarismo, diagramando una relación mimética con aquello que la democracia solía abominar, erigiendo muros que se presumían infranqueables (Todorov, 2017, p. 187).
Así, el «inmanentismo» o la lógica totalitaria supone una negación democrática, por cuanto ese lugar simbólicamente vacío, una vez usurpado, encarnado y sustantivado por el orden expresa el poderío de una facción al servicio de intereses privados, incrementando la privatización corporativista, por lo que, en última instancia, ya no existe sociedad civil (Lefort, 1990, p. 42).
Si la imagen del pueblo se actualiza, si un partido pretende identificarse con él y apropiarse del poder con el pretexto de esta identificación, lo que se niega es, más profundamente, el principio mismo de una distinción entre lo que corresponde al orden del poder, al orden de la ley y al orden del conocimiento. Se opera entonces en la política una suerte de imbricación de lo económico, lo jurídico, lo cultural. Fenómeno característico, justamente, del totalitarismo. (Lefort, 1990, pp. 42-43)
Inmanencia bélica y stásica en la democracia neoliberal
La racionalidad totalitaria fagocita y coloniza todas las dimensiones de la comunidad política bajo un principio de subsunción expansiva, donde lo económico, lo político, lo jurídico, lo cultural, la técnica y el conocimiento quedan arrestados a su representación mítica. Ese movimiento afirmativo comporta un poder totalizante configurando lo que Agamben ha denominado la "zona gris", trazando una racionalidad de la excepción como aquel umbral de indeterminación entre la gubernamentalidad democrática y totalitarismo.
Esta dislocación de una medida provisoria y excepcional que se vuelve técnica de gobierno amenaza con transformar radicalmente la estructura y el sentido de la distinción tradicional de las formas de constitución. El estado de excepción se presenta más bien desde esta perspectiva como un umbral de indeterminación entre democracia y absolutismo. (Agamben, 2004, p. 26)
Lo que estaría en ejercicio en esta región de indeterminación democrática es lo que Bauman (2015) recobra de la máxima de Schmitt: "El soberano es quien tiene el poder de exceptuar". El poder de imponer reglas se origina precisamente en el poder de suspenderlas o dejarlas sin efecto ni valor toda vez que se requiera (p. 149), tornando plausible el primado excepcional que recobra Agamben del derecho arcaico: necessitas legem non habet.
El "estado de excepción" ya no tiene nada de excepcional: bajo la forma —en principio circunstancial (atentados o pandemia)— del "estado de emergencia", se ha convertido en una modalidad "normalizada" de la gubernamentalidad. Las nuevas formas del fascismo que vimos emerger en todas partes se desarrollan desde el interior de las instituciones "democráticas", y no contra estas. Revelan a la vez continuidades y discontinuidades respecto de los fascismos históricos. El fascismo de los cincuenta tonos de gris es definitivamente una de las modalidades de la gubernamentalidad. (Alliez y Lazzarato, 2021, p. 23)
Precisamente aquella "zona gris" de la excepcionalidad es lo que constituye la equivocidad política de la violencia, y simétricamente la equivocidad de la política, cuando esta se enfrenta a la violencia (Balibar, 2010, p. 17). Señalada como una primera aporía que desestabiliza nuestra comprensión canónica de la política y nuestra confianza en sus poderes, Balibar precisa que, de hecho, la presunción de una eliminación de la violencia es uno de los elementos constitutivos de nuestra convencional idea de política. Sin embargo, a falta de una eliminación pura y simple de la violencia, la idea se reduce a una limitación de su campo y de sus efectos, encapsulándola en una doble forma de encierro, situándola en una esfera de mera asocialidad e ilegalidad, lo que supone pertenecer a un ámbito extrapolítico (Balibar, 2010, p. 18).
La política, en tanto que ella presupone y presume así de lo político (como orden autónomo de la política), es primero la negación, el relevo de la violencia. Pero si la violencia no puede ser relevada, o si, peor aún, si los medios y las formas de este relevo aparecen, no de modo contingente sino de modo esencial, como los medios y las formas de su continuación, hay por consecuencia una perversidad intrínseca de la política, entonces la política deviene desesperada y desesperante. (Balibar, 2010, pp.18-19)
La política se presenta así como relevo de la violencia a condición de que dicha noción haya sido colectivizada y distribuida, es decir, que haya reunido o conceptuado primero todas las formas de violencia. Así, no obstante que la guerra es concebida como la peor de las violencias, en ciertas condiciones ella debe ser aceptada, pues la paz no es el valor supremo ni mucho menos un valor incondicional. Sin embargo, la política se figura como el imperio de la ley (nomos) en cuanto el campo de la violencia figura como el imperio del mal (Balibar, 2010, p. 19).
Es pues la noción de guerra civil lo que debe ponerse en el centro de todos estos análisis de la penalidad. La guerra civil es, creo, una noción bastante mal elaborada desde los puntos de vista filosófico, político e histórico. Una serie de razones lo explican. Me parece que el ocultamiento, la negación de la guerra civil, la afirmación de que la guerra civil no existe, es uno de los primeros axiomas del ejercicio del poder. (Foucault, 2016, p. 28)
Tal representación de la política de Estado, como ocultamiento de la violencia, encubre una hipocresía que concede al orden establecido —al orden jurídicamente instituido, por el solo hecho de que la forma jurídica es la de un consenso, o la de una racionalidad— la cualidad misma de la no violencia, cuando no es más que la envoltura común de una multiplicidad de violencias generales o particulares, abiertas o encubiertas (Balibar, 2010, p. 24).
Se considera al Estado y en general al poder como un instrumento peligroso para quienes lo utilizan, precisamente porque no es otra cosa que violencia cristalizada o estabilizada, y en definitiva nada más que la relativa estabilización de la propia violencia por parte de grupos e individuos de una sociedad determinada en forma de distanciamiento y distribución desigual, más o menos, apropiación duradera de sus medios por parte de algunos de ellos. (Balibar, 2010, pp. 24-25)
Desde esta clave comprensiva cobra especial relevancia la hipótesis que expone Traverso al señalar que el concepto de totalitarismo resulta pertinente en cuanto intenta superar una aporía de la sociología y de la ciencia política que, desde Thomas Hobbes hasta Norbert Elías, pasando por Weber, ha interpretado siempre el proceso de canalización estatal de la violencia como un factor de civilización casi inevitablemente ligado a un fortalecimiento y a una extensión del derecho. El totalitarismo reproduce todas las características esenciales de la racionalidad instrumental que modela la técnica, la administración, la economía y la cultura del mundo occidental, "pero culmina en la negación de aquello que Weber definía como el dominio legal (legale Herrschaft)". En otras palabras, designa el advenimiento de un Estado criminal (Traverso, 2001, pp. 23-24).
La forma práctica de estos fascismos es siempre la lógica de la banda, el gansterismo criminal, con la conquista y la defensa de territorios en que se tiene monopolio de los negocios, como lo tiene el líder en el rincón de su barriada. Para que eso se sostenga, hace falta el carácter espectacular de la crueldad [.] Esta forma fascizante es entonces, en realidad, interna a la estructura del capitalismo mundia-lizado. (Badiou, 2016, pp. 68-69)
Este signo, que marca la excepcionalidad democrática, indica que la democracia es capaz de acometer precisamente todo lo que en principio la niega. Nancy (2009) designa esta indeterminación o desajuste excepcional de la democracia consigo misma —que tensiona la frontera entre fascismo y democracia— como la "inadecuación" de la democracia o la "democracia inadecuada". Sin comprender del todo aquello que se dispuso en llamar «totalitarismos» —escribe Nancy—, nos habituamos a identificarlo como "el mal político absoluto opuesto a la democracia y que simplemente llegaba de manera inesperada y caía sobre la democracia como si no proviniera de ninguna parte, o bien llegado de un afuera malo en sí mismo" (p. 18). Sin embargo, aquella inadecuación se descubre, opera no desde un exterior, sino que se hospeda inmanente a la política democrática que caía sin más resistencia alguna en una doble denegación: de justicia y de dignidad (Nancy, 2009, pp. 18-19).
Esta indeterminación, o inadecuación democrática es lo que Sheldon Wolin ha llamado la "inversión democrática". Hay una inversión, explica Wolin, cuando un sistema—como una democracia— produce un número de acciones significativas que suelen asociarse con sus antítesis: por ejemplo, cuando el jefe electo del ejecutivo tiene el poder de encarcelar a un acusado sin garantías procesales, cuando sanciona el uso de la tortura mientras que instruye a la nación acerca de la santidad del Estado de derecho. "Este nuevo sistema, el totalitarismo invertido, profesa ser lo opuesto de lo que es en realidad. Niega su verdadera identidad, en la esperanza de que sus desviaciones sean normalizadas como "cambios" (Wolin, 2008, p. 83).
Lo que resulta decisivamente inquietante acerca de esta inversión o indeterminación excepcional es que, en última instancia, diluye el principio de lo político, entendido como el manantial de legitimidad del poder que Lefort atribuía de manera inequívoca a la democracia. Por ello, la teoría política tradicional se ve perturbada cada vez que la democracia exhibe su carácter excepcional, ya sea a través de la corrupción generalizada de la clase política, su venalidad y servilismo hacia los poderes económicos, la corrupción institucional de los altos mandos de la policía y las fuerzas armadas, el espionaje ilícito, la fabricación fraudulenta de evidencias y montajes policiales contra adversarios políticos, o la invasión de algún país y la masacre de su población en nombre de los valores democráticos. En cualquier caso, independientemente del agente y la forma adoptada, esas prácticas y acciones de poder evidencian el carácter excepcional de la democracia y, con ello, desafían, en última instancia, la sacrosanta legitimidad del poder democrático.
De allí que los genuinos demócratas se inquieten con las tan proclamadas intenciones pacíficas de los Estados democráticos, mientras estos mismos países provocan y desatan sangrientas guerras que justifican con el argumento de llevar el progreso y defender los valores universales, que hoy en día se identifican con los derechos humanos. Pero a las poblaciones que sufren la invasión, los sublimes valores en cuestión les suelen parecer una simple máscara que esconde los verdaderos intereses de los beligerantes, y estas guerras tienen consecuencias no menos desastrosas que las iniciativas de conquista, destinadas a proporcionar a los vencedores prestigio, poder y riquezas. (Todorov, 2017, p. 184)
Tempranamente lo advertía Kropotkin a comienzos del siglo XX, cuando indicaba que en los Estados prestamistas había una organización completa, en la que gobernantes, banqueros, promotores de compañías y especuladores se agrupan para explotar Estados enteros. Allí donde los ingenuos juzgaban descubrir profundas causas políticas u odios nacionales, no yacían sino los conciertos tramados por los "filibusteros de la finanza". Estos todo lo explotan: rivalidades políticas y económicas, enemistades nacionales, tradiciones diplomáticas y conflictos religiosos. "En todas las guerras de este último cuarto de siglo se halla la mano negra de las grandes casas financieras" (Kropotkin, 2021, p. 27).
Bajo esa clave, Lazzarato ha advertido con lucidez la racionalidad bélico-política del desarrollo y crisis del capital, identificando la relación consustancial entre neoliberalismo y guerra. El despliegue del neoliberalismo se funde en la versión militar y policial de la aceleración económico-financiera.
Lo que vemos emerger, por lo tanto, no es una degeneración monstruosa del capitalismo tardío y de la democracia liberal, ya que la guerra civil y el fascismo, el fascismo y su militarización del socius que permite ganar la guerra civil estuvieron en la base misma del estado de emergencia de las políticas neoliberales en su empresa de disociación entre "democracia" y "liberalismo" "reales" (Alliez y Lazzarato, 2021, p. 20)
Así, la inicial disyunción entre democracia y fascismo se torna opaca e intrincada, pues como evidencia la investigación de Roberto Esposito, el carácter y paradigma inmunitario no es exclusivo de la lógica totalitaria, sino que se ha logrado instaurar como una premisa de funcionamiento de las democracias contemporáneas (Esposito, 1996, 2003, 2005, 2006). Aquella condición se torna más inquietante si se considera que las actuales mutaciones y reconfiguraciones "democráticas" que ha adoptado la matriz del fascismo clásico, no significa que ya no exista un peligro fascista. De ningún modo, sostiene Traverso, pues si se observa el presente a través de un prisma histórico, no se puede descartar esa posibilidad. "El impresionante ascenso de los movimientos, partidos y gobiernos de extrema derecha muestra con claridad que el fascismo puede convertirse en una alternativa" (Traverso, 2021, p. 19).
Ese peligro no resulta una amenaza eventual, sino que constituye la flagrante cotidianeidad en que se desenvuelve la dinámica democrática neoliberal. Pues tal como explica Lazzarato, es falso que el neoliberalismo crea en el funcionamiento "natural" del mercado, muy por el contrario, sabe que debe intervenir continuamente y respaldarlo mediante marcos legales, estímulos fiscales, económicos, etc. "Pero hay un "intervencionismo" previo llamado "guerra civil", único que puede crear las condiciones para "disciplinar" a los "gobernados" (Alliez y Lazzarato, 2021, pp. 21-22).
Los capitalistas y sus respectivos Estados siempre conciben sus estrategias (guerra, guerra civil, gubernamentalidad) en relación con la situación del mercado mundial y los peligros políticos que allí se presentan. Son estrategias que se construyen en el curso de los conflictos y que son dosificadas de acuerdo con las resistencias, el grado de oposición y las confrontaciones con las que se encuentran en el camino. Pero no debemos cometer el error de separar un Sur "violento" y un Norte "apaciguado": se trata del mismo capital, del mismo poder, de la misma guerra. (Lazzarato, 2020, p. 23)
Esta condición pareciera estar en la base de la configuración de la democracia neoliberal, que aún erigiendo el mito de la libertad y supremacía individual no deja de provocar el conflicto colectivo, cuya intensidad paroxística ha sido conceptualizada como stásis, que antes de devenir un desperfecto pareciera constituir la clave constitutiva de la subjetivación política de la acumulación capitalista bajo la gubernamentalidad neoliberal.
No hay guerra civil que no sea enfrentamiento de elementos colectivos: parentelas, clientelas, religiones, etnias, comunidades lingüísticas, clases, etc. La guerra civil siempre nace, se desarrolla y se ejerce a la vez a través de masas, elementos colectivos y plurales. No es en absoluto, por tanto, la dimensión natural de las relaciones entre individuos en cuanto individuos: los actores de la guerra civil siempre son grupos en cuanto grupos. Más aún, la guerra civil no solo pone en escena elementos colectivos, sino que los constituye. (Foucault, 2016, p. 46)
Dicho en los términos de Di Cesare, la historia democrática de la polis "es una historia de desacuerdos, conflictos, enfrentamientos sangrientos". Pero para comprender la stásis en su dramática profundidad es necesario renunciar a lentes modernizadores y mirar a la polis como una comunidad no estatal que, en ausencia de un aparato coercitivo, es capaz de mantenerse unida solo a través de vínculos políticos. "Condición fundamental de su existencia, la stásis es el abismo subyacente a la polis, la amenaza ineludible de su disolución" (Di Cesare, 2024, p. 7).
Notas
1 A pesar de la amplitud y arraigo semántico que alcanzó la expresión "totalitarismo", es preciso advertir el carácter problemático de esta conceptualización que buena parte de la teoría democrática implantó en el lenguaje de las ciencias sociales, especialmente lo que concierne al rango de homologación que la categoría implicaba de configuraciones tan diversas como el fascismo, el nazismo y el comunismo soviético (Zizek, 2002; Nolte, 1995; Traverso, 2001; Arendt, 1998).
2 Ante aquella comprensión modélico-normativa que Arendt concibe de la polis griega y de la emergencia de la democracia ateniense, bien cabría contrastar con las lecturas sugestivamente distintas como las propuestas por Nicole Loraux, 2008a, 2008b, 2012; Luciano Canfora, 2014; Julián Gallego, 2003; Donatella Di Cesare, 2024. Asimismo, significativo el estudio realizado por Roberto Esposito, 1999.
3 Abensour entiende que la "verdadera democracia" se asienta en cuatro principios distintivos: primero, que la soberanía pertenece al pueblo; segundo, que la relación entre la actividad del sujeto del demos y la objetivación constitucional de la democracia es singular y diferente a las otras formas de Estado, dado que en ésta, el hombre es creador de la ley y no la ley creadora del hombre; tercero, esta autoconstitución del pueblo deviene en la auto-institución democrática de lo social como una autodeterminación continuada; cuarto, la singularidad democrática consiste en una relación inédita entre el Estado político o la constitución y el conjunto de las esferas materiales o espirituales, donde la actividad instituyente es el demos como sujeto, como fin en sí mismo (Abensour, 1998, pp. 72-97).
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